¡Nunca saldré de aquí! Ahora soy dos personas:
esta nueva, absolutamente blanca, y la antigua, la amarilla,
y la blanca es, sin duda, superior.
No necesita alimentos, es una santa de verdad.
Al principio la odiaba, no tenía personalidad—
tumbada en la cama conmigo como un cadáver
me asustaba porque su forma era idéntica a la mía
aunque ella era mucho más blanca e inquebrantable y no se quejaba.
No pude dormir en una semana, tan fría estaba ella.
La culpaba de todo, pero no respondía.
¡Yo no entendía ese comportamiento tan estúpido!
Cuando le pegaba, se quedaba quieta, como una verdadera pacifista.
Entonces me di cuenta; quería que la amara:
comenzó a templarse y vi sus ventajas.
Sin mí, no existiría, y así me lo agradecía.
Le di un alma y de ella florecí como una rosa
florece en un jarrón de porcelana no muy valiosa,
y era yo quien atraía la atención de todo el mundo,
y no su blancura ni su belleza, como al principio había supuesto.
La mimé un poco y lo aceptó—
enseguida te dabas cuenta de que tenía mentalidad de esclava.
A mí no me importaba que me sirviera, y a ella le encantaba.
Por la mañana me despertaba temprano, reflejando el sol
en su sorprendente torso blanco, y yo no podía evitar notar
su pulcritud y su calma y su paciencia:
aliviaba mi debilidad como la mejor de las enfermeras,
encajando mis huesos para que sanaran.
Con el tiempo nuestra relación se hizo más intensa.
Dejó de ajustarse a mí con tanta fuerza y parecía más despegada.
Sentí que me criticaba por despecho
como si mis costumbres la ofendieran de algún modo.
Dejaba entrar la corriente, y cada vez era más distraída.
Y la piel me picaba y se me caía a escamas
sólo porque me cuidaba tan mal.
Entonces vi cuál era el problema: se creía inmortal.
Quería abandonarme, se creía superior,
yo la había mantenido en la oscuridad y estaba dolida—
¡malgastando sus días sirviendo a un semicadáver!
Y en secreto comenzó a desear que yo muriera.
Entonces podría cubrir mi boca y mis ojos, cubrirme entera,
y se pondría mi cara pintada como los sarcófagos
llevan la cara del faraón, aunque de barro y agua.
Yo no estaba en condiciones de librarme de ella.
Me había aguantado durante tanto tiempo que estaba coja—
incluso se me había olvidado caminar o sentarme,
de modo que tuve cuidado en no contrariarla
y no dije antes de tiempo cómo me vengaría.
Vivir con ella era como vivir con mi propio ataúd:
aunque seguí dependiendo de ella, lo hacía con rencor.
Solía pensar que podíamos intentarlo juntas—
después de todo, esa proximidad era una especie de matrimonio.
Ahora veo que se trata de ella o yo.
Puede que ella sea santa y yo fea y peluda,
pero pronto descubrirá que eso no importa nada.
Recobro mis fuerzas; algún día me las arreglaré sin ella,
y entonces morirá de vacío, y empezará a echarme en falta.