Tócala: no se contraerá como una pupila,
esta jurisdicción con forma de huevo, clara como una lágrima.
He aquí el ayer, el año pasado—
lanza en forma de palmera y azucena como flora distinta en la vasta
y quieta urdimbre de un tapiz.
Toca el cristal con la uña:
tintineará como un carrillón chino al mínimo temblor de aire
aunque aquí dentro nadie levante los ojos ni se moleste en contestar.
Los habitantes son ligeros como corchos,
todos permanentemente ocupados.
A sus pies, las olas se arquean en fila india,
nunca revientan de irritación:
se detienen en el aire,
las riendas cortas, y piafan como caballos en una plaza de armas.
Por encima, las nubes reposan con borlas y adornos
como cojines victorianos. A un coleccionista
le agradaría esta familia de rostros de San Valentín:
suenan de verdad, como la buena porcelana.
En otros lugares el paisaje es más franco.
La luz cae sin descanso, es cegadora.
Una mujer arrastra su sombra en círculo
alrededor de un simple platillo de hospital.
Parece la luna o una hoja de papel en blanco
y se diría que ha sufrido una especie de bombardeo particular.
Vive en silencio
sin ataduras, como un feto en una botella,
la casa anticuada, el mar, aplanados en un cuadro
y ella con demasiadas dimensiones para entrar en él.
La pena y la rabia, exorcizadas,
la dejan ahora en paz.
El futuro es una gaviota gris
que con voz de gato susurra, la partida, la partida.
La edad y el terror, como enfermeras, la atienden,
y un hombre ahogado, quejándose del horrible frío,
sale a rastras del mar.