Los higos de la higuera del patio son verdes;
verdes, también, las uvas de la verde parra
que da sombra a las baldosas de ladrillo del porche.
Ya no hay dinero.
Y cómo la naturaleza, al percibirlo, alimenta su amargura.
Sin talento, sin pena, nuestro adiós.
El sol brilla sobre el maíz verde.
Los gatos juegan entre los tallos.
Mirar hacia atrás no aliviará una penuria así—
el latón del sol, la pátina de acero de la luna,
la escoria de plomo del mundo—
pero expondrá siempre
la escuálida lengua de roca que protege la azul bahía de la ciudad
contra la embestida del mar abierto
que es brutal y no cesa.
Manchada por las gaviotas, una cabaña de piedra
desnuda su bajo dintel a la corrosiva intemperie:
a lo largo del saliente de ocre roca
las cabras se arrastran, lentas, el pelo espeso,
para lamer la sal del mar.