Inocente como la luz del día me quedé mirando
un prado con caballos, los cuellos curvos, las crines al viento,
las colas ondeando ante el fondo
verde de los sicomoros. El sol lanzaba
destellos blancos como pináculos de capilla sobre los tejados
y mantenía los caballos, las nubes, las hojas
firmemente arraigados, aunque todos ellos fluían
hacia la izquierda como cañas en el mar
cuando la astilla voló y se me incrustó en el ojo,
me lo cosió de oscuro. Entonces empecé a ver
un caos de formas bajo una lluvia cálida:
caballos envueltos en el verde mutante,
exóticos como camellos o unicornios,
paciendo en los márgenes de una mala foto,
bestias de oasis, de tiempos mejores.
El pequeño grano me quema, me raspa el párpado:
brasa, y a su alrededor, yo misma,
caballos, planetas y espiras girando.
Ni las lágrimas ni el alivio del rocío
de los baños oculares pueden quitar la mota:
está pegada, ha estado pegada una semana.
Llevo esta comezón de ahora por la carne,
ciega ante lo que será y lo que fue.
Sueño que soy Edipo.
Lo que quiero de nuevo es lo que era
antes de que la cama, antes de que el cuchillo,
antes de que el alfiler y el bálsamo
me colocaran en este paréntesis;
caballos volando al viento,
un lugar, un tiempo fuera de la mente.