1
El día en que ella visitó la sala de disección
tenían cuatro hombres tumbados, negros como pavos quemados,
a medio despedazar. Rezumaban un vapor
avinagrado como de cubetas mortuorias;
los chicos de las batas blancas comenzaron a trabajar.
La cabeza de su cadáver se había hundido
y ella apenas podía reconocer nada
entre el caos de cráneos y pellejos rancios.
Un raquítico trozo de cuerda lo sujetaba.
En sus frascos, criaturas con nariz de caracol miran ensimismadas y brillan.
Y él le entrega el corazón roto como una herencia resquebrajada.
2
En la panorámica de Brueghel de humo y matanza
sólo dos personas no ven los montones de carroña.
Él, a flote en el mar de azul satén
de sus faldas, canta en la dirección
de su espalda desnuda, mientras ella se inclina
sobre él, con una partitura entre los dedos,
ajenos ambos al violín en manos
de la muerte cuya cabeza ensombrece su canción.
Florecen estos amantes flamencos; no por mucho tiempo.
Mas la desolación, detenida en la pintura, perdona al pequeño paisaje
distraído, delicado, desde el borde inferior derecho.