—¿Seguimos sin chocolate? —le preguntó una noche a Pannonique un hombre de su grupo.
—¡Cállese! —le ordenó MDA 802.
—Lo siento —respondió la joven.
—No tiene importancia —dijo EPJ 327 con firmeza.
Pannonique sabía que mentía. Echaba de menos aquel chocolate de un modo doloroso. Como si nada, aquellas escasas piezas cotidianas habían constituido durante semanas lo esencial de su aportación energética. Y ni el lamentable mendrugo de pan ni el bodrio de caldo claro podían sustituir a aquellas preciosas calorías. Cada día que pasaba, la joven se sentía más débil.
—Debería arengar al público otra vez —le dijo EPJ 327 a la ninfa Egeria.
—¿Y arriesgarnos a que nos dejen sin pan? —rugió el hombre.
—¿No le da vergüenza? —le dijo MDA 802.
—Tiene razón —intervino Pannonique—. Mi declaración dirigida al público se remonta a hace dos semanas y ya ven que aparte de la desaparición del chocolate, no ha habido ningún resultado.
—Usted no lo sabe —dijo EPJ 327—. No tenemos ni la más remota idea de lo que ocurre en el exterior. Quizá nadie mira el programa. Quizá estamos en la víspera de su anulación.
—¿Usted cree? —preguntó Pannonique con una sonrisa.
—Yo lo creo —dijo MDA 802—. Hay un proverbio árabe que me parece adecuado a las actuales circunstancias: «No bajes los brazos: correrías el riesgo de hacerlo una hora antes del milagro».
A la mañana siguiente, Pannonique murmuró muy deprisa al oído de Zdena: «Esta noche».
El resultado no se hizo esperar. Hacia las cuatro de la tarde, el bolsillo de su bata acogió dos tabletas de chocolate.
Pasó la jornada en una angustia odiosa.
Por la noche, en la mesa, cuando mostró el chocolate, hubo gritos de alegría.
—¡Han levantado la sanción! —gritó uno de ellos.
—¡Más bajo, por favor! ¡Piensen en las otras mesas! —dijo la ninfa Egeria.
—¿Y por qué no exige más chocolate? —protestó el que había sido llamado al orden.
—¿Acaso cree que estoy en posición de exigir? —dijo ella sintiendo cómo subía la cólera dentro de sí.
—Podría pensar un poco antes de decir semejantes burradas —le dijo EPJ 327 al hombre.
—Ya puestos a vender sus encantos, ¿por qué no fijar un precio exorbitante? —chirrió el que no soportaba ser tomado en falso.
Pannonique se levantó como activada por un muelle.
—¿Y según usted, cómo me lo gano, ese chocolate?
—Eso es asunto suyo.
—De ningún modo —dijo ella—. Si usted se lo come, también es asunto suyo.
—Eso es falso, ya que yo no le he pedido nada.
—Es usted peor que un rufián. ¡Y pensar que me juego la vida para darle comida a un ser de su calaña!
—Oh, basta ya, me niego a ser un chivo expiatorio. Todos los de la mesa piensan lo mismo.
Se produjo un clamor de indignación, destinado a desmarcarse de aquellas opiniones.
—No los crea —retomó el hombre—. No quieren enemistarse con usted para seguir recibiendo su chocolate. Yo me limito a decir en voz alta lo que ellos piensan en voz baja. Además, hay algo que se le escapa: y es que nos da exactamente lo mismo el modo como consigue el chocolate. Como suele decirse, en la guerra todo vale.
—Deje de decir nosotros, tenga la valentía de decir yo —intervino EPJ 327.
—No tengo que recibir ninguna lección de usted, soy el único que ha tenido la valentía de decir lo que piensan los demás.
—Lo que me parece más extraordinario —subrayó Pannonique— es hasta qué punto parece orgulloso de usted mismo.
—Uno siempre se siente orgulloso cuando dice la verdad —declaró el hombre con la cabeza alta.
A Pannonique le fue otorgado un momento de inspiración: se dio cuenta de lo ridículo que era aquel individuo y soltó una carcajada. Aquello resultó contagioso; todos los comensales se pusieron a reír a costa de aquel personaje.
—Eso es, ríanse —chirrió—. Sé lo que digo. Soy una molestia. Y en adelante sé que me quedaré sin chocolate.
—Desengáñese —retomó Pannonique—: Seguirá recibiendo lo que usted denomina su parte.
Esperó a que los demás estuvieran en lo más profundo de su sueño para salir del barracón y se dio de bruces con la kapo Zdena, que la estaba vigilando.
—¿Vamos a mi habitación?
—Nos quedamos aquí —respondió Pannonique.
—¿Igual que la última vez? Es un poco molesto.
Se dio cuenta de que Zdena pensaba repentinamente en nuevas posibilidades que tampoco mejoraban su situación. Se le anticipó:
—Quiero hablar con usted. Creo que hay un malentendido entre nosotras.
—Es cierto. Yo sólo deseo tu bien, y no das la impresión de entenderlo así.
—Ése es otro malentendido, kapo Zdena.
—Me gusta cuando me nombras, aun cuando preferiría que te ahorraras mi rango. Me gusta cuando pronuncias mi nombre.
Pannonique se prometió evitar nombrarla en adelante.
La kapo se acercó. La joven sintió tanto miedo que se puso a hablar temblando:
—El malentendido es que se equivoca respecto a mi desprecio hacia usted.
—¿Así que no me desprecias?
—Se equivoca respecto a la naturaleza de mi desprecio.
—Lo que me cuentas no me sirve de nada.
—Lo que desprecio en usted —dijo Pannonique que ya no podía más de terror— es su uso de la fuerza, de la presión, del chantaje, de la violencia. No es la naturaleza de su deseo.
—Ah, ¿te gusta este tipo de deseo?
—Lo que me repugna en usted es lo que no es usted. Es cuando se comporta como una auténtica kapo: ésa no es usted. Creo que es una persona válida, salvo cuando decide convertirse en una kapo.
—Tus historias son complicadas. ¿Me citas a medianoche para contarme todo este galimatías?
—No es un galimatías.
—¿Crees que así te librarás?
—Es muy importante que sepa que es usted una buena persona.
—En el estado en el que me encuentro, no me importa lo más mínimo.
—La parte esencial de usted arde en deseos de ser estimada por mí. Le gustaría tanto ver lucir en mi ojo, provocado por usted, un fuego que no fuera provocado por el odio, un reflejo en el que usted sería grande y no miserable.
—Por más que viera eso en tu mirada, no por ello me ofrecerías lo que espero.
—Tendría algo mejor. Infinitamente mejor.
—No estoy segura de que fuera mejor.
—Lo que quiere, sólo podrá conseguirlo por la fuerza. Y eso, contrariamente a lo que cree, le repugnaría. Más tarde, cuando volviera a pensar en ello, resultaría peor que la náusea. El único recuerdo que le perseguiría seria el de mis ojos insostenibles de odio.
—Basta. Haces que aumente mi deseo.
—Si realmente tuviera el deseo que asegura tener, sería capaz de pronunciar mi nombre.
Zdena palideció.
—Cuando uno siente lo que usted, necesita pronunciar el nombre de la otra persona. No es casual que haya hecho lo imposible para saber el mío. Y ahora que lo sabe y que me tiene delante, es incapaz de llamarme por mi nombre.
—Es cierto.
—Y sin embargo le gustaría, ¿verdad?
—Sí.
—Es una imposibilidad fisiológica. Se equivocan los que menosprecian el cuerpo: es infinitamente menos nocivo que el alma. Su alma pretende desear cosas que su cuerpo rechaza. Cuando su alma sea igual de honesta que su cuerpo, podrá pronunciar mi nombre.
—Te aseguro que mi cuerpo sería capaz de hacer daño.
—Pero no es él el que lo quiere.
—¿Cómo sabes todo eso?
—No pretendo conocerla. El desprecio también consiste en creer conocer lo desconocido de los demás. Tengo una intuición respecto a usted, eso es todo. Pero sus tinieblas también lo son para mí.
Se produjo un silencio.
—Soy desgraciada —dijo Zdena—. No me imaginaba que esta noche sería así. Dime qué puedo esperar de ti. Dímelo.
Durante una décima de segundo, a Pannonique le pareció conmovedora.
—Podría pronunciar mi nombre mirándome a los ojos.
—¿Nada más?
—Si lo consiguiera, seria inmenso.
—No me imaginaba la vida así —dijo la kapo deshecha.
—Yo tampoco.
Se rieron. Fue un instante de connivencia: dos chicas de veinte años descubriendo juntas la ignominia del mundo.
—Me voy a acostar —dijo Pannonique.
—Yo no podré dormir.
—Durante su insomnio, pregúntese de qué modo puede ayudarnos, a los míos y a mí.