Los prisioneros eran los únicos seres humanos que no habían visto ni siquiera un segundo de Concentración. Ése era su único privilegio.
—Me pregunto qué secuencias interesan más al público —dijo MDA 802 durante la cena.
—Estoy seguro de que son las escenas de condena a muerte —dijo un hombre.
—Me temo que sea cierto —prosiguió Pannonique.
—Las violentas también —dijo una mujer—. La baqueta, los gritos, eso debe entusiasmar.
—Sin duda —dijo MDA 802—. Y las escenas «emoción»: con ésas seguro que se relamen.
—Según ustedes —preguntó EPJ 327—, ¿quiénes son los culpables?
—Los kapos —respondió el hombre.
—No; los organizadores —intervino alguien que nunca abría la boca.
—Los políticos que no prohíben semejante monstruosidad —dijo MDA 802.
—¿Y usted qué opina, Pannonique? —preguntó EPJ 327.
Se produjo un silencio, como cada vez que la atención se dirigía hacia la joven.
—Opino que los máximos culpables son los espectadores —respondió.
—¿No está siendo un poco injusta? —preguntó el hombre—. La gente vuelve de una dura jornada de trabajo, cansada, de mal humor, vacía.
—Hay otras cadenas —dijo Pannonique.
—Sabe muy bien que los programas de televisión son a menudo el único tema de conversación de la gente. Ésa es la razón por la cual todo el mundo ve lo mismo: para no quedar marginado y tener algo que compartir.
—Pues que todos vean otra cosa —dijo la joven.
—Eso es lo que debería ocurrir, claro.
—Lo dice usted como si se tratara de un ideal utópico —retomó Pannonique—. Sólo se trata de cambiar de cadena, no es tan difícil.
—No estoy de acuerdo —dijo MDA 802—. El público se equivoca, es cierto. ¡Pero de ahí a decir que es el culpable! Su nulidad es pasiva. Los organizadores y los políticos son mil veces más criminales.
—Su perversidad está tolerada y creada por los espectadores —dijo Pannonique—. Los políticos son una emanación del público. En cuanto a los organizadores, son tiburones que se limitan a acudir allí donde se manifiestan los fallos del sistema, o sea donde existe un mercado susceptible de proporcionarles beneficios. Los espectadores son culpables de formar un mercado que se los proporciona.
—¿No cree que son los organizadores quienes crean el mercado, como un publicitario crea una nueva necesidad?
—No. La responsabilidad final recae en quien acepta ver un espectáculo tan sencillo de rechazar.
—¿Y los niños? —dijo la mujer—. Vuelven de la escuela antes que los padres, que no tienen forzosamente los medios para pagar a una niñera. No se puede controlar lo que ven por la tele.
—Hay que ver cómo son —declaró Pannonique—, buscan mil pretextos, mil indulgencias, mil excusas y mil circunstancias atenuantes cuando sólo se trata de ser simple y firme. Durante la última guerra, los que eligieron la resistencia sabían que sería difícil, incluso imposible. Y, sin embargo, no se lo pensaron dos veces, no se perdieron en tergiversaciones: resistieron por la única razón de que no tenían manera de hacer otra cosa. Dicho sea de paso, sus hijos les imitaron. No hay que tomar a los niños por idiotas. Un crío educado con firmeza no es el cretino que intentan imponernos.
—¿Tiene un proyecto de sociedad, Pannonique? —ironizó el hombre.
—Ni siquiera eso. Estoy del lado del orgullo y de la estima por uno mismo allí donde ellos sólo lo tienen por el desprecio. Eso es todo.
—¿Y usted, EPJ 327, que no dice nada, qué opina?
—Constato con espanto que aquí sólo hay una persona de la que podemos estar seguros que no habría visto nunca Concentración, y es Pannonique. Así que deduzco que ella tiene que tener razón a la fuerza —respondió.
Se vivió un momento de apuro.
—Usted tampoco habría visto nunca Concentración —le dijo Pannonique a EPJ 327, en una conversación aparte.
—No tengo televisión.
—Es una excelente razón. No se ha jactado de ello. ¿Por qué?
—Usted es la abanderada. Yo me parezco demasiado a lo que soy: un profesor.
—No hay motivos para avergonzarse de ello.
—No. Pero usted galvaniza a los demás, el ideal es usted. Hablaba de resistencia. ¿Sabe que podría crear una estructura de resistencia dentro del campo?
—¿Usted cree?
—Estoy convencido. No le diré cómo, no tengo ni idea. Además, el genio táctico es usted. El golpe de efecto con el que salvó la vida de MDA 802, nunca se me habría ocurrido.
—No tengo nada de genio.
—Ésa no es la cuestión. Cuento con usted.
La salvación de MDA 802 no fue premeditada, pensaba; las estrategias aparecían de repente, inspiradas por la tensión del momento. El resto del tiempo, sus pensamientos no diferían mucho del pensamiento de los demás prisioneros: confusión, miedo, hambre, cansancio, asco. Se esforzaba en dispersar todas esas meditaciones y sustituirlas por música, el cuarto movimiento de la Sinfonía para órgano de Saint-Saëns para engañar el hambre, el andante de la Décima sinfonía de Schubert para engañar la mente.
A la mañana siguiente, durante la inspección matinal, Pannonique tuvo la repentina convicción de que estaba siendo filmada: la cámara no dejaba de enfocarla, podía notarlo, estaba segura.
Una parte de su cerebro le decía que se trataba de un narcisismo infantil: cuando era pequeña, a menudo había tenido la impresión de que un ojo —¿Dios?, ¿la conciencia?— la seguía. Entre otras cosas, crecer consistía en dejar de creer en semejantes cosas.
La parte heroica de su ser, sin embargo, le ordenó creer y aprovechar rápidamente la situación. Sin más demora, la joven dirigió su rostro hacia la cámara sobrepuesta y gritó alto y fuerte:
—¡Espectadores, apaguen sus televisores! ¡Ustedes son los peores culpables! ¡Si no proporcionaran una audiencia tan alta a este monstruoso programa, hace tiempo que ya no existiría! ¡Los verdaderos kapos son ustedes! ¡Y cuando miran cómo morimos, los asesinos son sus ojos! ¡Son nuestra cárcel, son nuestro suplicio!
Y se calló, pero el fuego seguía en su mirada.
El kapo Jan se había acercado a ella y la abofeteaba como si quisiera decapitarla.
La kapo Zdena, furiosa de que alguien usurpara derechos ajenos, acudió a detenerlo y le murmuró al oído:
—Ya basta. Los organizadores están en el ajo.
El kapo Jan la miró con estupefacción.
—Esta gente ya no sabe qué inventar —dijo mientras se alejaba.
Zdena devolvió a la joven a la fila y le murmuró, mirándola fijamente a los ojos:
—Bravo. Pienso lo mismo que tú.
La jornada transcurrió sin incidentes.
Pannonique estaba fuera de sí y asombrada por el hecho de que su arrebato no fuera sancionado. Se repetía que quizá no perdía nada esperando. El efecto sorpresa que había intervenido no la preservaría eternamente.
Los prisioneros le dedicaban miradas aterradas o admirativas que se reservan a los locos geniales condenados a muerte por su comportamiento demencial. En sus ojos podía leer aquella sentencia y se sentía todavía más confirmada en sus decisiones. Y Zdena aprobando su invectiva al público, era como si el hospital se burlara de la caridad.
Por la noche, durante la cena, la unidad de Pannonique se mostró sorprendida de que todavía estuviera viva.
—¿Se puede saber qué bicho le ha picado? —preguntó MDA 802.
—Me acordé de la siguiente frase de un héroe argelino —dijo Pannonique—: «Si hablas, morirás; si no hablas, morirás. Así que habla y muere».
—De todos modos, procure protegerse —dijo EPJ 327—. La necesitamos viva.
—¿Desaprueba mi conducta? —preguntó la joven.
—La apruebo y la admiro. Eso no impide que tema por su vida.
—Recuerde que nunca me había portado tan bien. Y eso no disuadió a la kapo Zdena de pasarme chocolate a escondidas —dijo repartiendo los trozos de la tableta.
—Sin duda todavía no habrá recibido instrucciones respecto a usted.
—¿Sabe que no ha esperado a recibirlas para felicitarme?
Y Pannonique relató el «Bravo, pienso lo mismo que tú» de la kapo, lo cual provocó la hilaridad general.
—¡La kapo Zdena piensa!
—¡Y piensa igual que nuestra mascarón de proa!
—¡Es de las nuestras!
—Por su manera de gritarnos y de golpearnos, siempre lo habíamos sospechado.
—Es un alma sensible.
—Dicho esto —observó Pannonique—, le debemos mucho: sin su chocolate, la mayoría de nosotros ya estaríamos muertos de hambre.
—Ya conocemos el motivo de su generosidad… —rechinó EPJ 327.
Pannonique se sintió incómoda, como cada vez que EPJ 327 se permitía un comentario sobre la pasión con la que Zdena la envolvía. Él, que era la nobleza personificada, perdía toda pizca de grandeza de espíritu cuando se trataba de Zdena.
Aquella noche, Pannonique, aún bajo los efectos de su arrebato, dormía con un sueño agitado que se interrumpía constantemente. El más mínimo ruido la sobresaltaba y se tranquilizaba como podía, abrazando su delgado cuerpo con firmeza.
De repente se despertó y vio cerca de ella a Zdena que la devoraba con la mirada. Ésta tuvo el reflejo de taparle la boca con la mano para ahogar su grito. Le hizo señas para que la siguiera de puntillas.
Una vez fuera del barracón, al aire libre, Pannonique murmuró:
—¿Viene a verme a menudo mientras duermo?
—Es la primera vez. Te juro que es verdad. No tengo motivos para mentirte, estoy en el lado de los fuertes.
—¡Como si los fuertes no mintieran!
—Miento mucho. A ti no te miento.
—¿Qué quiere?
—Decirte algo.
—¿Y qué quiere decirme?
—Que estoy de acuerdo contigo. Los espectadores son unos cabrones.
—Eso ya me lo ha dicho. ¿Para eso ha venido a molestarme?
Pannonique se sorprendía por la insolencia de su propio tono. No podía evitarlo.
—Quería hablar contigo. No hemos tenido ocasión de hacerlo.
—Quizá porque no teníamos nada de lo que hablar.
—Tengo cosas que contarte. Me has abierto los ojos.
—¿Respecto a qué? —preguntó Pannonique con ironía.
—Respecto a ti.
—No me apetece ser un tema de conversación —dijo la joven, e hizo gesto de alejarse.
La kapo la agarró con un brazo mucho más musculoso que el suyo.
—Tú eres mucho más que tú. No temas nada. No quiero hacerte daño.
—Hay que elegir el bando al que perteneces, kapo Zdena. Si no está en el mío, es que quiere hacerme daño.
—No me llames kapo Zdena. Llámame Zdena a secas.
—Mientras sea usted quien es, la llamaré kapo Zdena.
—No puedo cambiar de bando. Me pagan por ser kapo.
—Atroz argumento.
—Quizá me equivoqué al aceptar convertirme en kapo. Pero ahora que lo soy, es demasiado tarde.
—Nunca es tarde para dejar de ser un monstruo.
—Si soy un monstruo, no por cambiar de bando dejaré de serlo.
—Lo que es más monstruoso en usted es la kapo, no Zdena. Deje de ser kapo y dejará de ser monstruosa.
—Lo que propones es imposible. Hay una cláusula en el contrato de los kapos: si dimitimos antes del final de nuestro año de trabajo, nos convertimos inmediatamente en prisioneros.
Pannonique pensó que quizá mentía. No importaba, no tenía modo de verificar sus afirmaciones.
—¿Cómo pudo firmar un contrato semejante?
—Era la primera vez que alguien me quería para algo.
—¿Y eso le basta?
—Sí.
«Una pobre chica en todos los sentidos del término», pensó Pannonique.
—Seguiré trayéndote chocolate. Toma, te he traído pan de mi cena.
Le tendió un panecillo redondo y dorado, algo muy distinto a la horrible hogaza endurecida de las comidas de los detenidos. La joven miró el pan y se le hizo la boca agua. El hambre venció al miedo: lo agarró y lo devoró con ansia. La kapo la contemplaba con satisfacción.
—¿Qué quieres ahora?
—La libertad.
—Eso no puedo ponérselo a escondidas en el bolsillo de alguien.
—¿Cree que es factible escaparse?
—Imposible. El sistema de seguridad es infranqueable.
—¿Y si usted nos ayuda?
—¿Cómo que nos? Es a ti a quien quiero ayudar.
—Kapo Zdena, si sólo me ayuda a mí, no dejará de ser un monstruo.
—No me fastidies con tu moral.
—La moral es útil. Impide crear programas como Concentración.
—Entonces ya ves que no funciona.
—Podría funcionar. Este programa podría interrumpirse.
—¿Estás loca? Es el mayor éxito de la historia de la televisión.
—¿De verdad?
—Cada mañana miramos los índices de audiencia del día anterior y es para caerse de espaldas.
Pannonique se calló de desesperación.
—Tienes razón: los espectadores son basura.
—Eso no la exime, kapo Zdena.
—Soy menos monstruosa que ellos.
—Demuéstrelo.
—No veo Concentración.
—Tiene sentido del humor —chirrió Pannonique, asqueada.
—Si te liberara poniendo en peligro mi vida, ¿sería una prueba?
—Si sólo me libera a mí, no estoy segura.
—Lo que me pides es imposible.
—Si actúa poniendo en peligro su vida, por lo menos intente salvarlos a todos.
—Ése no es el problema. Los otros no me interesan, eso es todo.
—¿Y ésa es una razón para no liberarlos?
—Por supuesto. Porque si te liberara a ti, no sería en vano.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Habría un precio. No voy a arriesgar mi vida a cambio de nada.
—No comprendo —dijo Pannonique poniéndose visiblemente rígida.
—Claro que comprendes. Me comprendes perfectamente —dijo Zdena buscando su mirada.
Pannonique se tapó la boca con la mano, como para impedirse vomitar.
Esta vez la kapo no intentó retenerla.