En el otro extremo del campo había una niña que, extrañamente, había sido salvada. PFX 150 tenía doce años y no presentaba ninguna particularidad. No parecía estar adelantada a su edad, era un poco mona aunque sin ser guapa y su rostro de asombro era el vivo reflejo de su inocencia. Era una niña buena que hablaba poco. No comprendía por qué no la habían matado y no sabía si lo hubiera preferido.
—¿A qué esperan para liquidar a esa chiquilla? —decía alto y fuerte ZHF 911 cuando se cruzaba con ella.
PFX 150, probablemente bien educada, no replicaba. Eso hacía que Pannonique hirviera de rabia.
—¿Por qué no se defiende? —le preguntó a la niña.
—Porque no es a mí a quien dirige la palabra.
Pannonique hizo que se aprendiera una frase para decirla alto y fuerte la próxima vez que ZHF 911 lanzara su retahíla de injurias.
Aquello no tardó en producirse. PFX 150 levantó su voz aflautada para declamar:
—¿A qué están esperando para librarnos de esa vieja que le aúlla a la luna?
ZHF 911 sonrió.
—Por eso mismo —respondió—. A mí, se sabe por qué me mantienen aquí: porque corrompo la vida de los demás ya horrible de por sí. Pero tú, que eres insignificante y que no molestas a nadie, ¿por qué motivo forzosamente despreciable te mantienen?
Con expresión alelada, la pequeña no encontró nada que responderle. Cuando Pannonique se acercó para felicitarla por haber hablado, PFX 150 la reprendió:
—¡Déjeme tranquila! ¡Hacía bien en callarme! Por su culpa, le he dado la ocasión de decirme cosas todavía mucho peores. Y ahora estoy muerta de miedo. ¡Métase en sus asuntos!
Pannonique intentó abrazar a la niña para reconfortarla; ella la rechazó con violencia.
—No sé qué se ha creído, actuando como si tuviera la solución a todo, pero no es verdad, no hace más que empeorar las cosas —estalló la niña.
Pannonique se sintió mortificada. «Eso me enseñará a no atribuirme poderes de los que carezco», pensó.
No por ello renunció a su divinidad interior, dispuesta a hacer un mejor uso de ella.
Como casi todas las noches, los gritos de ZHF 911 despertaron a Pannonique.
«¿Por qué será que la odio más por sus gritos que por las perrerías con que nos agobia? ¿Por qué soy incapaz de ser justa?».
El hecho es que todo el campo compartía su actitud: la locura de la anciana indisponía más que su maldad. Bien es verdad que a esta última no le faltaba un elemento cómico involuntario, ya que sus gritos nocturnos subrayaban sólo lo sórdido de su existencia presente.
Pannonique intentó analizar los alaridos; la palabra, de repente, le parecía mal elegida. El canto de las gaviotas no estaba exento de encanto. La anciana emitía más bien un largo ladrido de dogo. Ascendía, culminaba, descendía, se detenía, volvía a empezar.
Al cabo de aproximadamente cinco minutos, un espasmo ronco («¡Aaaah!») anunciaba que había terminado.
Pannonique sintió deseos de sonreír: «La artista ha terminado su espectáculo y saluda al público». Entonces le pareció oír algo. «¡Oh, no, vuelve a empezar!». Pero, afinando el oído, frunció el ceño: eso no tenía nada que ver. No se trataba de la voz de la anciana, era el quejoso piar de un pajarito humano.
Enseguida se detuvo. Sin embargo, aquel grito ínfimo atormentó a Pannonique. Le rompió el corazón.
A la mañana siguiente, inició una discreta investigación. Pero nadie había oído nada, sólo el griterío de la anciana. No por ello la joven se sintió más tranquilizada.
Mientras trabajaba fatigosamente en la limpieza de escombros, sufrió una crisis de odio pensando en los espectadores. Era una implosión lenta que se iniciaba en la caja torácica y que ascendía hasta los dientes, convirtiéndolos en colmillos. «¡Pensar que están allí, apoltronados delante de su televisor, saboreando nuestro infierno, probablemente fingiendo que se indignan! Ni siquiera uno de ellos es capaz de venir a salvarnos, eso por supuesto, pero ya no pido tanto: ni siquiera uno de ellos apaga su televisor o cambia de cadena, pondría mi mano en el fuego».
Entonces la kapo Zdena acudió con una lluvia de golpes de baqueta de castigo profiriendo toda clase de invectivas, y se marchó a ocuparse de otros asuntos.
«También la odio, y, sin embargo, mucho menos que al público. Prefiero la que me golpea a los que miran cómo descarga su rabia sobre mi. Ella no es hipócrita, interpreta abiertamente un papel infame. Existe una jerarquía del mal, y no es la kapo Zdena quien ocupa el lugar más repugnante».
Vio cómo el kapo Marko vociferaba a PFX 150. Su estatus de niña le valía menos golpes y más discursos. Se notaba que la pequeña ya no sabía a qué atenerse. Lo que estaba viviendo le recordaba el colegio, donde los adultos también le gritaban, y al mismo tiempo no le recordaba nada, sólo un fondo de sumisión pueril ahogaba aún todo espíritu de rebelión.
Pannonique se acercó disimuladamente.
—¿Qué le decía? —le preguntó a la pequeña.
—Fingía escucharla.
—Bravo —dijo Pannonique, que pensaba que la infancia tenía sus recursos.
—¿Por qué no me tutea? Lo preferiría.
—Fuera del campo la habría tuteado y le habría pedido que también me tuteara. Aquí es muy importante dirigirnos los unos a los otros con las marcas de respeto que los kapos nos niegan.
—¿Y a los organizadores hay que llamarles de usted o de tú?
—¿Habla con ellos?
PFX 150 pareció incómoda. Tardó en responder:
—No. Pero si un organizador o un kapo me hace una pregunta, ¿debería tratarle de tú o de usted?
—Hay que hablarle de usted a todo el mundo.
La kapo Zdena se acercó para gritarles que estaban allí para trabajar, no para charlar.
Aquel esbozo de conversación persiguió a Pannonique. Siguiendo con su trabajo, se dio cuenta de que le daba vueltas en la cabeza la balada de El rey de los alisos, de Schubert. No era la música idónea para aquella tarea. Normalmente, Pannonique programaba en su cerebro sinfonías que le proporcionaban la energía indispensable para un trabajo tan físico —Saint-Saëns, Dvorák—, pero en este caso el desgarrado lied se le pegaba al cráneo y minaba sus fuerzas.
Pannonique preguntó a los prisioneros que dormían en el mismo barracón que la pequeña. No obtuvo ninguna respuesta significativa. La mayoría estaban tan cansados y tenían el sueño tan pesado que ni siquiera oían los gritos nocturnos de la anciana.
—Sin embargo está alojada más cerca de ustedes que de nosotros —dijo Pannonique.
—Estoy tan agotado que nada podría despertarme —le respondieron—. PFX 150 es una niña buena. Es tranquila, no se la oye —añadieron.
De noche, Pannonique intentó de nuevo hablar con la niña. No resultaba fácil. Era tan inalcanzable como un trozo de jabón y se refugiaba en la insignificancia. Pannonique no se anduvo por las ramas:
—En su vida anterior, ¿qué cosas le gustaban?
—Me gustaban los pájaros. Son bonitos, son libres, pueden volar. Me pasaba el día observándolos. Todo mi dinero de bolsillo lo gastaba en el mercado de palomas, y luego las dejaba en libertad. Me encantaba: sujetaba con las dos manos aquel cuerpo caliente y palpitante, lo soltaba hacia el cielo y volvía a ser dueño de los aires. Intentaba acompañar aquel vuelo con el pensamiento.
—¿Hay pájaros en el campo?
—¿No se ha dado cuenta? No hay. Los pájaros no están locos. Aquí huele demasiado mal.
—Usted es un poco el pajarito del campo —dijo Pannonique con afecto.
Inmediatamente, PFX 150 se encolerizó.
—¡Déjeme tranquila con eso!
—¿He dicho algo malo?
—Pajarito por aquí, pajarito por allá, ¡no quiero que me llamen así!
—¿Otras personas del campo la llaman pajarito?
La niña dejó de hablar. Sus labios temblaban. Hundió su rostro entre las manos. Pannonique no pudo arrancarle ni un sonido más.
La noche siguiente, intentó mantenerse despierta. Pero un sueño de hormigón le cayó encima y no oyó nada. Se lo recriminó a sí misma: «Dios no dormiría como un tronco si tuviera que proteger a alguien».
La noche siguiente había programado tanto su cerebro que no pegó ojo. No oyó nada, ni siquiera a la anciana, que por razones incomprensibles se abstuvo de aullarle a la luna.
Aquella noche blanca la llenó de un cansancio de odio: «Dios no experimentaría este tipo de sentimiento». No por ello renunció a la divinidad: «No se me da muy bien y no me proporciona ningún placer, pero es del todo necesario».
ZHF 911 recuperó el terreno perdido la noche siguiente, gritando aún más fuerte que de costumbre y despertando a Pannonique, que se levantó como una sonámbula y salió de puntillas. Corrió hacia el barracón de PFX 150 y se escondió. Un hombre muy alto, delgado y corpulento, abrió la puerta llevando en brazos un pequeño cuerpo al que tapaba la boca con una mano. Cruzó el haz de luz de la torre de vigía y Pannonique vio que era muy viejo y que llevaba un traje elegante. Se marchó con su botín.
Permaneció agazapada en el fango, con el corazón a punto de estallarle. Le pareció que aquel instante no terminaría nunca. Cuando regresó, ya no necesitaba taparle la boca a la niña: la pequeña, inerte, yacía contra él.
Entró en el barracón y salió solo. Pannonique le siguió. Le vio entrar en las dependencias de los que llamaban oficiales: los organizadores en jefe. La puerta se cerró.
De regreso en su jergón, Pannonique lloró de asco.
A la mañana siguiente, escrutó el rostro de PFX 150: no expresaba absolutamente nada.
—¿Quién era el señor mayor de esta noche?
La pequeña no respondió.
La joven la zarandeó con rabia:
—¿Por qué le protege?
—Es a mí a quien protejo.
—¿Acaso la ha amenazado?
El kapo Marko acudió a reprender a Pannonique:
—¿Ya has terminado de zarandear a esta pobre cría?
Quitando los escombros, se preguntaba, en el colmo de la cólera, si era posible que los prisioneros que dormían en el barracón de la pequeña no hubieran visto ni oído nada. «Estoy segura de que mienten. Están muertos de miedo, los cabrones. Voy a intervenir».
Esperó a que la kapo Zdena se acercara y le dijo que solicitaba una entrevista con un organizador. Zdena la miró con la misma estupefacción que habría sentido si le hubiera pedido un pavo asado. Pero nada parecía haber sido previsto para un caso así: la kapo se marchó.
Es de suponer que transmitió el mensaje a las altas instancias ya que hubo respuesta: estaba fuera de lugar. Pannonique preguntó entonces si podía recurrir la decisión: «¿Dónde te crees que estás?», fue la única respuesta.
La joven dedicó toda la jornada a buscar una tribuna para revelar el escándalo. Al llegar la noche, todavía no la había encontrado. En el comedor, estaba a punto de venirse abajo: «¿Y si me levantara, les tomara a todos como testigos y gritara todo lo que sé? No serviría de nada. En el mejor de los casos, se produciría un motín, que únicamente desembocaría en un baño de sangre. En el peor de los casos, los prisioneros seguirían sin reaccionar, apoltronados ante su pitanza, y no puedo correr el riesgo de sentir semejante asco por ellos. Más vale que intervenga directamente».
La noche siguiente fue una de las que la anciana no le gritó a la luna. Así pues, Pannonique no se despertó y no pudo proteger a PFX 150. A la mañana siguiente, sintió rabia: «¡Y pensar que cuando esta bruja no aúlla duermo sin preocuparme de nada!». La noche siguiente, los gritos de ZHF 911 la arrancaron de su sueño. Pero cuando llegó al barracón de la niña, el hombre ya estaba lejos. Se lanzó en su búsqueda y, sin pensar, se abalanzó sobre él. El hombre se detuvo y la miró en silencio.
—¡Deja a la niña! —le ordenó ella.
En sus brazos, PFX 150 dirigía a Pannonique extrañas señas, moviendo la cabeza.
—¡Déjala! —repitió.
Él permanecía de pie, inmóvil. Pannonique le saltó al cuello.
—¿Vas a dejarla, sí o no?
Con un solo gesto, apartó a la agresora y la lanzó como un proyectil y luego se dirigió hacia las dependencias de los oficiales. La joven le agarró por las piernas y le hizo caer. La pequeña se arrastró por el barro. Pannonique le dijo que huyera pero su tobillo estaba sujeto a la mano de su agresor, que volvió a levantarse y se marchó arrastrándola.
La joven le persiguió lanzándole toda clase de invectivas:
—¡Basura! Para ti es fácil, es una prisionera. Es una cría, no tiene ninguna posibilidad de defenderse. Pero te lo advierto: todo el mundo lo sabrá. Se lo contaré a los kapos y ellos se lo contarán a los organizadores, se lo contaré a los espectadores, ¡voy a arruinarte la vida!
El hombre la miró con hilaridad, empujó a la niña dentro y cerró la puerta.
Pannonique oyó un ruido de llaves y luego nada más. Aquel silencio resultaba más inquietante que un gemido.
«Ni siquiera conozco la voz de este tipo. No ha dicho nada», pensó.
Se quedó postrada en el barro, esperando. En vano. La niña no volvió a salir.
Al pasar revista por la mañana, Pannonique vio cómo el kapo Marko regresaba con la niña. Ella le sonrió a la pequeña, que tenía cara de muerto.
Luego el kapo Jan se acercó para seleccionar a los condenados del día: normalmente, pasaba revista a los efectivos y juzgaba quién merecía morir; esta vez, sin dudarlo, sacó de la fila a ZHF 911 y a PFX 150. Un estremecimiento recorrió la asamblea. Por más que los presentes estuvieran acostumbrados al mal, la condena de una niña era demasiado. Ni siquiera conseguían sentirse satisfechos por haberse librado al fin de la anciana.
Se escuchó por última vez la voz de ZHF 911, que seguía sonando a medio camino entre el chirrido y la risa burlona.
—Los extremos se atraen, al parecer.
Morir la traía sin cuidado.
PFX 150, en cambio, aturdida, permaneció en silencio. Tuvieron que empujarla para que caminara.
Pannonique nunca sufrió tanto como al ver a la niña partir hacia la muerte.
Estaba claro que el kapo Jan había recibido órdenes. «Si no hubiera intervenido, no habría resultado tan urgente librarse de la víctima», pensaba con horror.
Aquél fue un día atroz: el fantasma de la niña poblaba todas las miradas.
Pannonique no se permitió a sí misma caer en el paroxismo de repugnancia de la que se sentía capaz: «He cometido un error monumental, es cierto, pero no soy el origen del mal. Así que renuncio a ser Dios por el simple hecho de que era una idea perjudicial».
En aquel instante, vio a la endeble MDA 802 vacilando bajo la pesada carga de escombros. Acudió para ayudar a su amiga a sobrellevar aquel peso. El kapo Marko detectó la maniobra y se acercó para empujar a Pannonique y gritarle:
—¿Quién te crees que eres, Simón de Cirene?
La joven sintió un estremecimiento de la cabeza a los pies. Aquello pudo hacerle soñar que ciertos kapos ni siquiera tenían la excusa de ser oscuras bestias sin cultura; lo que la impactó era que, sin saberlo, el kapo acababa de pronunciar las palabras que necesitaba.
Simón de Cirene, ¿cómo no se le había ocurrido antes? Era el personaje más hermoso de la Biblia, porque no era necesario creer en Dios para encontrarlo milagroso. Un ser humano que ayuda a otro ser humano, por el simple hecho de que la carga que lleva sobre sus espaldas es demasiado pesada.
«En adelante no tendré mayor ideal», se juró Pannonique.