Dios resulta tanto más necesario cuanto más evidente es su ausencia. Antes de Concentración, Dios era para Pannonique lo mismo que para la mayoría de la gente: una idea. Resultaba interesante examinarlo y apasionante pensar en los vértigos que podía producir. En cuanto al concepto de amor divino, resultaba particularmente fascinante, hasta el extremo de despejar la famosa cuestión de la existencia de Dios: la apologética era una vieja estupidez que sólo engendraba necedades.
Desde su detención, Pannonique sentía una atroz necesidad de Dios. Tenía deseos de insultarlo hasta hartarse. Si tan sólo hubiera podido responsabilizar a una presencia superior de aquel infierno, habría experimentado el consuelo de poder odiarlo con todas sus fuerzas y colmarlo con las injurias más violentas. Por desgracia, la indiscutible realidad del campo era la negación de Dios: la existencia de uno implicaba la ineluctable inexistencia del otro. Ni siquiera era posible pensar en él: la ausencia de Dios era un hecho establecido.
Resultaba insostenible no tener a nadie a quien dirigir un odio semejante. Aquel estado era el origen de una forma de locura. ¿Odiar a los hombres? Eso no tenía sentido. La humanidad era ese disparatado hormigueo, ese absurdo supermercado que igual vendía una cosa como su opuesto. Odiar a la humanidad equivalía a odiar una enciclopedia universal: no había remedio para semejante execración.
No, lo que Pannonique necesitaba odiar era el principio fundamental. Un día se produjo un colapso dentro de su cabeza: ya que la plaza quedaba vacante, ella, Pannonique, sería Dios.
Inicialmente, la enormidad de aquel plan la hizo reír. Aquella risa la retuvo: el mero hecho de haber encontrado un motivo para reír la impresionó. El proyecto era aberrante y grotesco, es cierto: le daba igual. En materia de aberración, nunca podría llegar más lejos que aquel campo.
Dios: no estaba hecha para aquel papel. Nadie lo estaba. Ésa, sin embargo, no era la cuestión. La plaza estaba vacante: ése era el problema. Así pues, ella ocuparía ese lugar. Ella sería el principio fundamental al que odiar: resultaba mucho menos doloroso que no tener a nadie a quien dirigir aquel odio. Pero la cosa no acababa ahí. Sería Dios dentro de su cabeza, no sólo para denostarse.
Sería Dios para todo. Ya no se trataba de crear el universo: era demasiado tarde, el mal ya estaba hecho. Al fin y al cabo, una vez consumada la creación, ¿cuál era la tarea de Dios? Sin duda la misma que la de un escritor cuando su libro es publicado: amar públicamente su texto, recibir elogios, las pullas, la indiferencia. Hacer frente a esos lectores que denuncian los defectos de la obra cuando, aun cuando tuvieran razón, resultaría imposible cambiarla. Quererla hasta el final. Aquel amor era la única ayuda concreta que podrían aportarle.
Razón de más para permanecer callada. Pannonique pensaba en esos novelistas que discurren interminablemente sobre su libro: ¿a qué lleva eso? ¿Acaso sus libros no habrían resultado más útiles si, en el momento de crearlos, el escritor hubiera inyectado en ellos todo el amor necesario? Y si en su momento fallaron en este punto, ¿no resultarían más útiles a su texto amándolo pese a todo, con ese amor verdadero que no se expresa a través de la verborrea sino con un silencio puntuado de palabras fuertes? La creación no fue tan difícil precisamente por lo que tenía de embriagadora: la tarea divina se complicó luego.
Aquí es donde intervendría Pannonique. No sería Jesucristo; nada de dárselas de víctima propiciatoria, papel que, precisamente, el programa les atribuía. Sería Dios, principio de grandeza y de amor. Concretamente, eso significaba que sería necesario amar a los demás de verdad. Lo cual no resultaría sencillo, ya que la mayoría de los prisioneros estaba lejos de inspirar amor.
Amar a MDA 802, amar a EPJ 327, ¿había algo más natural? Amar a los detenidos de los que no se sabía nada, tampoco resultaba complicado. Amar a aquellos que resultaban perjudiciales para los demás entraba dentro de lo posible. Se puede amar a alguien siempre y cuando se le comprenda.
Pero ¿cómo podría Pannonique amar a ZHF 911?
ZHF 911 era una anciana. Era singular que los organizadores aún no hubieran eliminado a esa mujer, teniendo en cuenta que por regla general mataban a todas las personas de edad. Sin embargo, resultaba fácil adivinar por qué la mantenían: porque era un ser despreciable.
Era un hada madrina de rostro surcado por miles de perversas arrugas. La boca era la viva expresión del mal tanto por su forma plisada —el pliegue característico de los labios malvados— como por las palabras que salían de ella: siempre encontraba en cada persona el punto débil que le permitía herirla. Su capacidad para hacer daño era únicamente verbal: era la prueba viviente de los poderes maléficos del lenguaje.
Ya en el tren que había trasladado a los prisioneros al campo, ZHF 911 se había hecho notar: a las madres que apretaban a sus niños contra el pecho, la vieja les anunciaba el destino que aguardaba a su progenitura. «Está claro», les decía. «Los nazis exterminaron a los pequeños en primer lugar. No se les puede criticar por ello: todo el día chillando, cagándose y meándose encima, sólo causan problemas, ¡y son unos ingratos! No os encariñéis con ellos, los matarán nada más empezar. Bah, querida señora, aparte de ensancharle la cintura, ¿qué le han aportado, esos cagones?».
Estupefactas, las madres no supieron qué responder a ese monstruo. Algunos hombres intervinieron:
—Escucha, vieja ruina, ¿sabes qué destino se reservaba a los de la tercera edad en Dachau?
—Eso ya lo veremos —había rechinado ella.
La que todavía no se llamaba ZHF 911 estaba en lo cierto: las cámaras de los vagones debieron captar la naturaleza del personaje ya que, al llegar al campo, se salvó de ser ejecutada, contrariamente a otros ancianos. Los organizadores debieron pensar que minaría la moral de los detenidos y que eso resultaría divertido. ¿Era premeditada su actitud? Probablemente. Enseguida quedó claro que a aquella mujer no le importaba nada.
Estudiar a ZHF 911 era estudiar el mal. Su característica principal era su absoluta indiferencia: no estaba a favor ni de los kapos, ni de los prisioneros, ni de sí misma Su propia persona no le inspiraba más apego que el resto. Consideraba del género grotesco defender a alguien o algo. Sin proyecto subyacente, le gustaba decir horrores a cada uno: por el simple placer de hacer sufrir.
La observación científica de ZHF 911 revelaba otros rasgos del mal: era inerte, sólo tenía energía para hablar…, pero una energía inigualable. Si transmitía una sensación de inteligencia era a causa de la maldad de sus réplicas, que sembraban las lágrimas y la desesperación.
Resultaba terrible darse cuenta de que el peor ser del lugar pertenecía al bando de los detenidos y no al bando del mal. Era lógico: el diablo es lo que divide. ZHF 911 era lo que destruía un bando que, sin ella, quizá habría sido el bando del bien y que, con ella, sólo era un lamentable grupo humano desgarrado por las querellas intestinas.
¿Cómo iban los prisioneros a creer que estaban en el bando de los buenos si cada mañana deseaban la muerte de la abyecta anciana? Cuando los kapos llegaban para hacer salir de la fila a los condenados del día, al miedo a ser elegido se le sumaba el deseo de que lo fuera ZHF 911. Nunca ocurría. Después de pasar la revista que la había librado de la muerte, dedicaba una mirada de triunfo a los de su bando. Sabía hasta qué punto era ansiada su eliminación.
Algunas almas buenas se indignaban del odio de que era objeto: «Pero si no es más que una pobre anciana, no tiene la cabeza en su sitio, ¿cómo podéis odiarla? No es culpa suya». Aquellas opiniones provocaban disputas que llegaban a oídos de ZHF 911 y la llenaban de satisfacción. «Sin mí, quizá se entenderían», pensaba.
La lengua viperina también vertía su veneno sobre los kapos (con un constante sentido de la palabra que hiere: así, no trataba a la kapo Lenka de puta, lo cual la habría podido hacer sonreír, sino de mal follada, lo que la llenaba de rabia), sobre los organizadores —unos «nazis de poca monta», unos «Hitler de pacotilla»— y sobre los espectadores, a los que calificaba de «enormes borregos». Nadie la soportaba.
Sin embargo, lo peor no podía serle reprochado, ya que no era consciente de ello: ZHF 911 le ululaba a la luna. Casi cada noche, hacia las doce, se oían unos estridentes aullidos que se elevaban sobre el campo; duraban cinco minutos y luego paraban. Pasó cierto tiempo hasta que comprendieron el origen de aquellos gritos. Los que dormían en el mismo barracón que la anciana acabaron por denunciarla: «Libradnos de esa loca que no tiene nada de humano».
Los jefes se frotaban las manos. Decidieron darle relevancia a este ruido nocturno: primero se veía el campo dormido, de pronto se oían unos terribles aullidos, la cámara parecía buscar, entraba en un barracón y se distinguía a ZHF 911 sentada sobre su jergón, gimiendo. Unos minutos más tarde, se la veía caer inconsciente sobre su camastro.
La interrogaron sobre el fenómeno. ZHF 911 parecía sinceramente sorprendida y lo negó todo.
Nada minaba tanto la moral de los prisioneros como esas manifestaciones de pura demencia. Cuando resonaban los gritos, cada deportado pensaba con rabia: «¡Que la maten! ¡Que la hagan salir de la fila mañana por la mañana!».
Pannonique reventaba de odio hacia aquella mujer y soñaba con su muerte. Por más que intentaba razonar, repetirse que no era ZHF 911 quien había creado Concentración, sentía sus uñas transformarse en garras con sólo verla. Y cuando de noche oía los gritos de la apestada, ardía en deseos de estrangularla con sus propias manos.
«¡Qué fácil sería ser Dios si no existiera ZHF 911!». Se reía de lo absurdo de semejante reflexión: en efecto, sería fácil ser Dios si el mal no existiera, pero entonces tampoco habría ninguna necesidad de Dios.