Después de las palabras de EPJ 327, Zdena no era capaz de pensar. Los fenómenos que percibía en el interior de su cabeza, sin embargo, eran comparables. Ella también conocía el asco del que le había hablado. Lo sentía hasta el punto de poder llamarlo por su nombre.
En su primera juventud, cuando la despreciaban, cuando delante de ella se despreciaba lo que se desconocía, cuando se destruía gratuitamente algo hermoso, cuando alguien se ensañaba con otro por el simple placer de revolverse en el fango y provocar la risotada, Zdena experimentaba un persistente malestar que su cerebro había bautizado como asco.
Se había acostumbrado a vivir con aquella inmundicia, repitiéndose que se trataba de una carga común, incluso alimentándola para tener la ilusión de no ser siempre su víctima. Pensaba que valía más provocar el asco que padecerlo.
En rarísimas ocasiones, el asco se desvanecía. Cuando oía una melodía que le parecía hermosa, cuando salía de un lugar asfixiante y recibía de lleno la generosidad del aire gélido, cuando el exceso de alimento de un banquete se olvidaba con un trago de vino áspero, era mejor que una tregua: de repente el asco se invertía y no existía una palabra para expresar su antónimo, no se trataba ni de apetito ni de deseo, se trataba de algo mil veces más intenso, una fe en algo demasiado vasto que se dilataba dentro de su ser hasta el extremo de hacer que sus ojos se salieran de las órbitas.
Pannonique le producía el mismo efecto. Una sensación sin nombre para una persona sin nombre: había demasiados innombrados en aquel asunto. Al precio que fuera, Zdena averiguaría el nombre de CKZ 114.