Desde su llegada al campo, los prisioneros habían sido desprovistos de su ropa y se les había entregado un uniforme reglamentario de su talla: pijamas para los hombres, batas para las mujeres. Una matrícula que les tatuaban sobre la piel se convertía en su único nombre autorizado.

CKZ 114 —así se llamaba Pannonique— se había convertido en la ninfa Egeria de los espectadores. Los periódicos dedicaban artículos enteros a aquella joven de admirable belleza y clase, cuya voz nadie conocía. Destacaban la noble inteligencia de su expresión. Su foto ocupaba las portadas de numerosas revistas. En blanco y negro, en color, todo la favorecía.

Zdena leyó un editorial en honor de «la hermosa CKZ 114».

Hermosa: así que era eso. La kapo Zdena no se había atrevido a formularlo en estos términos, partiendo del principio que no entendía nada. Sin embargo, se sintió bastante orgullosa de haber sido capaz, si no de comprender, por lo menos de percibir el fenómeno.

La belleza: así que el problema de CKZ 114 era ése. Las chicas guapas de la televisión no habían despertado en Zdena aquel malestar, y eso le hizo llegar a la conclusión de que quizá no eran realmente guapas. Concentración le enseñaba en qué consistía la auténtica belleza.

Recortó una fotografía especialmente lograda de CKZ 114 y la colgó cerca de su cama.

Los detenidos tenían en común con los espectadores que conocían el nombre de los kapos. Éstos no perdían ninguna ocasión de vociferar su propia identidad, como si tuvieran la necesidad de escucharla.

Durante la selección de la mañana, la cosa sonaba así:

—¡Hay que mantenerse firmes delante del kapo Marko!

O en los trabajos del túnel:

—Oye, tú, ¿a eso le llamas obedecer al kapo Jan?

Existía cierta paridad entre los kapos, incluso en maldad, brutalidad y estupidez.

Los kapos eran jóvenes. Ninguno superaba los treinta años. No habían faltado candidatos de más edad, incluso viejos. Pero los organizadores pensaron que la violencia ciega impresionaría más si emanaba de cuerpos juveniles, de músculos adolescentes y de rostros sonrosados.

Incluso había un fenómeno, la kapo Lenka, una voluptuosa vampiresa que intentaba gustar constantemente. No se conformaba con provocar al público y contonearse delante de los otros kapos: llegaba al extremo de intentar seducir a los prisioneros, restregándoles su escote por la cara y lanzando miradas a sus sometidos. Aquella ninfomanía, sumada a la atmósfera mefítica que reinaba en el programa, resultaba tan repugnante como fascinante.