Los periódicos no hablaban de otra cosa. Los editoriales estaban al rojo vivo, las grandes conciencias pusieron el grito en el cielo.
El público, en cambio, pidió más desde la primera entrega. El programa, que llevaba la sobria denominación de Concentración, obtuvo un récord de audiencia. Nunca el horror había causado una impresión tan directa.
«Algo está ocurriendo», comentaba la gente.
A la cámara no le faltaban cosas que filmar. Paseaba sus múltiples ojos por los barracones en los que los prisioneros estaban encerrados: letrinas, amuebladas con jergones superpuestos. El comentarista destacaba el olor a orina y el húmedo frío que, por desgracia, la televisión no podía transmitir.
Cada kapo tuvo derecho a algunos minutos de presentación.
Zdena no daba crédito. Durante más de quinientos segundos, la cámara sólo tendría ojos para ella. Y aquel ojo sintético presagiaba millones de ojos de verdad.
—No desaprovechéis esta oportunidad de mostraros simpáticos —les dijo un organizador a los kapos—. El público os ve como unas bestias primarias: demostradles que sois humanos.
—Tampoco olvidéis que la televisión puede ser una tribuna para aquellos de vosotros que tengáis ideas, ideales —apuntó otro con una sonrisa perversa que era la viva expresión de todas las atrocidades que esperaba oírles proferir.
Zdena se preguntó si tenía ideas. La confusión que bullía dentro de su cabeza y que ella denominaba pomposamente su pensamiento no la aturdió hasta el punto de concluir con una afirmación. Pero pensó que no tendría ninguna dificultad para inspirar simpatía.
Es una ingenuidad corriente: la gente ignora hasta qué punto la televisión les afea. Zdena preparó su discurso delante del espejo sin darse cuenta de que la cámara no tendría con ella la indulgencia de su propio reflejo.