Para ser organizador tampoco era necesaria ninguna cualificación. Los jefes hacían desfilar a los candidatos y seleccionaban a aquellos que tenían «un rostro más significativo». Luego había que responder a cuestionarios de actitud.

Zdena, que en su vida había aprobado un examen, fue admitida. Experimentó un inmenso orgullo. En adelante, podría decir que trabajaba en televisión. Con veinte años, sin estudios, un primer empleo: finalmente su círculo íntimo iba a dejar de burlarse de ella.

Le explicaron los principios del programa. Los responsables le preguntaron si le resultaban chocantes.

—No. Es fuerte —respondió ella.

Pensativo, el cazatalentos le dijo que se trataba exactamente de eso.

—Es lo que la gente quiere —añadió—. El cuento y el tongo se han acabado.

Superó otros tests en los que demostró que era capaz de golpear a desconocidos, de vociferar insultos gratuitos, de imponer su autoridad, de no dejarse conmover por las lamentaciones.

—Lo que cuenta es el respeto del público —dijo uno de los responsables—. Ningún espectador se merece nuestro desprecio.

Zdena asintió.

Le atribuyeron el grado de kapo.

—Te llamaremos kapo Zdena —le dijeron.

El término militar le gustó.

—Menuda pinta, kapo Zdena —le lanzó a su propio reflejo en el espejo.

Ni siquiera se dio cuenta de que ya estaba siendo filmada.