A principios del verano de 1993 se reunió un grupo poco común en la ciudad austríaca de Linz: algunos centenares de especialistas en informática asistieron a la conferencia Ars Electrónica. No era una reunión de informáticos corriente, como tantas que tienen lugar constantemente por todo el mundo; la reunión de Linz estaba dedicada a la inteligencia artificial. Ulrike Gabriel, del Instituto de Nuevos Medios de Francfort, enseñó cucarachas que funcionaban por energía solar. Estas criaturas artificiales, dirigidas por sensores fotoeléctricos, se reunían en grupos, se «olfateaban» unas a otras o realizaban movimientos repentinos de retroceso cuando chocaban con los obstáculos. ¿Para qué? El sistema electrónico de estas cucarachas estaba adquiriendo experiencia.
Tom Ray demostró el funcionamiento de este proceso con su programa de ordenador Tierra[89]. Con centenares de comandos compuso una cadena electrónica semejante a la del ADN, que se recreaba o se duplicaba a sí misma. Después de 24 horas se había formado una especie de biotopo en la pantalla. Así se contaba en la revista Der Speigel:
Al principio, una cadena se multiplicaba muy deprisa y se extendía de manera explosiva por toda la capacidad electrónica de la memoria. A continuación, aparecían las primeras mutaciones, que también eran capaces de multiplicarse y de combatir a sus predecesoras. Por último, entraban en el campo de batalla parásitos informáticos que sólo transmitían la mitad de los comandos. Estos parásitos ocupaban el programa de los predecesores y se servían de su código de reproducción. En ese momento, los mecanismos electrónicos desarrollaban reacciones espectrales de defensa, semejantes a un sistema inmunológico, que eran capaces de bloquear los virus informáticos antes de que destruyeran el programa original. Y del mismo modo que en la vida, la población parásita quedaba diezmada y todo el proceso comenzaba de nuevo, con la única diferencia de que el programa se había enriquecido por su experiencia con los parásitos. El ordenador se había autovacunado[90].
Estos experimentos demuestran que la vida y la inteligencia artificiales son posibles. Pero ¿y la conciencia? Ésta debe ser privilegio de los seres vivos que están dotados de sentimientos. Y los sentimientos, a su vez, están relacionados con las condiciones corporales que determinan las hormonas. Las hormonas se activan, a su vez, por nuestras percepciones, en las que se combinan nuestros órganos sensoriales y nuestra experiencia personal. La inteligencia artificial, por su parte, no sabe nada de hormonas. Es verdad que puede comparar diversos datos a la velocidad del rayo (experiencia), y que puede tomar decisiones correctas sobre esa base (aprendizaje); pero no puede sentir; a no ser que le proporcionemos un cuerpo capaz de sentir, por supuesto, en cuyo caso lo que tendríamos no sería otra cosa que un ser vivo.
El cerebro de un ordenador, con sus chips de alta capacidad, es tan sensible a los factores medioambientales (humo, humedad, fluctuaciones de la temperatura, golpes, objetos extraños —una hormiga entre los circuitos provocaría un caos—) que debe ser protegido por una cubierta externa. Lo mismo sucede con los seres vivos, cuyo cerebro está rodeado de los huesos del cráneo. Recibiendo e intercambiando información, el ordenador aumenta sus conocimientos, tal como hacen los seres vivos, y puede seguir haciéndolo durante miles de años.
Recordemos algunas fechas históricas en este sentido. El habla humana apareció hace unos 30 000 años, como primer medio de comunicación. Las primeras pinturas o grabados rupestres, primera forma visual de comunicación, tienen unos 13 000 años de antigüedad. Las primeras formas de escritura sólo tienen 5000 años; y hace 3000 años surgieron los primeros medios de comunicación a larga distancia, en forma de señales de humo y de señales con espejos. La imprenta se inventó hace 500 años, y la comunicación telegráfica surgió en el siglo pasado. Sólo hace cien años que tenemos la cinematografía, y los ordenadores están al alcance de todos desde hace treinta años.
Un científico muy erudito del siglo XVIII habría leído unos doscientos libros; sólo tendría que leer muy pocas revistas especializadas para estar al día en su campo. Actualmente se publican en todo el mundo más de 300 000 revistas y periódicos; existen, además, incontables programas de radio y de televisión, y no digamos nada de la lluvia anual de artículos, tesis y libros especializados. La Biblioteca del Congreso de Washington posee 100 millones de documentos, y todas las demás bibliotecas del mundo contienen otros 1000 millones.
Está claro que nadie puede mantenerse al día de este diluvio de información. Y dado que la esperanza de vida de los seres humanos, así como la de los miles de millones de neuronas cerebrales que tenemos cada uno de nosotros, no es suficiente, ahora almacenamos los conocimientos humanos fuera del cerebro. Las generaciones futuras seguramente tendrán que aprender menos que nosotros, pero, por otra parte, tendrán que saber cómo y dónde está almacenada la información que necesitan.
Lo mismo debe suceder a los seres vivos extraterrestres. O tienen neuronas cerebrales como nosotros, en cuyo caso su capacidad de almacenamiento está limitada, o son una especie de robot informatizado, capaz de extraer a voluntad la información que necesita a través de una computadora mayor todavía. Una tercera posibilidad sería una síntesis de ambas cosas. Podrían criarse seres naturales, prestando atención a su estructura genética, de tal modo que desarrollasen una capacidad cerebral enorme que, sin embargo, sólo se utilizase en grado mínimo. ¿Por qué? La capacidad de software de un ordenador lleno hasta la mitad proporciona espacio de almacenamiento para nueva información. Un cerebro humano que sólo utiliza el veinte por ciento de su capacidad puede «llenarse» de conocimientos a voluntad, si los dioses lo desean.
Parece que lo desean; y con esto llego al punto central de mi tema. En mi último libro[91] comenté diversos avistamientos de ovnis y aludí a varios relatos de «secuestros». Permítanme que recapitule brevemente.