Pero ¿qué dirán los expertos en genética cuando encuentren cada vez más información genética unida a la «escalera de mano», una información que no puede proceder de nuestros antepasados? Al fin y al cabo, la comparación es relativamente sencilla: todavía viven nuestros parientes los gorilas, los chimpancés y los orangutanes. ¿Qué pensará la gente cuando descubran cuál es, exactamente, el segmento genético responsable del habla humana y descubran al mismo tiempo (por comparación con la composición genética de la familia de los simios) que este segmento apareció repentinamente, en vez de haber evolucionado poco a poco?
Y ¿qué dirá la gente cuando salga a relucir material genético humano que no puede tener un origen terrestre, porque no concuerda con ninguna forma de vida conocida? ¿Cómo reaccionarán los expertos en genética cuando investiguen las momias del antiguo Egipto y descubran, sin ningún género de dudas, que los faraones más antiguos (los que tenían el cráneo muy grande y afirmaban que eran «hijos de los dioses») contienen un material genético que no puede proceder de la Tierra, un material que carece de las «etapas intermedias» de la teoría de la evolución? Y ¿qué murmurarán y qué dirán entre dientes cuando esas mismas pautas genéticas se encuentren al otro lado del mundo, en los monarcas incas, en los «hijos del sol»? Estamos subiendo por la escalera mecánica del conocimiento, y ya no podemos bajarnos en marcha. El apocalipsis va a llegar mucho antes del fin del mundo, en forma de nuestro descubrimiento del origen de la inteligencia humana.
Pero lo que es posible para el genoma humano también puede cumplirse en los animales. Desde hace bastantes años se está hablando muchísimo de los dinosaurios[83]. Desde que se estrenó la película Parque jurásico, estamos oyendo todo tipo de teorías y de «pruebas» de las causas de su extinción repentina.
Hace unos 200 millones de años había un alto número de clases de dinosaurios: monstruos carnívoros de 12 metros que vivían en Egipto; otros que tenían púas y corazas de placas duras; plesiosaurios de cabeza pequeña y poderosas aletas traseras, adaptados a la vida en el agua, y el braquiosaurio, de 30 metros de largo y 12 de alto. Existían hasta cien especies, entre ellas las de los dinosaurios voladores. Y de pronto, sin previo aviso, todos murieron hace unos 64 millones de años. Y esto sucedió en todos los continentes a la vez, como si se hubiera difundido una infección que afectase sólo a los dinosaurios y a nada más. Existen incontables teorías que pretenden explicar esta extinción repentina[84]. La más reciente propone que pudo ser causada por la colisión de un meteorito contra la Tierra; pero, entonces, ¿por qué afectó sólo a los dinosaurios y no a todas las demás criaturas?
En la película Parque jurásico se extrae el contenido del estómago de un mosquito que se había conservado en ámbar durante millones de años. Como había picado a un dinosaurio poco antes de morir, su estómago contiene algunas partes de genes de dinosaurio. Éstas se transforman, como por arte de magia, en nuevos dinosaurios vivos. Una cosa así es posible en la fantasía, e incluso en teoría, pero haría falta más material básico que unos fragmentos del estómago de un mosquito. Para fabricar un dinosaurio harían falta unos 50 000 genes para cada mil componentes celulares. Y, sencillamente, no disponemos de ellos; salvo, quizá, en una avecilla.