Sabemos muy poco del poder y de la tecnología genética verdaderos de los extraterrestres. Pero deben ir, al menos, algunos miles de años por delante de nuestras capacidades; de lo contrario, no podrían habernos visitado en el pasado remoto (ellos, o sus antepasados). La historia de la ciencia y de la tecnología modernas nos enseña que todo se hace continuamente más perfecto, más pequeño y más eficaz. La tecnología informática nos lo demuestra creando chips cada vez más microscópicos, miles de millones de bites y aumentando continuamente las velocidades de cálculo.
Por ejemplo, a mediados de los 80 cualquier ordenador personal de buena calidad alcanzaba una velocidad de cálculo de varios megaflops (flops = floating point operations, u operaciones de coma flotante; un megaflop = un millón de flops). Los ordenadores grandes como el Cray 2 alcanzaban el gigaflop (mil millones de flops) a principios de los 90. Un año más tarde se alcanzaren los diez gigaflops, y cuando escribo estas líneas se ha anunciado el ordenador de 100 gigaflops, el CM 5. Ya se está desarrollando el ordenador de un teraflop (mil millones de flops), y se empieza a discutir seriamente la posibilidad de construir un ordenador de diez teraflops.
Es un progreso que bien podría llamarse vertiginoso. Pero ¿qué son diez cortos años comparados con miles de años de evolución? Una gota en el océano. ¿Qué harán los ordenadores dentro de cincuenta años? Pensarán solos, se programarán solos y conversarán con nosotros. Serán capaces de realizar traducciones instantáneas e impecables de cualquier idioma del mundo a cualquier otro. Habrá ordenadores jurídicos que podrán juzgar un caso más deprisa, mejor y con más justicia que los seres humanos. Los ordenadores construirán ordenadores; y, en lugar de la pantalla de televisión de nuestro cuarto de estar tendremos un proyector tridimensional de hologramas.
En el terreno de la genética, se han conseguido cosas que los biólogos de la antigua escuela no se habrían atrevido nunca a soñar. En los próximos veinte años, los especialistas en genética serán capaces de evitar (en la etapa embrionaria, o incluso antes de la concepción) que los padres transmitan enfermedades heredadas a su descendencia. Siempre que lo permitan nuestras leyes y nuestros códigos éticos, podrán construir seres humanos con características muy concretas: verdaderas obras de arte genético. La gente dice que esto es «jugar a ser Dios», pero olvidan que el Dios (o sería mejor decir «los dioses») del Antiguo Testamento creó al hombre «a su imagen y semejanza». Lo programó como quiso, y está claro que no dejó de manipular a sus descendientes. Espero que haya quedado claro a estas alturas que este «Dios» no puede ser el creador del universo. Los especialistas en genética que «juegan a ser Dios» no tienen que ver con la creación ni con el espíritu del universo más que los «dioses» de las mitologías. Un ordenador puede parecer divino a un simio, pero no por eso es divino.
Si pueden producirse estos avances en el corto plazo de cincuenta años, ¿qué se podrá conseguir en varios miles de años de desarrollo científico y tecnológico? ¿Cuánto han avanzado los extraterrestres hasta ahora? Si hace miles de años ya eran capaces de predeterminar las características genéticas de un feto, ¿qué podrán hacer ahora? ¿Es posible que puedan influir sobre el código genético a distancia, por medio de algún rayo o haz de luz invisible? ¿Pueden acceder a nuestros cerebros? ¿Es posible que insertaran en nuestro código genético hace miles de años una clave para que al cabo de un número determinado de generaciones se activen determinados mensajes en el cerebro? ¿Es posible que contengamos mensajes e informaciones codificadas que se despierten por determinados estímulos, de tal modo que sólo ahora empezamos a ser conscientes de ellos?
Todo especialista moderno en genética está familiarizado con la llamada «basura» genética. Así se llama a unas secciones aparentemente inútiles y sin sentido del ADN (ácido desoxirribonucleico). Parece que no tienen sentido porque no tienen principio ni fin propiamente dichos. Las características genéticas suelen estar «tapadas» con una especie de tapón que sólo encaja con el material adecuado que le sirve de contrapartida. La doctora Beda Stadler, profesora de genética en la universidad de Berna, lo compara con los ladrillos de los juegos de construcciones. Nuestro ADN contiene aproximadamente 110 000 genes activos, entre los cuales se pueden encontrar muchos fragmentos de basura genética. ¿Es verdaderamente basura? ¿O desempeña una tarea concreta que los expertos en genética no han comprendido hasta ahora? Es difícil creer que miles de años de evolución hayan llevado a cuestas tantos fragmentos inútiles de desperdicios genéticos.
Aunque nuestros conocimientos están ampliando siempre sus fronteras, todavía no sabemos prácticamente nada de su contexto universal. Pero seguimos comportándonos como si lo supiésemos todo. A mí no me desconciertan en absoluto los profetas de la religión jainista, los tirthamkaras, ni el «super-Buda». Estos fenómenos no están reñidos en absoluto por mis teorías, como tampoco lo está la existencia de personas vivas como Sai Baba, en la India, que hace milagros. ¿No es posible que el mensaje codificado haya sido activado en él con cierto adelanto? Sabemos por experiencia que los genes humanos sólo liberan determinados mensajes después de cierto tiempo. Los niños de seis años no tienen barba ni son maduros sexualmente. El vello corporal y la madurez sexual sólo se presentan cuando se han alcanzado ciertas etapas físicas; entonces se activan determinadas hormonas que se liberan por los códigos y los mensajes genéticos. Pero el código del vello corporal estaba presente desde el principio: estaba dormido en el niño recién nacido, estaba programado en cada célula desde la misma concepción. El mensaje estaba allí, pero no le había llegado el momento.
¿No es posible que la «basura genética» desempeñe en nosotros la misma función? ¿Llevamos dentro de nosotros una información que sólo espera una señal (algún tipo de mensaje) para despertarse? La tecnología informática ya está experimentando con interruptores atómicos en los que un solo electrón activa el proceso binario de «sí» o «no». Este interruptor asombroso, tan rápido como la velocidad de la luz, fue descubierto por el físico ruso Konstantin Licharev. Se llama «efecto túnel de electrón único (SET); su eficacia se ha demostrado, y se cree que es el modelo para el desarrollo de la miniaturización definitiva de la microelectrónica[77]. Pero si un electrón puede servir de interruptor para dirigir un ordenador en un sentido u otro, seguramente también podrá despertar un código o mensaje genético innato.