Se decía que la semilla que, al crecer, se convirtió en el rey acadio Hammurabi (1726-1686 a. C.) había sido implantada en su madre por el dios solar. Hammurabi se convirtió más tarde en el mayor de los legisladores. De él proceden las leyes y reglas más antiguas que se conservan destinadas a ordenar la vida social humana: el Código de Hammurabi. Esta estela de piedra de más de dos metros de altura, en la que se grabaron dichas leyes, fue desenterrada a principios de nuestro siglo en Susa. Hoy puede contemplarse en el museo del Louvre de París. El Código de Hammurabi contiene 282 párrafos; según Hammurabi, se los comunicó el dios del cielo (del mismo modo que Moisés recibió las Tablas de la Ley directamente de la mano de Dios). En la «introducción» a su recopilación de leyes, Hammurabi dice expresamente que «Bel, el Señor del cielo y de la Tierra» lo había escogido a él para que «difundiese la justicia por la Tierra, para que destruyera a los malvados y para que evitara que los fuertes sometieran a los débiles»[67]. Y, naturalmente, el pueblo esperaba el regreso de su legislador.
Lo único que podemos saber, volviendo la vista atrás, es que Hammurabi consiguió algo notable, y que se distinguió de todos sus contemporáneos por varios actos que se salían de lo común. Naturalmente, podría suponerse que sólo se le atribuyera un origen divino después de su muerte, si no fuera por la estela de piedra que tiene grabado su propio testimonio, escrito durante su vida, según el cual había sido elegido por los dioses. ¿Debemos tildar de mentiroso al legislador supremo? Eso sería como acusar a Moisés de inventarse la historia de que había recibido las tablas de piedra en la montaña sagrada.
Nosotros, las personas modernas, sabias y superiores, «sabemos», por supuesto, que la semilla del rey Hammurabi no podía proceder de ningún modo del dios solar. Pero ¿cómo lo sabemos? No estábamos delante, y el esqueleto de Hammurabi no ha sido sometido nunca a un análisis genético. Es muy característico de la lógica humana que rechacemos la pretensión de Hammurabi de haber mantenido contactos con seres de otros mundos mientras aceptamos los relatos de Moisés y de otros profetas.
El rey asirio Asurbanipal (668-622 a. C.), en cuya biblioteca de tablillas de barro cocido se descubrió la Epopeya de Gilgamesh, también fue concebido virginalmente. Era hijo de la diosa Istar, que lo crió a sus pechos. Istar debía de proceder de otros mundos, pues en un texto cuneiforme se dice: «Sus cuatro pechos caían sobre tu boca; tú mamabas en dos, y ocultabas la cara en dos»[68]. Así es: cuatro pechos, los suficientes para darnos envidia a algunos. Este rey Asurbanipal recibía la autoridad de sus decisiones de los «consejos divinos» de los dioses Bel, Marduk y Nabu. Este último era el dios omnisciente del que la humanidad aprendió la escritura. En el Louvre se conserva un relieve cilíndrico en el que Nabu aparece representado junto a Marduk. El templo principal de Nabu estaba situado en Borsippa y llevaba el nombre de «Templo de los Siete Transmisores de Órdenes del Cielo y la Tierra». Extraño nombre.
¿Eran todas estas cosas simples fantasías de la élite gobernante para darse importancia? ¿Llegó a depender su autoridad de que el pueblo y los sacerdotes creyeran que tenían un origen divino? Personalmente, yo no lo creo. No todos los reyes y fundadores de religiones aseguraban llevar dentro de sí una «semilla divina»: sólo algunos de esos albores del tiempo imposibles de fechar estaban convencidos de que llevaban un código genético muy especial, que debían transmitir. No debemos olvidar que aparecen relatos semejantes en muchas tradiciones diferentes y en diversos textos sin fecha: en los textos egipcios, en Enoc, en los textos jainistas y, naturalmente, en los apócrifos del Antiguo Testamento. En éstos últimos se habla también de maestros divinos, aunque se llamen «ángeles caídos»; y también allí, entre las brumas de la tradición judía, nos encontramos con abundantes personajes cuya semilla no era de origen terrenal. Naturalmente, estas cosas no son muy bien acogidas por el público, que las recibe con precaución. Y de pronto se dice que Erich von Däniken está conchabado con una pandilla de racistas idiotas, como si fuera yo el que hubiese inventado la idea de «la semilla celestial» y de «los elegidos». No se me puede responsabilizar de estos conceptos: están tomados directamente de antiguas tradiciones y textos que eran sagrados para muchos pueblos.
Sin ir más lejos, Noé, el superviviente del diluvio, no era un cualquiera. A su padre terrenal se le llama Lamec, pero en realidad Lamec no era su padre biológico: cualquiera puede leerlo en los manuscritos del mar Muerto[69]. Allí se dice que cierto día Lamec regresó a su casa de un viaje que había durado más de nueve meses. Cuando llegó se encontró con un niño recién nacido que no era de su familia: tenía los ojos distintos, el pelo de color distinto y la piel distinta. Lamec, furioso, interrogó a su esposa, que le juró por todo lo sagrado que no se había acostado con ningún extraño, ni mucho menos con un soldado o con un hijo del cielo. Lamec, preocupado, fue a pedir consejo a su padre. Éste era el mismísimo Matusalén. Matusalén no le pudo aclarar la cuestión, de modo que fue a consultárselo a su vez a su padre, el abuelo de Lamec. Y ¿quién era éste? Nuestro amigo Enoc. Éste dijo a su hijo Matusalén que Lamec debía aceptar al niño como a su propio hijo y que no debía enfadarse con su esposa, pues los «guardianes del cielo» habían dejado la semilla en el vientre de su esposa. Lo habían hecho para que del huevo en nido ajeno, por así decirlo, saliera el progenitor de una nueva raza tras el diluvio.
Este episodio demuestra que Enoc (que subiría más tarde a las nubes en un carro de fuego) ya estaba informado del diluvio catastrófico que se avecinaba. ¿Quién se lo había dicho? Los «guardianes del cielo». Y ¿quién había organizado la fertilización artificial de la esposa de Lamec? Estos mismos viajeros del espacio.
Con estos ejemplos intento iluminar las crónicas y las tradiciones que se encuentran por todo el mundo y que han existido durante miles de años. Esta alta sociedad divina, estos innumerables hijos de dioses, nos saltan a la cara de casi todas las mitologías del mundo.