Actualmente es bien sabido que todo tipo de materia (ya sea una mesa o un trozo de hueso) se puede reducir al nivel atómico. El átomo mismo está compuesto de partículas subatómicas, una de las cuales es el electrón, que oscila a un ritmo inconcebible de 10 elevado a 23 veces por segundo. Los jainistas considerarían la materia de este electrón como «fina-fina»: ya no es posible captarla y, además, es inmortal. Los átomos pueden pasar a todas las cadenas y combinaciones posibles, pero el electrón los acompaña siempre. Actúa como «el espíritu dentro de la materia», de manera parecida a un campo magnético o a una onda de radio, que penetra sustancias determinadas. Y resulta que los pensamientos de toda forma de vida influyen sobre sus obras. «La sustancia del mundo es la sustancia del espíritu», escribió el astrónomo y físico inglés Arthur Eddington (1882-1944). Y Max Planck, ganador del premio Nobel, lo formuló con estas palabras:
¡No existe la materia como tal! Toda la materia surge y se sustenta únicamente en virtud de una fuerza que hace oscilar las partículas.
Nuestra existencia es la consecuencia de un acto previo. No existiríamos sin una vida anterior que nos hiciera aparecer. (Y esto no cambiará aunque, en el futuro, aprendamos a crear vida artificialmente). Dicho de otro modo, toda existencia es un eslabón en la larga cadena de las existencias futuras previas. Dado que nuestros pensamientos dirigen nuestros actos, estos actos dejan su rastro, a su vez, sobre nuestra mente o nuestro espíritu. Podríamos describir, por ejemplo, un campo magnético como mente, pero es una mente que desempeña una influencia sobre la materia. Los jainistas conciben lo que llamamos «alma» como la materialidad «fina-fina» del cuerpo físico. Esta materialidad está tan intocada por el cuerpo como el electrón lo está por el núcleo del átomo. El electrón pertenece al átomo, pero los dos no entran nunca en contacto entre sí. El átomo puede cambiar de posición, unirse a otros para formar cadenas moleculares gigantescas, y siempre estará acompañado de electrones; pero lo raro es que no son los mismos electrones, pues el electrón «salta» de un átomo a otro, por ejemplo, cuando se le aplica calor. Y en la misma milmillonésima de segundo en la que un electrón salta a un nuevo átomo, otro electrón ocupa el lugar que deja vacío. De modo que tenemos una actividad «fina-fina» eterna e inmortal, una oscilación más allá del átomo material.
Los jainistas ven el karma del mismo modo. No importa qué le suceda al cuerpo, que se queme o que se lo coman los gusanos, pues el karma sigue siendo inmortal. Este karma contiene toda la información sobre la forma vital a la que pertenece. A lo largo de la vida pensamos y sentimos; estos pensamientos y estos sentimientos se trasponen sobre la sustancia «fina-fina» del karma, como en un grabado. Cuando este karma se forma sobre un nuevo cuerpo, ya contiene toda la información de su existencia anterior y sigue conteniéndola para toda la eternidad. Pero, dado que el fin último de la vida es alcanzar un estado de serenidad absoluta (siendo uno con Brahma), el karma nos conducirá a esa meta por una serie de incontables reencarnaciones.
Esta manera de pensar no está demasiado alejada de la filosofía moderna y de los descubrimientos de la física moderna. Lo que puede asombrarnos, no obstante, es que unas teorías tan complejas fueran enseñadas hace miles de años y por unos maestros que aparecieron de las profundidades del universo. La última época de los jainistas (a la que siguen nuestros propios tiempos) comenzó hacia el 600 a. C. con el último de los 24 tirthamkaras. Este tirthamkara se llamaba Mahavira, y ¿quién era? Era el hijo de un rey, cuyo embrión fue implantado en el vientre de su madre, la joven reina, por seres celestiales[64]. Se espera que todos estos maestros celestiales de la Antigüedad habrán de reaparecer, renacidos en nuevos cuerpos. Existen muchas pinturas jainistas antiguas en las que aparece representado el vigésimo cuarto tirthamkara, el profeta Mahavira. Por encima de la procesión en su honor, que aparece representada en la sección de ilustraciones de este libro, flotan cinco aeronaves celestiales.
Existe una diferencia marcada entre las expectativas del regreso de los dioses por parte de los jainistas y las de los cristianos, los musulmanes o los judíos. Estos últimos creen que aparecerá un mesías y un alto juez, después del cual los fieles disfrutarán de la gloria celestial mientras los infieles se asan en el infierno. Los jainistas no esperan a un solo salvador, sino a varios a la vez. Los profetas o tirthamkaras regresan constantemente, en cada una de las épocas. Después de su aparición no hay un fin del mundo definitivo, no se alcanza el gozo y el néctar celestial, ni tampoco la condenación eterna, sino que comienza simplemente un nuevo acto en el drama del universo. Los tirthamkaras tienen menos de salvadores que de ayudantes. Preparan a los seres humanos para la etapa y para la época siguiente. Por eso nacen como seres humanos (recordemos al «hijo del hombre» en las profecías de Enoc); pero su sustancia, su conocimiento kármico, procede del universo. No son fuerzas terrestres, sino extraterrestres las que implantan la semilla o el embrión en el vientre. Vale la pena recordar, asimismo, que estas ideas estaban extendidas varios siglos, o incluso varios miles de años, antes del nacimiento de Cristo, y que los jainistas mal pueden haber tomado del cristianismo el concepto del nacimiento virginal: ¡más bien será al revés!
No es de extrañar que unos maestros cósmicos tales como los tirthamkaras estuvieran versados en la astronomía y en la astrofísica. De tales fuentes aprendieron los jainistas sus fechas astronómicas, que a nosotros nos resultan incomprensibles. Sus enseñanzas muestran que fueron capaces de medir las dimensiones del universo. Su unidad de medida era el rajju, la distancia que recorre Dios volando en seis meses, cuando viaja a 2 057 152 yojanas por segundo.
Las enseñanzas jainistas dicen que la Tierra está rodeada por tres capas, que se diferencian por su densidad: densa como el agua, densa como el viento y densa como un viento fino. Más allá está el espacio vacío. Nuestra ciencia moderna ha llegado a la misma conclusión: atmósfera; troposfera, que contiene nitrógeno y oxígeno; y estratosfera, con la capa de ozono. Más allá está el espacio interplanetario.
Actualmente, la gente admite cada vez más la idea de que deben existir en el universo otras formas de vida aparte de las terrestres. Los jainistas lo han creído siempre: para ellos, todo el universo está lleno de formas de vida que están repartidas desigualmente por los cielos. Es interesante advertir que aunque reconocen la existencia de las plantas y de las formas de vida básica en muchos planetas diferentes, afirman que sólo en algunos planetas determinados existen seres dotados de «movimiento voluntario»[65].
Los filósofos de la religión jainista describen las diferentes características que poseen los habitantes de los diversos mundos. Los cielos de los dioses tienen, incluso, un nombre: son los kalpas. En ellos, al parecer, se pueden encontrar maravillosos palacios voladores: unas estructuras voladoras que forman muchas veces ciudades enteras. Estas ciudades celestiales están alineadas unas sobre las otras de tal modo que los vimanas (los carros divinos) pueden salir en todas direcciones desde el centro de cada «nivel». Cuando termina una época y están a punto de nacer nuevos tirthamkaras, suena una campana en el palacio principal del «cielo». Esta campana hace que suenen campanas en los otros 3 199 999 palacios celestiales. Enseguida, los dioses se reúnen, en parte por amor a los tirthamkaras y en parte por curiosidad. Y a continuación, transportados por un palacio volador, visitan nuestro sistema solar, y comienza una nueva época sobre la Tierra.