El Apocalipsis

Naturalmente, sólo se van a salvar los leales y los fieles, los devotos, los que creen ciegamente en las sagradas escrituras. Pero si me preguntáis en qué sagradas escrituras, no sabría decíroslo, pues todas las religiones de esta casa de locos terrenal creen que sólo sus escrituras revelan la verdad. Está profetizado que un juez celestial aparecerá «sobre las nubes» para medir las obras buenas y malas con una vara inapelable. Y antes de que los afortunados escogidos sean llevados al cielo, el resto de la humanidad será azotado, golpeado, torturado y descuartizado.

Es San Juan quien nos proporciona la descripción más apasionante de todo ello en su libro llamado Revelación o Apocalipsis, el último de los textos que figuran en el Nuevo Testamento. Leemos en él que se romperán y se abrirán nueve sellos y que con cada uno de los sellos vendrán nuevas plagas a azotar a la humanidad. Sonarán trompetas, y con cada toque sucederán hechos horribles en los que se convierte en sangre una tercera parte del mar, muere la tercera parte de todas las criaturas y se hunde la tercera parte de todos los barcos.

Pero es peor todavía lo que pasa cuando suena la tercera trompeta (8, 10-11):

Y cayó del cielo una grande estrella, ardiendo como una antorcha, y cayó en la tercera parte de los ríos, y en las fuentes de las aguas. Y el nombre de la estrella se dice Ajenjo. Y la tercera parte de las aguas fue vuelta en ajenjo, y muchos hombres murieron por las aguas, porque fueron hechas amargas.

Por último, el Sol y la Luna quedan envueltos en la oscuridad y la gente sufre la plaga de todas las criaturas imaginables (langostas, escorpiones, etcétera) sin el consuelo de poder morir. El terror no tiene fin: entran en escena caballos con cabeza de león que vomitan fuego, humo y azufre.

No tengo idea de qué cerebro surgieron estas pesadillas, ni de qué tipo de «visiones» sufría San Juan. Lo que sí sé es que se pueden encontrar diversos elementos de este Apocalipsis tanto en los textos, muy antiguos, de Enoc como en los del profeta Daniel, mucho más reciente (7, 1-27).

Por contraste con las catástrofes que han ocurrido hasta ahora en la historia mundial y que se han ceñido a regiones geográficas relativamente pequeñas, el Apocalipsis de San Juan profetiza una destrucción mundial de la que no se librará nadie, y un juicio y ajuste de cuentas final.

¿De dónde proceden, pues, estas ideas, estas imágenes de un terrible ajuste de cuentas seguido de la redención de los elegidos? Y, más concretamente: ¿qué clase de Dios «infinitamente misericordioso» es éste que atormenta y mata a los no creyentes y los deja asarse en el fuego eterno del infierno?

La imaginación humana no sólo puede tener visiones hermosas: es igualmente capaz de evocar escenas terribles. Las personas iracundas desean que sus enemigos vayan al infierno, y a continuación se imaginan el infierno en su forma más espeluznante. También está claro que las personas buscan un consuelo a sus sufrimientos terrenales esperando un mundo más hermoso en el que las cosas les irán mejor. Por extensión, pueden desear también que los otros (los malos, los injustos, los ricos, los ateos, etcétera) reciban su merecido y que les toque sufrir mientras ellos beben el néctar de los dioses y gozan de la gloria del paraíso.

Ay, qué injusto es el mundo:

pues a mí me va mal mientras a ti te va bien.

El mundo sería mucho menos perverso

si yo estuviera mejor y tú estuvieras peor.

Cuanto peor están las cosas en el mundo, más anhelan las personas una edad de oro futura en la que reinen la justicia y la igualdad. Como «de la nada no puede salir nada», ni siquiera una edad de oro, hace falta un rey de algún tipo, un jefe, un resucitado, un redentor, un profeta; en otras palabras, alguien que tenga el poder suficiente para limpiar esta pocilga y para sacarnos de aquí. Este deseo, comprensible psicológicamente, es responsable de todas las resurrecciones, de todos los mesías y de todos los profetas que hemos disfrutado a lo largo de los siglos. Voy a describir algunos ejemplos asombrosos.