EN UNA de sus últimas cartas, tía Clara le adjuntaba a Jonás una tira fotográfica con tres fotos de fotomatón. Las fotos eran malas, apresuradas, deficientes, «hechas en la Puerta del Sol», según le decía ella en la carta.
Jonás estuvo mucho tiempo mirando aquellas fotos en solitario, aquellas tres fotos que eran la misma, pero cada una tenía un defecto o fallo diferente (un pendiente que no existía en otra foto, una mancha que en las dos anteriores era una flor). En cuanto al gesto de tía Clara, sus ojos y su boca, aquellos inmensos lagos de tristeza, y de firmeza, aquella inteligencia que modulaba sus finos labios, todo eso había quedado como perdido, simplificado por el fotomatón.
Jonás ya sabía que aquello era fotomatón, claro, pero la imagen le llegaba más adentro, por contraste de la imagen que se tiene siempre de los distantes amados, y por la imagen concreta, azul y viajera, que él conservaba de tía Clara, el día de la estación. Ahora, lo que le llegaba de ella eran unos ojos duros, una boca hermética, una belleza como militante. ¿Será que Madrid hace así a la gente?, se preguntaba Jonás. ¿Será que tía Clara se está disolviendo entre ese incalculable millón de habitantes que tiene Madrid? ¿Será que Madrid endurece y desvanece, al mismo tiempo, a sus ciudadanos, haciéndolos más concretos y menos ellos, en un proceso monstruoso?
Jonás tenía la respuesta sencilla a todo esto. No era más que una mala foto de fotomatón, multiplicada por tres. ¿Y por qué tía Clara le enviaba aquella foto? ¿Es que ella era ahora así, es que se veía así? La pequeña tira fotográfica tuvo a Jonás desazonado y descorazonado mucho tiempo. Ni siquiera se la enseñó a tía Algadefina. Pensó en romperla, pero tampoco se atrevía a eso.
Y de pronto, en un velasueño, en una duermevela, comprendió una cosa con espanto: que aquella foto le quitaba culpabilidad por acostarse con tía Algadefina, que aquella foto anulaba la carta providencial y admonitoria, que tía Clara, madre o lo que fuese, se estaba convirtiendo en otra mujer, la estaba transformando y deshumanizando Madrid, la gran ciudad, la capital, y que seguramente pensaba mucho más en la política que en él. ¿Por qué serle fiel a una cartulina con la triplicación exasperante de una cara? Seguidamente comprendió que todo esto último era un recurso fácil para quitarse culpabilidad y que tía Clara, en Madrid, seguiría siendo ella, con su energía tranquila, su paz de hierro, su abrigo como con un león vivo anudado al cuello, sus manos de priora y sus pies de alto empeine con zapatos de pulsera a la última moda. No sabía, pues, qué hacer con la foto, con las fotos, hasta que las metió dentro de un libro detestable (Baroja o así), y metió el libro a lo loco en los estantes altos de su biblioteca, donde no lo iba a encontrar nunca (ni el libro a él).
En cualquier caso, el proceso se había puesto en marcha: tía Clara se iba perdiendo en la lejanía y la multitud de Madrid, tía Algadefina se iba concretando y ahusando en su enfermedad y su pecado, y él vivía la gran historia de su vida —qué inolvidable lo de Schumann y Juanito, cómo había tocado ella el piano aquella tarde, con esa cosa que las muertas tienen de ángeles, o que los ángeles tienen de muertas.
¿Qué contestarle a tía Clara? ¿Qué decirle de la foto/fotomatón? Se sentó a la mesa, desenroscó la estilográfica (negra, veteada en oro, herencia y recuerdo de la propia tía Clara), y estuvo con el plumín de oro sobre el folio toda una mañana o toda una tarde o toda una noche.
Cuando despertó no había escrito una sola línea y tía Algadefina tosía en la buhardilla de al lado.
Se refrescó la cara en el agua helada del palanganero, redonda como una luna dormida, por acudir presto a la enferma. «La vida o la muerte inmediatas son lo que tira de uno; el presente manda», se dijo saliendo.