TOMÁS Tarancón, como empezó a firmarse Tomasito en el periódico local, hacía unos artículos especiosos donde trataba de cohonestar la dictadura del general Primo con el viejo liberalismo español, «liberalismo dentro de un orden», y todo esto a Jonás le daba como un poco de asco y pensaba que, cuando él se incorporase a la redacción del periódico, escribiría la verdad de la Historia, aunque fuese una verdad oblicua y sesgada, que también se sabía ya los trucos del oficio.

«Estos clericales subversivos siempre acaban en civiles represivos», se decía.

Tomás Tarancón —Tomasito— empezó a tener gran éxito local con sus crónicas y sus artículos de opinión, lo suficientemente ambiguos y eruditos como para que cada lector les hiciese su propia lectura (no otro es el secreto del periodismo, se decía Jonás). Desde la derecha y desde la izquierda, desde el africanismo y desde el anticolonialismo, caía bien este Tomás Tarancón. Qué tío, y lo que sabía.

Domingo, por la tarde. Canción de Campo. Schumann. Melancólicamente. Juanito lo tocaba al piano. Jonás escuchaba pensando en tía Algadefina, que sin duda lo estaba escuchando allá arriba, y Tomasito no lo escuchaba, sino que agitaba su pequeña garra derecha minuciosamente, como un gato, para limpiarla de briznas de tabaco, y pensaba un editorial para el periódico.

Juanito tocaba erguido, desinspirado y pleurésico. Tía Algadefina apareció en lo alto de la escalera, aureolada de claraboyas, trenzas de oro macizo (respuesta simétrica de la vida a las trenzas de ceniza de bisabuela Leonisa), camisón largo y estrecho, de dormir, mano lírica en la barandilla y pies desnudos en la escalera. Bajó como un sueño hasta la reunión de los tres jóvenes.

Juanito había dejado de tocar. Algadefina se acercó a él. Jonás estuvo a punto de sentir celos:

—Joven, la Canción de Campo no es así. Schumann no se toca así. La melancolía de Schumann no es la melancolía de usted. Escuche.

Y Algadefina se sentó en el taburete del piano, que Juanito le había cedido prestamente.

Algadefina, al piano, con la crencha rubia partida en dos trenzas, con la blanca espalda ahusada al aire del escote de la espalda, era una visión que hizo un Schumann muy superior a Schumann.

Los tres muchachos aplaudieron al final (hasta Tomasito se había enterado: «prometo escribir algo en el periódico, una cosa lírica de «Tomás Tarancón»: se había puesto el nombre de su pueblo, como tantos otros periodistas sin imaginación). Juanito se acercó a ella y le besó las dos manos. Jonás tenía cada vez más celos:

—Beso, señora o señorita, estas manos mágicas y poéticas. Es usted un hada de la música.

—Eso de «hada de la música» me queda un poco cursi. Lo que le ruego, joven, es que no vuelva a martillear mis siestas de domingo con su Chopin torpe y su Schumann imposible. Gracias.

Juanito comprendió que le estaban echando. Se cuadró militarmente y salió de la casa, sin despedirse de sus amigos. Jonás estaba feliz ante la derrota de aquel imaginario rival. Ayudó a tía Algadefina a subir la escalera. Se había fatigado mucho tocando Schumann. Casi la llevó en brazos, desnuda bajo su camisón modern/style. En la habitación de ella hicieron el amor, larga y penosamente, hasta que el cielo inmediato les entró por la ventana, excesivo de estrellas. Tomasito, naturalmente, se había ido detrás del frustrado pianista. Tendido bocarriba en la cama de Algadefina, con el universo en la ventana y la muerta al lado, tan dulcemente dormida («que muera así, Dios mío»), Jonás pensaba en Juanito como el doble suyo que había sido. Pero los dobles siempre se vuelven contra uno y nos quitan el amor. Tía Algadefina había estado magnífica y moribunda frente a aquel cursi que tocaba de oído. Jonás cogió una mano dormida y lilial de su tía/madre/amante/novia/muerta/viva, y se durmió, asimismo, lisamente, en mitad del universo y bajo la dulce buharda.