LA POTI, con un niño en el hospicio y el brigada Nicomedes seguramente muerto bajo el fulgor de África, minuciosamente despedazado por las aves del desierto, que son muy miradas y comistrajas, la Poti, se dice, tomó el camino de las Claras, como la hija de don Lupicinio, como las hermanas de Jonás, como tantas otras.
De modo y manera que la Poti se metió de clausura y sus padres repetían, sin saberlo o recordarlo, los paseos dominicales de don Lupicinio y señora, por la acera de sol o la acera de sombra, según la estación, para llevarle un regalo a la santa reclusa (regalo que se quedaba, como es sabido, la hermana tornera) y hablar a través de la alambrada de sombra con el fantasma sepia de su hija.
Fantasma que con los años, naturalmente, se fue transformando, ajenando, extranjerizando, hasta que estos padres tuvieron la sensación de hablar con una desconocida, porque el convento y el tiempo las transformaban o porque la niña había muerto o sido trasladada a otro convento, y sustituida por cualquiera. Pero jamás cesaron en sus visitas, como don Lupicinio y señora.
Mañanas del Bar Cantábrico, tranquilas y con un laguito de sol en las jarras de agua. África se había pacificado, gracias a Primo de Rivera, según le informó tía Clara a Jonás, en carta al respecto, y ahora los cadetes se paseaban por delante de los capitancitos, a cualquier hora del día, como diciéndoles: «De nada ha servido vuestra guerra de mercenarios y aficionados; un militar de carrera, un gran general ha resuelto el conflicto; no sois más que unos aventureros, unos forajidos.» Pero don Gonzalo Gonzalo, el africanista más bizarro, había muerto de escopetazo en el lecho de una virgen (lo cual tampoco es muerte deshonrosa), y el cadete Pencos había muerto en duelo, defendiendo a la Academia toda, cuando ya no pertenecía a ella, frente a don Gonzalo Gonzalo.
Ahora la Academia le recordaba y exaltaba. Como eran los más peleones de cada bando, el Bar Cantábrico se había serenado mucho (y no digamos el palacete de los Hernández), y sólo se vivía esa paz militar, culpable y soleada de las dictaduras.
Hasta llegaron a entablarse partidas de mus, tute y póker entre africanistas y cadetes. A la hostilidad del Cuerpo la había sustituido la hostilidad del juego, que más que hostilidad es camaradería. La guerra había terminado también en la pequeña ciudad.
La Ubalda y la Pilar se fueron de la casa cuando les llegó el turno, porque ya eran menos familia y porque no se podían mantener tantos gastos. El general Primo de Rivera le había metido una como cierta sobriedad a la vida española, sobre todo de los hidalgos para abajo, o sea de los Hernández para abajo, ya que los plutócratas y agiotistas de Madrid seguían a flote, según las cartas de tía Clara a Jonás.
Las tribus de la pobreza, esa otra prehistoria que es la pobreza; la pobreza como una muela podrida, desgajada del esqueleto de la riqueza: habían parecido menos pobres a la sombra de la riqueza de los Hernández: ahora eran un raigón desarraigado que se iba de la casa con todas sus caries al aire, éxodo de sacos, holocausto de paquetes, ruta de niños rubios y mezquinos camino de los barrios bajos. Incluso la familia de la Ino. La Ino, en un gesto de hidalguía, se lo había dicho a la señora, o sea a bisabuela Leonisa:
—Esta casa no tiene por qué mantener criados inútiles. Yo me quedo y ellos se van.
Admirable laconismo de los pobres. ¿Dónde había aprendido la Ino a hablar así? Admirable escuela, la pobreza. Y Jonás vio marchar también, desde el ventano de su buharda, a la prole de la Ino, con el hombre delante, el Hombre, por cómo ella lo pronunciaba, en caravana de bultos, maletas de cartón, muebles inexplicables e inútiles, porcelanas robadas al palacete (sólo las melladas), y niños y adolescentes. Toda aquella humanidad que había nacido (milagro) del cuerpo seco y díptero de la Ino.
Jonás, tras la visión de aquel exilio casi soviético, pasó de su buharda de estudiante (la prefería a la habitación de los tres hermanos, ahora disponible para él solo), a la buharda de tía Algadefina, que en aquel momento volvía a la cama:
—¿Has visto lo que yo he visto? —dijo Algadefina.
—Lo hemos visto los dos y debiéramos haberlo visto juntos. Eran como los judíos huyendo de Prusia o como los aristócratas huyendo de Rusia.
—O como los sefarditas huyendo de España, en el noventa y dos —dijo Algadefina.
—Tienes razón —y se sentó a los pies de su cama—. Hemos vuelto a expulsar a los moriscos y a los judíos.
—Nos pasamos la Historia expulsándolos —dijo Algadefina—. Así nos va. Ellos estudiaban matemáticas y nosotros no. Por eso los echó Reyna Ysabel. Los moros y los árabes conocían la cultura del agua y nosotros no. En vez de aprender y asimilar sus culturas, les echamos de España, y nos quedamos con Trento, Jonasito, niño, amor. Con Trento, Torquemada y la Contrarreforma. Así nos va, repito.
—¿Y por qué ese afán de expulsarles, si llevaban ocho siglos con nosotros, si eran nosotros? —Por eso, mi niño, miniño, porque siempre se expulsa al superyó del yo. ¿No has leído a ese nuevo doctor llamado Freud? —Algo me ha explicado Tomasito, un amigo que viene los domingos.
—Pues pregúntale a Tomasito. La guerra entre el yo y el superyó es constante dentro de nosotros y dentro de los países. África es nuestro Superyó colectivo, nuestro Imperio, y por eso se nos rebela, se quiere independizar, y la sometemos con imbéciles como don Gonzalo Gonzalo, o como don Miguel Primo de Rivera, pero el yo acaba escindiéndose del superyó, o a la inversa, mejor, y es cuando una persona o un país se queda a solas consigo mismo.
—Ya perdimos Cuba y las colonias…
—Por eso nos aferramos a África, al resplandor de África.
—¿Quieres decir que Pilar y la Ubalda eran nuestro superyó? Algadefina rompió en una carcajada que terminaría en tos.
—Eran más bien nuestro ello. O nuestro infrayó. Por eso no podíamos soportarlas.
—¿Y la Ino? —La Ino se ha integrado en el gran Yo de la familia como ciertos elementos externos de la infancia se incorporan para siempre a nuestra personalidad.
—De todos modos, me ha dado pena verles cómo se iban.
—A mí también, Jonasito. Es nuestra familia la que se desfleca.
—Sí.
—Sí. Por cierto, ¿es ese Tomasito el que toca tan mal a Chopin y a Shumann en tus cafés de los domingos? —No. Es otro. Juanito. Si quieres conocerle, te lo subo aquí. Ya te he dicho, un cadete frustrado por la pleura que venera a su padre porque murió en África.
Algadefina advertía el rencor morrongo que había en las palabras celosas de Jonás.
—No tengo ningún interés, mi niño.
Y Algadefina y Jonás hicieron el amor inexplicablemente, inesperadamente, insensatamente, contra las leyes de la vida y la familia, contra las leyes de la enfermedad y la juventud, contra las leyes de la vida y la muerte. Para Jonás fue como hacer el amor con un ángel hembra en la otra vida, un paraíso de suspiros, urgencias blancas, orgasmos soleados, dulcísimas penetraciones y florales eyaculaciones, más de la entomología que de la biología. Jonás, luego, solo en su buharda, se preguntaba si había yacido con su madre, con su tía, con su Ángel de la Guarda o con una flor/mariposa, con una muerta o con una viva.
En todo caso, estaba seguro de que aquello no había hecho más que empezar.
«Mi muy querido niño:
»espero que estés bien y estudies algo, como veo por tus cartas (más por lo buenas que son literariamente que por lo que en ellas me dices, que es poco). Pese a estar aquí en Madrid, y dedicada a algo muy inminente, que todavía no te puedo contar, sabes que sigo casi día a día todo lo que pasa en esa casa y en esa ciudad, y sé, por tanto, que don Félix no encuentra bien, últimamente, a tía Algadefina. Conozco la vida que hace, sé que reposa mucho, que se ha trasladado a una de las buhardillas, ahora que se han ido tantos criados de sobra, y que respira un aire más puro y mejor para sus pulmones. Pero la tos de tía Algadefina nunca me gustó, aunque no se lo dije a nadie (ni a ti), porque eso sólo conduce a alarmar a la gente sin resultados. Hoy creo que, loca bisabuela Leonisa, tan encerrada en sí la Ino, tan viejo ya el pobre don Félix, sólo tú, que eres un hombre y no ya un niño, no lo olvides, puedes cuidar de tía Algadefina, que, por ser mi hermana pequeña es un poco como mi hija y como tu hermana. Cuida, mi niño, de que no se fatigue, de que no se levante mucho, de que respire siempre aire puro y no toque el piano ni haga ejercicios que puedan fatigarla.
Te diría, casi, si no temiese ponerme dramática, que sólo tú puedes salvarla.
»Otro día te hablaré de más cosas. Ahora es esto lo que me urge. Muchos besos para bisabuela Leonisa, para la Ino, para tía Algadefina y, para ti, el cariño inmenso de quien mucho te quiere,
»tía Clara.»
El Ángel del Paraíso con su espada de fuego. Con su Espada de Fuego. Por qué no seguir utilizando las mayúsculas. Tía Clara, remota y madrileña, con su clarividencia de las cosas, le estaba reprochando, sin saberlo, por supuesto, el haber sometido a la enferma mortal a una pasión agotadora, en vez de cuidarla como una monja.
Jonás anduvo por los bajos de la casa, paseó por calles perdidas, se hurtó a los amigos de siempre, subió menos, o nada, a la buharda luminosa de tía Algadefina, que iba a morir como dentro de un diamante de luz. ¿Y no es la pasión loca y suicida por una muerta más generosa y confortativa para ella, más llena de felicidad, que los cuidados de una «monja», como decía tía Clara en su carta? «Si tía Algadefina va a morir, cosa en la que sólo he pensado vagamente, desde el día en que, bailando, tuvo una hemoptisis sobre mi solapa, quizá prefiero que muera feliz, llena de un gran amor, incestuoso o no, incestuoso en todo caso (y ya ha leído uno cosas sobre el tabú de la endogamia, qué coño), a que muera asistida por los cuidados pálidos de una familia fragmentada y un médico viejo. Pero todo esto no son más que coartadas para proseguir mi inconfesable relación con tía Algadefina, a la que seguramente estoy matando con una vida sexual intensa que ya no puede sostener. ¿Se lo digo todo? ¿Le leo la carta de tía Clara? Eso sería lo mejor. También sería una manera cobarde de desentenderse. Momentáneamente, voy a distanciarme un poco de tía Algadefina. No hago más que dar vueltas por esta casa. Parezco Hamlet dando vueltas por Elsinor.
Estoy podrido de literatura. Soy una mierda. No sirvo para las situaciones reales y concretas, como ésta.» Bisabuela Leonisa, trenzas de ceniza, camisón de boda y escopetón de perdigones, patrullaba la casa solitaria día y noche. La Ino lo hacía todo mejor que nunca —comidas, planchados, zurcidos, lavados—, como convertida a la religión de los Hernández, en la que había entrado de clausura, como la hija de don Lupicinio, las hermanas de Jonás y la Poti entraran en las Claras.