LA PRIMA Marta acabó abarraganándose con el director de la oficina donde trabajaba, un extranjero de pelo blanco, delgado y seco, pero mucho mayor que ella, porque las compañías alemanas extendían ahora su imperio industrial por Europa, tras la guerra del 14, ya que les había fallado el Imperio imperial.

La prima Marta, como tantas mujeres, había pasado del amor puro y frustrado a la barraganía por dinero con un señor casado, lo cual no se sabe si demuestra la proclividad de las mujeres a la barraganía o la proclividad de los señores casados y extranjeros o nacionales a la barraganía. Algo demuestra este caso, pero Jonás no tenía muy claro el qué.

De lo que sí le servía a Jonás la parábola casi evangélica de la prima Marta (en bocas y lenguas de toda la ciudad, que a su vez era toda ella lengua y boca), era de apólogo moral y contraste entre la conducta de tía Clara, viajante a Madrid como enfermera política de un luchador por la libertad, gordo, feo y con verrugas, y la conducta de la prima Marta, que en seguida había desfallecido y, cansada de servir a señor que se le pudiera morir, eligió la comodidad de una barraganía para seguir viviendo o renunciando dulcemente a vivir.

Jonás, ahora, sabía que una mujer puede vivir toda la vida de lo que tiene entre las piernas, soltera o casada, honesta o deshonesta, y aquí descubría una de las trampas del mundo. Pero Jonás no era un moralista (aunque él creyese que sí), y todo esto, en fin de cuentas, le daba igual, aunque no le era indiferente saber que sus dos madres, tía Clara y tía Algadefina, nunca habían vivido, ni vivían ni vivirían de eso.

Y tan no le importaba a Jonás el pecado de barraganía que más de una vez se convirtió, a petición y propina de la prima Marta, en mensajero y celestineador entre la bella solitaria y el escueto alemán, con mensajes breves y pequeñitos de ella a él, cuando la donna estaba con la regla o le engañaba, reglas aparte, con un nuevo teniente de la Academia. Pues que la barraganía es barroca y se complica, encima (o debajo) con la traición al que paga.

Todo esto lo había leído Jonás en los clásicos, Rojas, Quevedo y otros, como mero recurso literario, pero ahora descubría que no era sino el tejido tupido y continuo de la vida española. O sea que los clásicos eran verdad. Quizá por eso eran clásicos.

«Decididamente, la literatura no enseña más que literatura, como dice Unamuno que el ajedrez sólo enseña a jugar al ajedrez. La literatura no se hace verdad hasta que uno no la contrasta con la vida. Claro que la literatura tampoco necesita ser verdad, sino su verdad.»

Casa de la prima Marta, recoleta y con un jardincillo previo y empolvado. Casa como de muñecas, de aquella muñeca grande, hermosa y pervertida que era ya la prima Marta. Casa del señor alemán del pelo blanco, o mejor oficina, con suelos encerados, alfombras y laboriosos silencios. Olía a cera roja y máquina de escribir. El alemán daba la mano a Jonás de una manera casi militar, abría y leía despacio la pequeña carta, perfumada y rosa, de la prima Marta, y Jonás, sentado ante él, no descifraba en aquel rostro extranjero, exento de la gestualidad española, si se había creído o no se había creído el engaño, engaño que él, Jonás conocía previamente, pues que había visto un caballo africano atado en la esquina de la calle remota y recogida de prima Marta.

En todo caso, el alemán le daba a Jonás la propina de final de trayecto (más generosa la alemana que la española, como de moneda más fuerte), y Jonás debutó por entonces de cínico (lo que iba a ser ya toda la vida), haciendo de recadero de la traición y cobrando de ambos, como en Rojas, justo como en Rojas.