EL DÍA en que la tía Clara se fue a Madrid, a trabajar en la oficina de un tal señor Azaña, que al parecer era hasta republicano, todo el mundo de los Hernández se reunió en la estación. Tía Algadefina, la propia bisabuela, el bisabuelo Cayo, el abuelo Cayo, el padre Cayo, el hijo Cayo, el nieto Cayo, la tía María, que no pintaba nada, las tres criadas (Afrodita no, porque a una estación no se puede ir desnuda, salvo en los cuadros de cierto pintor belga que Jonás ya iba conociendo), la prima Marta, Delmirina, su hombre torcido, la Poti y el suyo, María Luisa y María Eugenia con sus novios de aquella semana, los cadetes vivos y los cadetes muertos, los capitancitos muertos y los capitancitos vivos, y mucha más gente.

Tía Clara se había puesto aquel abrigo ceñido y largo, con inmenso cuello de piel, que le daba la majestad de llevar un león al cuello, el sombrero negro de medio velito que envelaba sus ojos castaños, dorados y tristes, sus más finos zapatos de pulsera y su relojito de oro puro y horaje diminuto. A Jonás, que ya era un hombre, le despidió con el abrazo y los besos que se le dan a un hombre, pero luego le dijo:

—Te escribiré mucho, mi niño.

El tren era azul y venía del Norte, como de Europa. Jonás pensó que el tren de tía Clara sólo podía ser azul. Y había visto pasar, inconfundible entre los otros equipajes, el equipaje de tía Clara, llevado por los mozos de blusón: sombrereras azules, maletas azules, maletines azules, cajas azules.

(Entonces comprendió, demasiado tarde, cuando la perdía, ay, que el color de tía Clara era el azul, aquel azul tan suyo, tan personal, tan indefinible, aquel azul más allá del azul y de lo azul, aquel azul de sus habitaciones que no se sabía de qué color eran, aquel azul/ceregumil que tampoco era ceregumil: «Es un azul inexplicable, pero yo sabré explicarlo en un poema», se dijo.) Por fin, los guantes azules y delgadísimos de tía Clara, con su perfume azul.

Y el tren azul partió hacia Madrid. Tía Clara se iba a servir a un importante señor Azaña, se iba a servir a una venidera e imposible República. Jonás aún no sabía muy bien lo que era todo eso, pero le enorgullecía tener una tía/madre que se metía de lleno en la Historia, en aquella braña/breña de Madrid y sus políticas, lo que en provincias llamaban «la farsa del madrileñismo», sobre todo en el periódico local de los obispos.

A la salida de la estación, a Jonás la ciudad se le quedó vacía. Vacía de madre, vacía de tía Clara, vacía de ella, vacía de mundo, vacía de cielo, vacía. ¿Es que iba a ser siempre, ya adulto, el niño entre dos madres, el niño sin madre? Ya la entrada en la casa fue patética. Tía Clara estaba sin estar, como siempre. Pero ahora no estaba sin estar. Primero pensó en ir a sus habitaciones y llorar entre su cama y sus armarios. Luego comprendió que no podría soportarlo, soportar el perfume azul y casto de aquella mujer que presidía su vida.

Hasta que tía Algadefina le sorprendió llorando duro por los pasillos, se lo llevó en silencio a su nueva habitación de luz y latitud, y lloraron juntos, llanto contra llanto, por todo y por nada, infinitamente felices, infinitamente desgraciados.

El medio sol de la media tarde daba rojo en los altos, abiertos y góticos cristales del balcón.