CAMINO, un lunes, del lenocinio de Afrodita Anadiomenes, más conocida por Carmen en el siglo, o fuera del siglo, que es donde estaban sus reinos o servidumbres, Jonás pensaba en los soldados de África, pardos, torvos y heridos, que pasaban a través de aquella mujer sin romperla ni mancharla, a través de su cuerpo de ónice menestral sin enturbiarla. A aquellos soldados no les llegaba el fulgor de África, como a los capitancitos. Aquellos soldados (muchos de ellos en el sentido literal, «soldados» por una soldada, por un sueldo), sólo traían sombra y tierra en su alma sedienta y en su cuerpo desvencijado. «La guerra sigue siendo para los señoritos», se decía Jonás. «Ellos mueren como los otros, aunque menos, pero ellos se aureolan con el fulgor de África.»

Una tarde, en el tílburi, cortándole el paso, bisabuela Leonisa, en camisón, con pamela y el escopetón al lado.

—¿Adónde vas, bastardo? ¿A visitar a esa meretriz? Por meretriz la eché de casa, para que no te corrompiese, y ahora vienes tú a holgarte con ella. Anda, sube, que volvemos a casa. Esa mujer, además del pecado, tiene en sí todas las plagas de los moros, que son raza maldita por Dios.

Jonás, subido en el tílburi, de vuelta a casa, iba recordando aquella ignota tarde de la infancia, cuando se escapó por los caminos y la abuela/bisabuela le cazara en seguida. Doña Leonisa conducía el coche y los caballos con la misma energía que entonces, una energía hecha de latigazos, perfil colgante y recio, vuelos del viejo camisón (como una Victoria de Samotracia que hubiese llegado a vieja).

También recordaba Jonás, en su paseo de retorno, humillante paseo, la primera vez que se encontró a solas, en una habitación cerrada, con el cuerpo desnudo de Afrodita Anadiomenes. Fue como cuando, en la infancia, le encerraron a solas con el caballo, con aquel grandioso caballo bueno. Los caballos se transforman en mujeres desnudas con el paso de la memoria, y las abuelas siguen siendo abuelas, porque no están fraguadas en la corriente del tiempo, sino en la figura de la Historia (su Memorial).

Pero he aquí que bisabuela Leonisa torció el rumbo, a mitad de camino, y Jonás le preguntara, tras el esquinado balanceo y la casi caída:

—¿Adónde vamos, bisabuela Leonisa?

—A la catedral, a visitar el cuerpo incorrupto de mi padre, para que reces ante él y te redimas de tu culpa.

La catedral estaba solitaria y morada a aquella hora de la media tarde. Bisabuela Leonisa paró el tílburi y bajó a tierra, atando los caballos al mismo árbol en que el cadete Pencos sujetaba su cabalgadura cuando llevaba a tía Algadefina a misa de una, el año en que no hubo tiempo.

Pero bisabuela Leonisa tuvo que cogerse del brazo del bastardo para subir la grande y escorada escalinata de piedra. Al entrar en la nave, ella se bajó el velo de la pamela sobre el rostro. Iba en camisón, ya se ha dicho, y casi parecía una novia vieja que fuese a casarse con Dios, que es tan viejo.

En el extremo de una capilla estaba el cuerpo casi desnudo de don Hernán Hernández, embalsamado por la familia, en la entreduda popular de si era santo y se mantenía incorrupto. Se arrodillaron en las duras y frías losas, como sobre sus propias sepulturas, y la bisabuela le rezaba a su padre mientras Jonás pensaba en Afrodita, que le estaría esperando, como todos los lunes.

De vuelta definitivamente a casa, Jonás se preguntaba, criminalmente, cuándo le llevaría él el vaso, la pócima de don Martín Bellogín, o mejor del médico de cabecera, a bisabuela Leonisa. Quería terminar de una vez con el memorial de la familia. Quería empezar «su Obra».