BISABUELA Leonisa, loca y eterna, reinaba en sus esparcidos mundos del pimentón y el azúcar, del aceite enlagunado y el apio repartido, caos que la Ino ya no se ocupaba en organizar ni recoger.
Bisabuela Leonisa, loca y eterna, loca y muerta, loca y viva, loca y loca, recorría la casa —escaleras y corredores, buhardas y sótanos, salones y cocinas— con un escopetón de perdigones en la mano, desde la noche en que sorprendió a don Gonzalo Gonzalo tratando de poseer a tía Algadefina, y le mató.
Bisabuela Leonisa, las trenzas de ceniza, los ojos grandes, abultados y equinos, el labio inferior caído, siempre babeante de miel o vino, con largo camisón de novia, los pies desnudos, pies de Cristo/momia, Bisabuela Leonisa, se dice, patrullaba silenciosamente noche y día, vigilando el honor y la honra de las mujeres de la casa, cuando ya no había mujeres en la casa (ni hombres que pudieran forzarlas), salvo la Ino y tía Algadefina. Y fue cuando Jonás tuvo la idea novelona, enredada, torpe y vil: yo propicio un encuentro de tía Algadefina con Juanito, le meto en la habitación de la enferma, aviso a bisabuela Leonisa y ella le mata, como mató al otro.
Le daba vergüenza estética pensar una cosa tan antiestética, y, por otra parte, iba comprendiendo que su vocación nacía viciada, o se había viciado en seguida por una rivalidad que sólo él establecía. Juanito, hijo de militar muerto en África, era como un cadete de paisano, tenía algo de cadete que no había hecho la carrera por la pleura. Y Jonás odiaba a los cadetes.
Su obra, nacida de una pequeña venganza juvenil, saldría torcida, turbia, malvada, innoble, violenta y dura. Pero Jonás no estaba muy seguro de que todas estas cosas le repugnasen: más bien las encontraba eficaces y reales, hermosas y sombrías, para dar a la luz una obra sobre el Mal.
«Prefiero esto a que mi escritura nazca del bien; el bien son las Claras y sus monjas muertas y hablantes.» Bisabuela Leonisa era el padre de Hamlet apareciéndoseles a los aparadores y clamando muda venganza contra no se sabía quién. La Ino se estaba en su buharda, remendando calcetines de señoritos que ya habían muerto. Jonás invitaba los domingos a Juanito, Leandrito y Tomasito (a Leandrito lo excluyó pronto, por tartamudo y radiofónico: acudía a las reuniones con una radio de galena). Se tocaba el piano, se recitaban versos, se aprendía un poco de teología, o párrafos en latín de las encíclicas papales, con la erudición de Tomasito.
Tía Algadefina, en su alta alcoba de cielo y espejos, de libros y aire puro (la habían trasladado de la vieja alcoba italiana, sombría y húmeda), vivía ya como después de muerta, estilizada referencia a sí misma en los espejos; vivía esa muerte clara y sin pulso que se vive antes de la muerte, y que supone la única posibilidad de gustar un poco del morir, más conocido como más allá.
Jonás subía a verla de vez en cuando (el médico le recomendaba no frecuentar demasiado a la enferma y su contagio). Se contaban cosas, recordaban cosas, se leían versos uno al otro, siempre la cama esparcida de libros. Jonás le traía de la calle a su tía los últimos descubrimientos de la librería local.
—¿Te acuerdas cuando me llevaste a oír a Berta Singermann? —¿Te acuerdas cuando se suicidó el cadete Pencos y se saltó un ojo? —¿Te acuerdas…? Se enredaban en interrogaciones que eran las enredaderas de su memoria común y de los días y los años vividos bajo el fulgor de África. Tía Algadefina estaba blanca, rubia, lacia, con el pelo largo, los ojos excesivos y las manos como palomas con fiebre.
—Jonás, niño, cuéntame otra vez el duelo de Pencos y don Gonzalo. Me parece una cosa como leída en una mala novela romántica…
Tía y sobrino, o madre e hijo, eran un poco cínicos. Dos hombres habían muerto por aquella mujer y ella lo recordaba como el argumento, amarillo de tiempo, de una mala novela vieja. Pero Jonás la adoraba por esto mismo, reconocía su cinismo naciente en el cinismo de tía Algadefina.
—¿Y quién toca a Chopin tan mal ahí abajo? —Un amigo, tía, Juanito, un cursi que adora a Chopin y no lo entiende. Un huérfano de militar que cree en la causa de África.
Y se cogían las manos con un amor que no tenía nombre y Jonás se sentía ya vengado, «¿quién toca a Chopin tan mal ahí abajo?», y besaba, uno por uno, los diez dedos virginales, impuros y esbeltos, ya con mucho anillado de hueso, de la tía Algadefina.