EL AÑO de la riada la gente se paseaba en barca por toda la ciudad, como en un Amsterdam castellano o en una Venecia románica y militar.

Los más audaces llevaban a sus novias, en la barca, hasta las proximidades de la Esgueva, donde la corriente era grandiosa y arrastraba en sí huertos enteros, con sus huertanos y sus perros y sus palanganas, esa palangana que siempre flota. Algunas barcas volcaron en la Esgueva, muriendo los ocupantes. Del mismo modo que Dios tardó una semana en hacer el mundo, parecía que sólo iba a tardar otra en deshacerlo.

Jonás, alguna mañana o alguna tarde, sacó a tía Clara o a tía Algadefina a pasear en barca (las barcas las alquilaba la Oliva por toda la ciudad), y tía Clara iba erguida y de velito, mirándolo todo por encima del hombro, como una turista elegante. Qué Venecia hacía ella de la ciudad, qué góndola hacía de la barca.

La riada sacaba de tía Clara todo lo que ella tenía de turista en su propia ciudad, como lo había tenido siempre (por eso acabaría yéndose a Madrid). Tía Algadefina, por el contrario, hacía de la barca una fiesta y, en cualquier caso, Jonás exhibía su pericia y resistencia de remador (el único deporte de su vida) ante sus tías/madres, aunque nunca las paseaba a las dos juntas, ya que eso hubiera significado peligro de hundimiento, pese a que las dos eran delgadas. Tía Algadefina gustaba de remar ella misma un rato, después de que Jonás la enseñó, y eran como una pareja de novios cambiándose los papeles, en aquella naumaquia fúnebre, alegre y populosa de la riada, tan llena de barcas azules, verdes, rojas, amarillas, marrones, más las viejas barcazas de los bomberos y otros cuerpos dedicados a remediar la catástrofe.

Había muerto bastante gente, pero las ciudades son así (esto se ve en la guerra: se estaba viendo con la de África: vivos y muertos hacen su fiesta en la hoguera de la muerte o de la vida, antes o después, porque lo sobrenatural en seguida se vuelve cotidiano, y el terror se hace tratable y a la alegría hay que meterle alegría, para que no se quede monótona).

Entre sombras de buscacadáveres y elegantes sombras de turistas en su propia ciudad, Jonás y Algadefina bogaban y se miraban a los ojos, y ella estaba bella en el esfuerzo de remar, un esfuerzo que la hacía más rubia, pero le agravaba sus males secretos, poniendo esto alguna oscuridad entre tanta luz como se hacía siempre entre los dos.

Teté Caravaggio, de las Caravaggio de toda la vida, también se paseaba mucho en barca con su galán, según se ha contado, y ella era un poco la Afrodita surgida de aquellas aguas, la gorda alegórica de la tragedia y la comedia, pues que a ella le había traído un novio, un gran amor, la riada de la Esgueva.

Las Caravaggio habían recobrado presencia en la ciudad gracias a la riada y la niña había encontrado partido. Se paseaba con Fernando Sánchez Heredia y Sánchez en una barca verde (Jonás creía recordar que verde), y él era uno de esos altiricones de cabeza pequeña que no acaban de resultar marciales.

En todo caso, Jonás y Algadefina, cuando se cruzaban con ellos sobre el fondo plateresco de San Pablo o San Gregorio, no dejaban de reconocer que Teté Caravaggio, de las Caravaggio de toda la vida, era la Venus gorda, rubensiana y adolescente de la gran naumaquia alegre y triste de la riada.