ERA una oficina de seguros francesa en la que tenía acciones la familia Hernández, de toda la vida, como ya se ha dicho, desde los tiempos de don Hernán, y allí colocaron a Jonás, o se colocó él mismo (le esperaba una silla vacía desde mucho tiempo), después del «notable» de don Ramón de Rioseco a su campesina caucasiana, cuando comprendió que no se iba a ganar la vida pintando y que lo suyo (para comer o para pasar hambre, esto según venga) era la literatura. De modo que Jonás cambió la Escuela de Arte y Oficios Artísticos, aquel casón alegre y triste, por la oficina de caución y reaseguros, departamento de correspondencia (de contabilidad sabía poco), que era lo que mejor le iba, dado su facilidad para la caligrafía y la mecanografía. Las cartas comerciales eran todas la misma, y Jonás se divertía metiendo un adjetivo o un adverbio inesperado, pero «comercial», entre la grama de aquella prosa. La oficina era blanca, rectangular, clara y matinal, con una lucerna de polvo eterno y pájaros muertos, y una imprenta en el patio de la casa, imprenta que acercaba su rumor aceitado y creativo al oído literario de Jonás, hora tras hora, como la sirena de la literatura, que le llamaba.

En esta imprenta, por mayor tentación, trabajaban sólo mujeres (excepto el dueño), jóvenes muchachas en combinación o maduras y maternales y atrayentes mujeres morenas en bata azul.

Lo que más le gustaba a Jonás, a la hora implícitamente concedida del almuerzo (de once a once y cuarto, un cuarto de hora para comerse un bocadillo, beber agua del lavabo, lavarse las manos, mear y leer la Prensa deportiva, o comentarla), era salirse al patio a beber del botijo de las oficialas de la imprenta, botijo fresco en verano e invierno, siempre a la puerta del taller, como el gato que el taller no tenía:

—Ya está aquí el niño Jonás a bebernos el botijo.

—Si queréis, os lo vuelvo a llenar.

—Deja, que a lo mejor te mancas.

Y le cogía el botijo una oficiala adolescente, delgada, morena y un poco bizca, que a Jonás le gustaba mucho: de nombre Estrella. Y Estrella se iba a por agua. Jonás, pues, se tomaba el bocadillo (de tortilla francesa, mortadela, pescado, etc.) con las mujeres de la imprenta, mejor que con los futbolizados compañeros de oficina.

Un día les pidió ver la imprenta por dentro, que era profunda, grata y laboriosa. El suave girar de las máquinas dulcemente engrasadas por aquellas mujeres, la ingencia de los bloques o las bobinas de papel, con su olor soso y fascinante, los impresos que salían ya hechos: esquelas de defunción, recordatorios, primeras comuniones, anuncios y octavillas del comercio local, alguna revistita universitaria.

De modo que así se hacía la literatura. Había todo un mundo de máquinas y gente dedicado a imprimir, a convertir en realidad los fantasmas de lenguaje que se inventa uno. Igual que se hace un recordatorio se hace un libro. O sea que la literatura existe, se decía Jonás, es una presencia entre las presencias del mundo, de un mundo tan presente. O sea que la escritura es un valor de uso y de cambio (escasas lecturas de Marx en mal francés). «De modo que yo pertenezco al mundo de los hombres, a la sociedad, yo puedo producir libros, artículos, cosas que luego tienen un valor de compraventa.» Y estas reflexiones no quieren decir, naturalmente, que a Jonás le preocupase el aspecto mercantil de la literatura, pero sí lo que ese mercantilismo tiene de aceptación de la literatura por la sociedad. «Uno puede ser escritor y le aceptan como si fuese agente de seguros, que es lo que tengo más cerca.» Le enardecía por dentro, en fin, la comprobación de que existe, en la sociedad industrial, la literatura como mercancía. Pero su enardecimiento no era mercantil, claro. Era la puesta en limpio de sus fantasmas, demonios y ángeles interiores. Todo escritor vive de esa fama, y hay una industria, tan seria como la industria textil, que hace realidad concreta las vaguedades que uno ha pensado un domingo por la tarde.

Luego el mundo no está tan mal hecho. Suaves manos femeninas, tan molidas, ay, por la máquina, iban haciendo realidad el proceso de la escritura (las mujeres cobraban menos que los hombres). Y esto hacía aún más dulce el descubrimiento. Jonás vivía el olor del aceite y el sudor femenino, respiraba el aroma salado y soso del papel ingente, escuchaba el girar casi musical de las grandes y pequeñas ruedas, pensaba que todo aquello estaba trabajando ya para él, para su escritura venidera.

Estrella, la niña bizca y bella, volvía con el botijo lleno, y Jonás le pedía un último trago, sin sed, sólo por intercambiar algo con ella.

—Eres hermosa, Estrella. Y me gusta tu nombre.

—Usted es un señorito que trabaja ahí en la oficina y yo tengo novio artesano.

—Perdona, Estrella.

Jonás volvía a su mesa de correspondencia, a su máquina de escribir, una Underwood negra, alta y suavizada por el uso, engrasada por la costumbre. Las minervas de la imprenta seguían acompañándole en el trabajo.

Jonás entraba en la oficina a las nueve de la mañana y lo primero que hacía era limpiar el cristal de la mesa, sobre la limpieza que una hora antes había hecho la limpiadora. Jonás resulta que llevaba dentro un burócrata, un pequeño escribiente florentino, sin saberlo. O quizá fuese, más bien, que Jonás quería, consciente o inconscientemente, arrinconar su trabajo burocrático, anularlo mediante el orden, destruirlo mediante la disciplina. Le asustaban las mesas de los otros, siempre reventonas de letras de cambio, recibos, pólizas y libros de contabilidad abiertos, como Antiguos Testamentos de la verdadera ciencia judía, los números. Veía a sus compañeros devorados por la burocracia, comidos por el papel, como en una rebelión callada y constante del papel, que siempre duraba más que ellos, como la oficina dura más que los oficinistas. Jonás, por el contrario, pretendía mantener su vida exenta, a salvo de todo aquello, y se repetía continuamente casos de grandes escritores que primero habían sido burócratas. O quizá toda su vida. El secreto estaba en enviar sólo una mínima parte de sí mismo a cumplir con el oficio y ganar el sueldo, reservándose el resto, en cuerpo y alma, para leer y escribir. Jonás, que andaba por los lirismos de Juan Ramón y el nuevo grupo gongorino recién nacido en Sevilla —Gerardo Diego, Vicente Aleixandre, el ya famoso Lorca, Juan Larrea, Alberti, Luis Cernuda, Bacarisse, tantos—, más los surrealistas franceses, de Breton a Paul Eluard, de Queneau a Aragon, no tenía ojos literarios para gustar el material novelístico de la oficina de seguros, aquellos hombres cenizosos, repetitivos e indolentes, el director don Wamba, gritador y lleno de paquidermia verbal, su dulce compañero de negociado, Monroy, rubio, poco lavado y tísico (murió en seguida), el interventor, don José, erguido, gatuno, avizor, cruel y numismático, Montánchez, el oficial primero, que iba a la oficina con zapatillas de cuadros porque se le hinchaban los pies, y que murió en lo alto del pupitre, dormido invernalmente sobre su inmenso Libro Mayor, con la pluma de los asientos en la mano morada y torcida por la artrosis.

Con los años, Jonás comprendería que allí había una novela, la novela de su primera salida al mundo, una novela dickensiana, pero Jonás no estaba muy seguro de que le apeteciese escribir novelas dickensianas.

Las tardes, Jonás las perdía en el río, con una barca y un libro, asombrado de la coincidencia entre los poetas y la vida, mirando con ojos literarios los crepúsculos que llenaban el cielo del Puente Mayor al Puente Colgante.