LEANDRITO era alto, tartamudo y rizoso. Tía Clara estaba en Madrid, sirviendo la causa de un confuso señor Azaña, que sacaba una revista llamada La Pluma y quería traer nada menos que la República. Leandrito vestía un trajecillo de lana, azul marino, con borlas rojas, de pantalón corto, naturalmente, pero «corto» hasta las rodillas, y Jonás y él jugaban a la pelota. Cuando ambos se hicieron mayores, o les hizo mayores la guerra, o la Historia (la Historia hace muy mayor a la gente), Leandrito y Jonás se dedicaban a pasear a la orilla del río. Jonás recitaba a Rubén y Juan Ramón. Leandrito hacía humor o hacía filosofía. El río vivía su catástrofe cotidiana contra la presa, catástrofe resuelta en fragor de espumas y cisnes de agua, que remontaban el inconveniente y seguían su navegación.
Leandrito era hijo de soltera altiricona y entrada, y de un viajante de champanes, bajito y casado en segundas, que murió pronto. Jonás, así como veía en Juanito el espejo de sí mismo, un espejo mejorado por el piano y el difumino, o empeorado por el gusto viejo y la falta de información, Jonás, se dice, veía en Leandrito un yo tartamudeante y prisionero, un yo frustrado, sometido a limitaciones físicas (y no genealógicas, como las de los bastardos).
«Éste podría haber sido yo si mis madres no se acuestan a tiempo con mis padres.» Y Jonás recordaba un viejo dicho inglés:
«Lo mejor para tener buena salud y vivir mucho es elegir buenos padres, padres centenarios.» Así le iba a él de bien. Leandrito, mientras se paseaban por las orillas anchas y gruesas del río, le enseñaba a Jonás filosofía, radio, ajedrez, física recreativa y una manera racional de alimentarse, tomando café, sólo café, como estímulo del cerebro a la hora de crear.
Jonás, a Leandrito, también podría haberle enseñado muchas cosas, pero le daba pereza y se limitó a quitarle una novia delgada, morena y niña, con lo que Leandrito se hizo místico, se apartó de los amigos, incluidos Juanito y Jonás, y dedicaba la tarde a visitar al Santísimo Expuesto.
Jonás, siempre tentado por la síntesis (sin haber leído a Hegel), dedujo que Juanito era el modelo positivo, el que insta a superarse, y que Leandrito, a la sombra de las grandes moreras del verano, era el perdedor nato, el que nunca va a llegar a nada, salvo a ganarle al ajedrez a papá. «El ajedrez no sirve para la vida», se decía Jonás, marcado ya por una cruenta vocación de triunfo. «El ajedrez es el refugio de los que han renunciado a triunfar, a dar batallas reales.» Y todo esto (más la novia robada y vana), fue lo que llevó a Jonás a abandonar a Leandrito, lejos de secundarle en sus visitas al Santísimo.
Jonás iba advirtiendo en sí, con una secreta o manifiesta sensación de asco, que lo suyo era la voluntad de triunfo, y que le repugnaban los amigos débiles, dispuestos y predispuestos por anticipado a perder en la vida. Así Leandrito, así Juanito, en el fondo, que no quería renunciar a sus modelos antiguos ni enterarse de lo nuevo.
Jonás, en cambio, repugnaba ya de su campesina vagamente caucasiana, que efectivamente le había valido un notable; pero Jonás era consciente de que, a la misma hora en que él calcaba académicamente una campesina caucasiana, o lo que fuese, Picasso estaba en alguna buhardilla de París inventando cosas.
Y Jonás se sentía muy hijo del siglo.
Las cartas de tía Clara, desde Madrid, en la secretaría del señor Azaña, le llevaban a entender el siglo XX como una empresa de todos, aunque el fulgor de África seguía vivo en las guerras del general Primo de Rivera.
Jonás, de cuando en cuando, entraba a visitar a tía Algadefina, que iba mejorando a partir de la muerte, que se iba irguiendo a partir de la horizontalidad rendida, que iba sonriendo con más plata de vida que oro de muerte en su sonrisa.
Sonriendo y sonriéndole.