JONÁS aprendió por las cartas de tía Clara (una pedagogía a distancia, llegada desde el corazón del azañismo), que Carlos III hizo Madrid moral y arquitectónicamente, lo convirtió en una ciudad europea, ilustrada, «iluminada» (y cómo le gustaba a Jonás esta palabra).

Que Carlos III fue el precursor involuntario de las Repúblicas venideras, incluida la próxima, y que el XVIII español fue un siglo tranquilo, sin otra violencia que el motín de Esquilache (provocado, a fin de cuentas, por un extranjero, italiano como era Esquilache), y que Floridablanca y Campomanes gobernaron muy bien, y que el ministro «volteriano» Conde de Aranda había expulsado a los jesuitas en buena hora, aunque la vuelta de éstos sería la ruina del reinado.

Y que, incluso en un reinado liberal, como aquél, el Poder tenía poder sobre el atuendo del personal, capas y chambergos. Pero que, a fin de cuentas, Azaña le debería su Poder, remotamente, a Carlos III.

Las monarquías sólo apuntan futuro cuando les tienta la República.

Por Juanito y otros amigos comprendía Jonás que la amistad es un espejo. Los amigos, íntimos y pocos, son como un biombo de espejos en el que se mira, en los que se mira el adolescente. Los amigos son como el probador del sastre: un sitio donde verse todos los perfiles, e incluso la espalda y la nuca.

Jonás pensaba en lo que tenía y lo que no tenía de Juanito. Tenía la estatura, la pasión por las mujeres y la confusa vocación artística. No tenía oído musical ni mano para el carboncillo (pese al «notable» de la escuela de Artes y Oficios), ni sentido militar de la Historia, lo que quizá equivalía a no tener sentido de la Historia en absoluto.

Pero, en cualquier caso, Jonás comprendió que los amigos de adolescencia/juventud son los espejos en que se multiplica la propia imagen, por cómo nos reflejan y por cómo les reflejamos.

Con los años, la amistad se hace más opaca. De modo que sus primeros amigos de juventud le enriquecieron y le acompañaron.

Algunos domingos por la tarde, mientras bisabuela Leonisa repartía toda la despensa por la casa, ya sin hijas ni criadas que la coartasen, mientras la Ino se estaba en sus buhardas, recosiendo calcetines de hombres que ya habían muerto, Jonás emprendía el camino del convento, el mismo convento donde había estado la hija de don Lupicinio, el boticario, y donde estaban sus hermanas Ascensión y Paquita.

Jonás buscaba también la acera de sombra, como don Lupicinio y señora, en invierno y verano, y esto le proporcionaba la deliciosa sensación de sentirse viejo a los veintiún años. Claro que Jonás no llevaba un rosario en la mano, como la mujer de don Lupicinio, sino la Segunda Antolojía de Juan Ramón Jiménez:

Se paraba

la rueda de la noche.

Vagos ángeles malva…

El convento, en domingo, era una romería de padres y parientes de las reclusas. Todos iban a lucrar indulgencias de las santas presas. Jonás no llevaba regalos a sus hermanas porque había comprobado que todos se los quedaba la tornera. Una vez les llevó un libro de Bécquer, pero la hermana tornera se lo devolvió por «mundano», casi sin mirarlo.

—¿Mundano Bécquer, hermana? —Mundano y pecador.

—Y sifilítico, hermana, que a usted se le olvidaba.

Y Jonás volvió el libro a su bolso. Allí eran sospechosos hasta San Juan de la Cruz y Santa Teresa (y con razón, pensaba Jonás).

Jonás nunca sabía si, detrás de la alambrada de sombra, le hablaba Ascensión o Paquita. Con ambas había tenido «tocamientos secretos y acciones deshonestas», cuando la infancia, de modo que quizá le recibían como un culpable, más bastardo que nunca. Ahora se llamaban sores no sé qué, sor no sé qué y sor no sé cuál. Lo que no estaba permitido era ver a las dos a la vez, o no verlas, de modo que, teóricamente, Jonás veía a una de ellas cada domingo, sólo que las hermanas iban cambiando con los años, y ya no les reconocía la voz, y menos el rostro, detrás del tupido velo y la alambrada de sombra. No tenía que preguntar por una ni por otra, pues que el convento llevaba la cuenta y le sacaba una cada semana. Pero una desconocida, un fantasma distante y sombrío. Ni la niña tierna y terrenal de los juegos infantiles ni la adolescente juncalizada y anhelante del mirador.

Aquello era como hablar con una muerta que hablaba en sustitución de otra muerta.

«Soy ya como don Lupicinio, pero sin botica», se decía Jonás, recordando la vieja historia que había oído tan repetida en los saraos lúgubres de bisabuela Leonisa.

Hasta que llegó al convencimiento (imaginativo) de que una de sus hermanas había muerto y la que le recibía los domingos era la otra, Ascensión o Paquita, Paquita o Ascensión, con la voz enronquecida por la masculinidad del cautiverio, la abstención y el rigor.

Como ya las visitas le aburrían, otro día, por distraerse, Jonás le pasó a la hermana tornera la Segunda Antolojía de Juan Ramón, libro que tanto leía por entonces, como ya se ha dicho, a modo de obsequio para su hermana Paquita. Y la tornera, hojeando el tomo, dio con aquello de:

La primavera,

niña errática y desnuda…

Arrojó el libro como alacrán malva, la hermana tornera, y Jonás se lo metió en el bolso, sonriendo, y ni siquiera pasó al letárgico refectorio. Volvía por el largo paseo con sol tibio, leyendo al poeta:

De un incoloro casi verde,

vehemente e inmenso cual mi alma…

Jamás volvió a visitar a las hermanas vivas o muertas.

Muertas en todo caso.