«PANORAMA de la batalla de Tetuán» (el campo de África y los moros en figuras de bulto). Qué lejos le quedaba todo esto a Jonás. Pero en la Escuela de Artes y Oficios Artísticos había un cuadro que se llamaba así y que algunos alumnos se entretenían en copiar. Jonás no lo copió nunca, por varias razones, a saber:

Porque él, a sus veinte años, sentía que había vivido personalmente, mucho tiempo antes, la batalla de Tetuán, y en cuanto a las figuras de bulto, a él le habían abultado más que a nadie. De modo que Jonás, cada tarde, de seis a ocho, en la Escuela de Artes y Oficios Artísticos, subido en una banqueta, inclinado en su pupitre con orejeras de madera (para que no le distrajese la conversación del vecino), copiaba minuciosamente el rostro oval y tonto de una campesina vagamente caucasiana, poniendo el entusiasmo, todo el entusiasmo, en lo que el profesor, don Joaquín, hombre pequeño y con bufanda, llamaba «el reojito», o sea, el mirar de reojo de la moza.

Pero Jonás sabía ya que este mirar de reojo era un recurso de Goya, aprendido del Greco, y que basta, para darle vida a unos ojos pintados, con desviar la mirada.

Los filósofos escribían mucho por entonces (y Jonás los leía, más o menos) sus interpretaciones de la mirada en los personajes de Goya, y ahí había aprendido, a sus dieciocho o veinte años, que el Greco y Goya extravían los ojos de la gente, y con eso les basta para que la gente esté viva y tenga mirada. Siempre que el juego, claro, lo hagan Goya o él Greco.

Con lo que Jonás volvía a una primitiva conclusión personal y general: hay trucos para triunfar en el arte, pues claro que hay trucos, pero el truco sólo es válido siempre que sea un truco artístico, arte por sí mismo. Con lo que estábamos otra vez en lo de siempre; valías o no valías. La campesina vagamente caucasiana, a Jonás le iba quedando cada día más caucasiana y más campesina. Aquella señorita iba para «notable», cuando menos. Aunque Jonás, seguro de un notable a fin de curso, pensaba ya en la literatura como futuro, en el futuro como literatura. El memorial de los Hernández lo tenía terminado, sólo que ya no había Hernández. Vivían únicamente él, bisabuela Leonisa, eterna y loca, y la fiel y díptera Ino, ni más vieja ni más joven, en el palacete. Más la resucitada Algadefina.

Los hombres de la familia habían ido muriendo prematuramente, que es como mueren los hombres. Corrían los años veinte. Tía Clara se había ido a Madrid, a trabajar con don Manuel Azaña, y tía Algadefina llevaba mucho tiempo destinada al cementerio local, en el panteón familiar, aquel cementerio donde ella había yacido con el cadete Pencos en el año sin tiempo, cuando no moría nadie ni se enterraba a nadie, claro, cuando la vegetación salvaje cubría y acolchaba las tumbas.

La Escuela de Artes y Oficios Artísticos era una casa grande y cansada en la que convivían aprendices de ebanista con genios del futuro, chicas de charlestón con glorias local/oficiales de melena y pipa de espuma solidificada. La Escuela de Artes y Oficios Artísticos era el paso intermedio de Jonás entre las enseñanzas humanísticas de su madre/institutriz, tía Clara, y un destino en la vida. Su destino en la vida parecía ser una oficina o el periódico local. La oficina era de seguros, era francesa y la familia tenía acciones en ella desde los tiempos del europeísta (anticipado) don Hernán Hernández. Pero a Jonás le tiraba mayormente el periódico. Así las cosas, el aprendiz de pintor, sabiendo que nunca iba a ser pintor ni siquiera dibujante (sobra el «ni siquiera»: Jonás sabía que el dibujo es la honradez y la arquitectura de lo pintado), se concedía una tregua en su ya larga vida de dieciocho o veinte años, antes de tomar partido.

La Escuela de Artes y Oficios Artísticos, grande, vertical y sucia, penetrada con un patio gris, donde todas las tardes celebraban justas los gatos y las ratas, era una tregua bohemia y triste, indefinida y alegre, donde tuvo amores Jonás con algunas alumnas y conoció le gratin gratiné del arte local, que era lo que más le interesaba.

No había más que dejar caer un difumino, agacharse a por él y mirarle las bragas a la chica que estaba sentada en el taburete de enfrente, del otro lado de la mampara, con las piernas abiertas.

—Pacita, al agacharme a coger el difumino te he visto las bragas. Son blancas y me fascinan.

Odio las bragas de colores. ¿Quedamos a la salida? Y se quedaba y se fornicaba. La Dictadura había traído libertad a las provincias, incluso a las provincias, libertad y sexo, ya que el sexo no es sino «libertad en acto», por decirlo con la expresión exacta, paulvaleriana, de un poeta local.

En cuanto a le gratin gratiné, lo centraba sobre todo don Ramón de Rioseco, un hombre alto, de melena cuidada y rizada, cachimba inglesa y nariz de superpuestos caballetes, que se parecía mucho a Sherlock Holmes, y no sólo por sus capotes de invierno y sus viseras a cuadros. Don Ramón de Rioseco era el santero local, el que iba recomponiendo a Juan de Juni, a Gregorio Fernández, a Berruguete. Y cuando había que añadir un santo a las procesiones, don Ramón de Rioseco lo añadía con la misma propiedad que los remotos artistas. Don Ramón de Rioseco sabía imitar a cualquiera.

Lo que no sabía era imitarse a sí mismo, hacer algo personal.

—Ahora, con el laicismo, hay menos encargos de santos, de modo que voy a dedicarme a mi Obra.

Decía Obra con mayúscula, se le notaba. Pero don Ramón de Rioseco, que siempre había repugnado el clasicismo de los modelos que tenía que imitar, puesto a ser vanguardista y decir «lo suyo», no tenía nada que decir. El siglo, en los años veinte, acumulaba ya muchas vanguardias, y don Ramón de Rioseco no se adscribía a ninguna o se adscribía a todas, como cada genio en cada provincia, de lo cual le salían unos desnudos estilizados e indigentes, fríos e impersonales (la modelo era una muchacha artesana, bellísima y fría, que don Ramón había elegido como amante, pero cuya personalidad cenceña y popular, fuerte y digna, dejaba él en una máscara de yeso: el modelo le superaba). A ver si iba a resultar que don Ramón de Rioseco, pese a la pipa y la melena, no era más que un santero, un artesano, repetidor de lo ya hecho, incapaz de incorporarse a las vanguardias, que habían llegado a España mientras tanto, y que él cantaba en sus clases teóricas y prácticas. Jonás comprendía que estaba perdiendo el tiempo en una casa de amables fantasmas, pero le gustaba perderlo así, demorar su vida, tomarse una larga pausa entre la infancia y la adultez (la juventud no existe, no es más que un trámite).