INO, la Ino, la Inocencia, era la criada histórica de la casa. La Ino procedía de una leyenda de lobos y una épica de carabineros. El carabinero era su marido, con el que la Ino había corrido los montes y las sierras, echando hijos a las fieras, como en la alegoría de Ganivet, para salvar el resto de la familia.

Ino, la Ino, tuvo lo primero una niña rubia, la única, casi, que se le logró, una hija que de moza tenía mucho de pastora del marqués de Santillana. Mientras la Ino andaba a la leña o a dar de comer a los cerdos, el padre, el carabinero, bañaba a la chica en un gran balde de agua, y un día le surgió del balde una Venus Afrodita que el hombre poseyó en seguida, como surgida de la mar, y no del vientre de su esposa. Por un tiempo, el padre y la hija se amaron directamente, delante de la Ino. El carabinero, sencillamente, cambió de lecho, allá por las cumbres galaicas y dramáticas. Hasta que, una mañana, en lugar de la Ino amaneció el ángel del Paraíso, con espada de fuego, y les expulsó de la casa, choza o cueva. El Adán carabinero y la Eva/Venus se fueron monte adentro, con su amor, y entonces la Ino se vino a servir a casa de los Hernández.

Estas historias se las contaba la Ino a Jonás el bastardo, que era ya el único que las escuchaba en la casa, aunque se las sabía de memoria, como los demás. Y luego, Jonás las escribía a su manera en el memorial de la familia. Porque Ino era ya como de la familia. Ino, la Ino, era menuda, díptera, más amojamada que ajamonada, llevaba una permanente permanente y vestía siempre de lunarcitos, tanto en el uniforme de criada como de paisano, de modo que apenas se distinguía una cosa de la otra.

Quizá la Ino era una de las pocas personas en la casa que tenían el secreto de la bastardía de Jonás. Claro que la Ino nunca iba a contárselo a nadie, y menos al propio Jonás. Ino, los secretos, los llevaba adheridos a la piel de su alma como se lleva un lunar o una marca de nacimiento en la piel del cuerpo, de modo que uno llega a olvidarse de ello. Y a esto se debía el que la Ino fuese discreta, más que a la propia discreción. La Ino, a Jonás, siempre le había tratado con confianza y distancia, mediante esa superioridad de años e historia que tienen los viejos criados sobre los jóvenes, delfines o bastardos.

Melilla. Varias notas de actualidad. La presidenta y vocal de las escuelas del Buen Pastor se reúne con las obreras en la inauguración del curso. El fulgor de África era una aristócrata gorda, a lo doña Emilia Pardo Bazán, rodeada de una pirámide de jóvenes mesócratas blancas. El fulgor de África era el morabo de Abd-el-Kader y Ylali. El fulgor de África eran las alturas del monte Silaii, castillos moros, inmensas lajas de piedra y, sobre ellas, los soldados españoles sosteniendo una bandera, la bandera nacional.

Don Gonzalo Gonzalo había estado en todo aquello y lo contaba con frecuencia. El cadete Pencos, con el nerviosismo y la inexperiencia, se había saltado un ojo, el derecho, pero estaba vivo y con un parche elegante, dannunziano, casi dandy. Así se reunían tarde y noche en el bar Cantábrico, en el salón rojo, en el palacete de los Hernández, y otros palacetes de la ciudad, cadetes y africanistas. La guerra civil, la eterna guerra civil de España, estaba tirante entre ellos, más que nunca. Guerra por la gloria y por las mujeres, que son dos cosas que los españoles mezclan siempre. La tía Algadefina no necesitaba evitar al cadete tuerto, porque la evitaba él, pero le parecía ridículo que Pencos hubiese fallado el tiro quedándose tuerto. El embarazo, a la tía Algadefina, se le había deshecho solo, limpiamente, como se le hizo, una mañana en el baño. De madrugada jugaban a las cartas, el cadete Pencos, don Gonzalo Gonzalo, Blas, el brigada Nicomedes (antes del embarazo de la Poti y la huida de él a África), y todos los demás. ¿Es que aquellos hombres no iban a volver nunca a la guerra? Pencos había quedado inutilizado para la carrera, pero se había creado una especie de uniforme personal y heterodoxo, como Byron, con gorros, insignias de bisutería, chaquetas/guerrera, pantalones estrechos y botas de montar con espuelas de oro verdad, y no como las de la Academia, que eran de oro alemán. Las espuelas de Pencos, además, eran más grandes que las de reglamento.

Se compró un caballo e iba de cadete apócrifo por la ciudad. Pero los caballos se le morían mucho y tuvo uno bayo y otro ruano.

Aquella noche, Pencos iba ganando la partida, «con esa suerte que los desgraciados en amores tienen en el juego», al decir de la Ino, y a quien le sacaba los duros era a don Gonzalo Gonzalo, que se resarcía con la broma y el golpe verbal:

—No me duelen los duros, cadete Pencos, o lo que sea usted. Me duele que un cornudo tuerto, cornudo de Su Majestad, me gane la partida.

Pencos se puso en pie y dio una patada a la mesa, volcando naipes, copas, duros y licores. Hubo silencio y drama. Un silencio que era más bien una crispación del tiempo.

—Es usted un infame y un asalariado de la guerra. Es usted un aventurero a sueldo, don Gonzalo, y yo soy un caballero.

Don Gonzalo Gonzalo seguía sentado, fumando su caliqueño y mirando a Pencos a través del humo. En realidad era lo que quería: cortar la partida, provocar al cadete por tantas razones oscuras; el guerracivilismo entre unos y otros, el noviazgo (acabado) de Pencos con la adorable Algadefina, etc.

—Usted es un tuerto de mierda, un soldado al que han echado del oficio y que, para un tiro que ha pegado en la vida, lo ha pegado mal. Usted es un abandonado de la novia y de la Academia.

Usted no existe, joven. La mayor hazaña de su vida fue dispararle a un reloj.

Todos rieron la salida. Un pájaro negro voló por sobre las cabezas, flechado, cortando las risas, y dio una bofetada blanda en el rostro congestivo, generalicio y macho de don Gonzalo. Era el guante negro, de cabritilla, del ex cadete Pencos. Quedaban retados a duelo. El latente duelo entre cadetes y capitancitos, que al fin se concretaba en los máximos antagonistas. «Sempiterno guerracivilismo de España», escribió Jonás en su memorial.

Una de las asiduas a los lúgubres saraos de bisabuela Leonisa era Marcela, la señora con bocio.

Marcela y su bocio. Todo el mundo había visto crecer el bocio con los años, con los siglos. El bocio era ya, en Marcela, como el soporte digno, la gola natural donde se asentaba su barbilla y toda su cabeza. Eran Marcela y su bocio. Marcela, sin bocio, hubiera quedado impersonal, vulgar, desconocida. El bocio creciente de Marcela, como una luna de carne blanca, era lo que le daba entidad a Marcela, una señora entre las señoras. Marcela iba con su bocio a todas partes, como otras van con un perrito o con una piel al cuello.

Un defecto físico puede definir una personalidad. O una personalidad puede engendrarse a partir de un defecto físico. Marcela contaba muchas historias, y era como si todas le saliesen del buche monstruoso, de aquella alcancía verbal.

El bocio de Marcela iba creciendo por días o por años, y Marcela era ya como una boa, sólo que su cara no era nada serpentina. En los fúnebres saraos de bisabuela Leonisa se había aceptado la monstruosidad de Marcela como acaba siempre por aceptarse, y cotidianizarse, toda monstruosidad y toda belleza, incluso la más sublime (la belleza adquirida en matrimonio en seguida se vuelve cotidiana: quizá la quiebra del matrimonio esté en una pugna entre belleza y costumbre; la belleza aporta un elemento de sorpresa que, una vez asimilado, deja a la belleza sin su maravilloso «veneno»).

Marcela iba y venía por la ciudad, con su monedero/bocio de chismes sujeto entre la barbilla y el cuello, dilapidando en calderilla de murmuración todo lo que pasaba, por ejemplo, en casa de los Hernández: que el cadete Pencos, el que se saltó un ojo por cuernos del rey, se ha retado en duelo con don Gonzalo Gonzalo, el capitán más valiente de África.

Pero la figura, el fulgor de África era Franco, en seguida general, «el general más joven de Europa», el que mataba a un legionario por no tornarse la sopa y había escrito el Diario de una bandera y había difundido la consigna «Ni una misa, ni una mujer, ni una copa», consagrando los guerreros, íntegramente, a la causa de España, a la misión de matar moros. Franco, el comandantín, como todos los visionarios de vuelo corto, había extendido como doctrina y disciplina general sus meras peculiaridades personales. Éste suele ser el proceso mecánico de los dictadores. Los capitancitos hablaban de Franco entre la admiración, el respeto y el misterio. ¿Hasta dónde quería llegar aquel hombre con su crueldad y su hermetismo? Un primo de los Hernández, alto y mozo, llamado Martín, había sido arrastrado a África por Franco (eran compañeros de Academia), y, dada su gran estatura, los moros le cosecharon en seguida la cabeza. A Franco se conoce que las lanzas y las balas le pasaban por encima.

El duelo fue en el Parque Grande, en un amanecer indeciso. Acudieron muchas pamelas y sombreros, carruajes y gente a caballo (en el Parque aún no dejaban entrar los primeros automóviles). Sólo faltaron tía Clara, que repugnaba de todo aquello, y tía Algadefina, que al fin y al cabo era el objeto en juego de aquel duelo, cosa que la turbaba y aturdía. Pencos era un sandio y don Gonzalo Gonzalo era un presuntuoso.

Dos hombres que no le interesaban nada se iban a matar por ella. Tía Algadefina iba comprendiendo la fuerza irracional de las cosas y, quizá, el desorden bello y peligroso de su propia vida, brillante de día e incestuosa de noche, prisionera ya para siempre, y engrandecida, por el paso del Rey y la muerte de un hombre, o de los dos.

—Están todos locos, Jonás, hijo, y me van a volver loca.

Jonás madrugó al duelo porque quería enriquecer su memorial con una cosa así. (En realidad, tenía celos de aquellos dos seductores en potencia de sus madres, e iba a verles matarse mutuamente, a ser posible, pero esto ni él mismo lo sabía.) María Eugenia, María Luisa, Delmirina, la prima Marta, cadetes y capitancitos (muy distanciados en un semicírculo de oro y otro de sangre: la sangre de la vanguardia y el oro de la retaguardia), todos bajo el sol blanco de la mañana, a la escasa sombra de los caballos, todos como un siglo antes, porque hay días que salen así: días de otro siglo. Los padrinos de Pencos eran, naturalmente, dos cadetes (aun cuando, como se ha dicho, Pencos estuviese expulsado de la Academia por su intento de suicidio y por su presunta cornamenta real). Los padrinos de don Gonzalo Gonzalo eran el tullido Blas (que no tenía categoría para tal, pero don Gonzalo lo había elegido porque jugaban de pareja en todas las timbas), y el brigada Nicomedes, que, por aquel tiempo, aún no había vuelto al fulgor de África, huyendo del embarazo de la Poti, pues que aún no había embarazo. Pero la Poti también estaba allí, con su ama, aña o aya.

Las mujeres, que tienen un fino instinto indumentario, ya consabido, conocían incluso cómo vestirse para un duelo, aun cuando nunca hubiesen asistido a ninguno, y estaban todas un poco antiguas, deliciosamente antiguas, como cuando se ponen un primoroso vestido de la abuela para una boda. Aquello, para ellas, era, sin duda, volver a los buenos tiempos. Asistían al duelo como a un duelo de teatro, como hubieran asistido al propio teatro, y la idea de la sangre sólo las estremecía un momento, íntimamente.

El Parque Grande estaba claro, espacioso y verde. Los cisnes habían iniciado ya su jornada de unanimidad y del lago venía un frescor de agua recién despierta que pasaba su filo por los cuellos desnudos de las damas como un sable, o como si el duelo fuese a ser a espada, pero iba a ser a pistola.

Y los padrinos repartieron las pistolas, reunieron a los rivales, les exhortaron con palabras y gestos (los gestos fueron lo único que le llegó a Jonás), y luego se retiraron a prudente distancia. El cadete Pencos, cadete o ex, lucía su uniforme byroniano y heterodoxo, y el parche del ojo ponía ya en su figura algo anticipadamente luctuoso. Parecía seguro, satisfecho de su indumentaria, que recogía toda la luz primera, y presuroso como si fuera a consumar, al fin, su frustrado suicidio.

Pasaba una y otra vez su ojo izquierdo y loco entre las damas, como buscando a la imposible Algadefina.

Don Gonzalo Gonzalo, lento, socarrón, fumador y pesado, con el alma un poco fondona, a esa hora (había pasado la noche jugando a las cartas, bebiendo, contando batallas o en la cama de alguna meretriz), arrojó de pronto el puro, como de mala gana. Quizá algún padrino le había advertido de que no era correcto o reglamentario fumar en los duelos. Llevaba la guerrera abierta por arriba, con la camisa asomándole, y Blas el tullido se acercó a abrocharle todos los botones, pues que sin duda existe un protocolo del duelo, tanto para civiles como para militares, ya que el duelo es o era un acto social como un funeral o una boda. Un acto social donde se fingía la muerte como en las bodas se finge el amor.

Los duelistas pegaron sus espaldas, con las pistolas en alto. A Jonás le pareció por un momento que iban a iniciar una cruel cacería de cisnes en el lago. Y esta idea le hizo sonreír. Los duelistas se despegaron y fueron caminando, a largas y lentas zancadas reglamentarias, cada uno hacia su puesto. Esperaban la señal para disparar, simultánea o sucesivamente, esto Jonás no lo sabía. La gente parecía más tensa que ellos. Sin duda, eran dos valientes, pensó Jonás, pero tampoco sabía si esto del valor era una cosa positiva o negativa. Tenía sus dudas.

Los disparos se habían sucedido, instantáneos, con un sonido negro y casi simultáneo. Jonás comprendió que no sabía ver un duelo, que no sabía captar las cosas en el instante en que suceden, sino que lo suyo era reflexionar sobre lo sucedido. Un pavo real invisible, despertado sin duda por las detonaciones, lanzó su primer grito del día, un grito feo, corto y casi funeral. El ex cadete Pencos estaba muerto en el suelo.

Las damas se agruparon unas contra otras, sin distinción de preferencias entre los duelistas, como un papel estrujado, y los hombres acudieron al cuerpo caído, primero los padrinos y luego todos los demás. Jonás recordó que en estos duelos no solía morir nadie —eran a primera sangre—; ¿por qué había decidido él que Pencos estaba muerto? Quizá porque lo deseaba. Quizá porque le alegraba. Como le hubiese alegrado la muerte del otro. O de los dos.

Don Gonzalo Gonzalo, con el brazo caído y la pistola humeante, permanecía quieto en su sitio.

Alguien le tomó el arma, y entonces él encendió, al fin, un largo cigarro puro, como dando el trabajo por concluido. Allí ya se podía fumar. Don Gonzalo, sin duda, era experto en muertos, y sabía que le había acertado a su rival en el corazón, como era su propósito. Por la actitud fumadora, entre aburrida y arrogante, de don Gonzalo, Jonás comprendió que sí, que Pencos estaba muerto. El pobre Pencos, el enamorado Pencos, el imbécil Pencos, el brillante Pencos, el suicida Pencos había consumado su suicidio. Quizá, sí, era eso lo que buscaba. Todos los pavos reales, despertados por el primero, llenaban el Parque Grande, y hasta el cielo, con su griterío pardo, sordo, torpe, breve y repetido. Los cisnes se deslizaban, como nubes de Ingres, por una lámina de cielo verde.

—Que don Gonzalo ha matado a Pencos en el duelo —le dijo Jonás a tía Algadefina.

—El muy imbécil es lo que andaba buscando —dijo ella, despectiva y hasta un poco cínica.

Y Jonás se quedó sin saber quién de ellos era el muy imbécil, si el vivo o el muerto.