ASCENSIÓN y Paquita, las hermanas, se pasaban, sí, la vida en el mirador, soñando unos novios/maridos traspasantes e inconsútiles, un noviazgo sin lujuria y un matrimonio sin penetración.
Afrodita Anadiomenes les hablaba de la verdad de la carne, pero ellas habían decidido que eso era cosa de criadas. Pero cuando los africanistas invadieron la casa, con su sangre, su violencia, su vino y su aroma macho, Ascensión y Paquita comprendieron que el mundo de los hombres no era para ellas: demasiado crudo y rudo, demasiado fuerte, demasiado «verdad». No había príncipes azules. El fulgor de África era un fulgor de sangre y semen, contra lo que habían soñado por las postales, y decidieron meterse de clausura, como la hija de don Lupicinio. Aquella historia del boticario les había empavorecido, en principio, pero luego decidieron, atraídas por la necrofilia y el misterio, que si una de ellas moría en clausura, la suplantaría la otra, puesto que eran una misma alma y casi un mismo cuerpo.
Así fue como las hermanas Ascensión y Paquita volaron del mirador a la clausura, sin pasar por el mundo. Sólo que a ellas nadie iba a verlas los domingos.
Sólo Jonás el bastardo se propuso visitarlas alguna vez (bisabuela Leonisa aportó poca dote al convento, porque ella era cristiana de Cristo, no de las monjas), ya que le atraía la historia del boticario y su hija, y pensaba, por otra parte, que el capítulo de las hermanas profesas era imprescindible en su memorial: quizá alguna de ellas llegase a priora.
Pero el tiempo iba pasando y nadie iba a visitar a las hermanas profesas, los domingos por la tarde. No es que Jonás temiese una suplantación como la sospechada por don Lupicinio y señora, ya que las hermanas tenían previsto suplantarse una a la otra, en caso de muerte o necesidad, y, por otra parte, a Jonás le daba igual. Era simple pereza y distancia de aquel mundo lejano y cercano del convento.
Los domingos por la tarde prefería quedarse haciendo versos, tocando el piano sin piano de Rubén, cuya música ejercía hasta agotarla, desde la mañana en que se la descubrieron Berta Singermann y tía/madre Algadefina.