LA POTI era vecina y amiga de la casa, hija única de un matrimonio mayor, estudiante de piano y solterona precoz, solterona desde los catorce o así, quiere decirse. La Poti tenía el ser moreno, los ojos profundos y sin encanto, el bigote sudado, el alma corpulenta y asexuada, la estatura grande y los ocios tristes.

La Poti pasaba mucho a casa de los Hernández y se la invitaba, mayormente, porque era la que mejor tocaba el piano en los bailes con los cadetes y los capitancitos de África (cuando empezaron las tiranteces entre unos y otros, hubo que dar unos bailes para los cadetes y otros para los guerreros). La Poti, que había llenado el barrio con sus primores de La Leyenda del Beso, a balcón abierto, se quedaba siempre sin novio, pues que su novio era el piano, aunque quizá fuese que la mujer hombruna no mueve al hombre, héroe invicto o no, o que, como ya se ha dicho, la Poti era solterona precoz desde los catorce.

Hasta que apareció Nicomedes, el viejo Nicomedes, brigada entrado en años y arrobas, un retardado de las derrotas de África, un cincuentón con la cabeza grande y rizada en plata, la estatura hermosa, el vientre de cardenal pagano, las manos de agricultor curtidas por la pólvora y la sangre, y la parla casi poética de un Garcilaso de esta nueva guerra española.

Nicomedes vino después que los otros, pero intacto, cantando y contando que las balas no tocaban a los brigadas. En los bailes de los capitancitos, fue el único en reparar en la Poti, en que la Poti sólo tocaba el piano, a sus dieciocho años, y nunca salía a bailar. Nicomedes puso a Delmirina al piano y tomó del talle y de una mano a la hembraza Poti, valsando con ella, entrando incluso en el trote del fox/trot y la polka y el jazzband. Pero la Poti era decente, como toda hija única, o era única, como toda hija decente, y Nicomedes no consiguió pasar sus grandes manos campesinas y guerreras más allá de los contactos furtivos del baile.

Sin embargo, se miraban a los ojos mientras Delmirina enloquecía la música, a cuatro manos con su lisiado Blas, y ella tenía los ojos negros, grandes y feos, y él tenía los ojos pequeños, claros y llenos de mirada, de toda la mirada que le faltaba a ella. La Poti, la pianista, parece que se enamoró, corazón adentro, de su galán/brigada/bailarín, y hasta le invitó a su casa, con sus papás, donde daba recitales de piano, de Chueca y Vives para arriba. El brigada Nicomedes le llevaba a la niña como medio siglo de calendario y un siglo de biografía, pero esto no era un muro entre ellos, sino un bosque en el que ambos querían profundizar. Los hombres de África es que estaban haciendo estragos.

Resultó que Nicomedes, el brigada, también sabía tocar el piano a cuatro manos, con lo que subía todas las tardes a casa de la Poti, para torturar un poco a Soutullo y Vert.

Pero la Poti era casta, honesta, limpia, buena, frígida y muy cristiana. Todo se limitaba a un leve roce de dedos sobre el teclado. Luego, por las noches, en casa de los Hernández, el brigada Nicomedes se permitía más libertades con la joven del bigote: bailes, contactos furtivos, tocamientos secretos y ninguna acción deshonesta, el placer de tocar a cuatro manos una pieza de jazzband, aprendida en la gramola, enloqueciendo de velocidad y música a todos los bailarines y bailarinas. Con los padres de la Poti, circunspectos y asténicos, Nicomedes se entendía casi mejor que con la niña (eran de la misma edad), les contaba la guerra de África, siempre desde el punto de vista nacional, que es como debe de verla un brigada, y aquellos señores no encontraban nada malo en la amistad Poti/Nicomedes, ni nada malo había, así que el idilio de piano duró meses y La Leyenda del Beso la tenían ya tan agotada que sólo se estaba esperando el beso.

¿Hubo o no hubo beso?

El brigada Nicomedes visitaba a la Poti en su piso principal, en presencia de los papás, ella les deleitaba con Soutullo y Vert y luego salían a pasear los cuatro, si hacía buena tarde. La madre de la Poti encontraba a aquel brigada como un poco demasiado mayor para novio de su niña, aunque la verdad es que tampoco iban de novios, sino que el viejo y heroico brigada rendía a la señorita un tributo que era como ponerle toda la gloria de la guerra a sus pies, cual si ella fuere una alegoría de la Patria (las mujeres son muy alegóricas).

El padre de la Poti, un señor delgadito y color cartón, que fumaba puros priápicos, tampoco acababa de encontrar mal la relación, ya que el brigada era más o menos de su edad y tenían mucho de qué hablar entre los dos. Se iban los cuatro a pasear a la orilla del río y las dos mujeres caminaban delante y los dos hombres detrás, hablando de la guerra. El padre de la Poti, que era un solitario forzado, porque su señora le ataba corto, había encontrado un amigo y estaba contento.

Con quien en realidad salía el brigada Nicomedes era con un señor delgado que fumaba puros.

Salvo las fiestas en el palacete de los Hernández, donde la Poti y el brigada tocaban a cuatro manos, de pronto entrelazadas como una enramada bajo el viento de la música, la relación era familiar, amistosa, casta, limpia.

A los cinco meses, la Poti quedó empreñada.

(Tía Clara siempre de blanco, monja pagana en la monjía de lo blanco, adolescente entre la melena corta y el abanico, siempre zapatos blancos, «calzada de jazmín bailable», tía Clara de sombrero, velito pueril sobre los ojos dramáticos, perfil purísimo y estampado de un verano a lunares desiguales, blancos y negros, tía Clara como disfrazada de espía de la guerra del 14, con la boina hacia la derecha, las cinco ondas del pelo en la izquierda y las grandes pieles, que eran las que la hacían más princesa de los Ursinos y más Mata-Hari de provincias, la tía Clara con los brazos en alto, las manos cruzadas sobre la nuca, estival y actual, complicada siempre con el plateresco de los mejores rincones de la ciudad: Jonás el bastardo iba tomando instantáneas literarias de aquella amante/madre, en su memorial.)

Los padres de la Poti no se lo tomaron tan a mal como era de temer, y en seguida consultaron con tía Clara, que era el oráculo femenino del círculo, y tía Clara les dijo que aceptasen el niño, que no lo enviasen al orfanato, y cuando ellos le hablaron de casar a la Poti con el viejo brigada Nicomedes, que parecía lo decente, tía Clara, siempre con un libro de cubierta amarilla en el regazo, les dijo, triste y lejanamente, lo definitivo:

—El brigada estará ya en África, o de camino.

—No puede hacernos eso. Los brigadas no hacen esas cosas.

—Los brigadas y los hombres en general hacen de todo. Ahora mismo están haciendo la guerra, matando moros, que es peor que hacer un niño —dijo tía Clara, mientras pasaba páginas de su libro amarillo y francés, como tratando de reanudar la lectura y despedirles. A la Poti la retuvo un momento a su lado, bajo el magnolio del patio, donde tía Clara se sentaba a leer:

—El niño es tuyo, hija, tienes que parirlo. No lo envíes al hospicio. Cuídalo y quiérelo. Mañana, quizá, no tendrás otra cosa en la vida. Un niño es mejor que Soutullo y Vert.

Y la Poti se echaba a llorar en el regazo de tía Clara, como si fuese su verdadera madre, aunque sólo le llevaba a la pianista tres años. El magnolio, triunfal de magnolias, era como un convento loco al que las monjas blancas de la flor y el fruto se asomaban entre las hojas y las ramas. Un convento sexual, priápico, virginal, pagano y santificado por su propio olor.

Efectivamente, el brigada Nicomedes, de cabeza rizada y manos labriegas, que habían cosechado sangre en África, el brigada Nicomedes, medio siglo de sexo, vida y vino, una humanidad ancha y modestamente inmortal, estaba de vuelta en la guerra por orden del mando superior, según revelaron las investigaciones. La Poti, la pianista, quedó pregnada para siempre por el olor macho y vegetal que desteñía de su maduro amante. Durante la preñez, apretaba la tripa contra el piano para poder tocar, en los bailes de los Hernández, el vals, el jazzband y el fox/trot. Al niño le puso Manuel, en memoria de Falla, y quizá con los años acabó monja, aunque esto no consta en el memorial de Jonás el bastardo.