LA TOS de tía Algadefina. Porque tía Algadefina tenía tos. Una tos casi alegre en la mañana, como el cascabel de su juvenilidad. Una tos ligera, como de haberse tragado la primera espina de ese pescado fresco que es siempre el nuevo día.
Tos de la tarde, cuando estaba en el patio, leyendo bajo el magnolio, tos ligera, quebradiza y fútil, sólo agravada por las ojeras que el crepúsculo le ponía a la hora. Tos de la noche, tos que Jonás le escuchaba a tía Algadefina, por los hondos corredores de la casa, cuando ella venía de la noche carnavalesca, con esa cosa de carnaval tedioso y repetido que tienen todas las noches vividas fuera. Jonás oía pasos de mujer por las escaleras y los pasillos, y así aprendió que todos los tacones de todas las mujeres suenan lo mismo.
A tía Algadefina la distinguía por la tos. Si había una tos ahogada en los corredores, esa tos pequeña que se echa en el cucurucho del puño, es que había vuelto tía Algadefina, y Jonás ya se dormía como más tranquilo, sin saber por qué.
La tos de la tía Algadefina, pespunte tenue de su vida, puntos suspensivos de su raudo vivir, un encanto añadido (el encanto de la fragilidad) a su encantadora y encantante persona. Encantatriz, eso es lo que era.
Ella era la arpista de su tos y a veces ponía una tos irónica, como cuando se le iba a suicidar el cadete Pencos, o una tos lírica, cuando estaba hablando por la reja con un hombre que le gustaba.
La reja o la cancela.
La tos de la tía Algadefina.