CABALLOS en actitud suicida, jinetes con el rayo de la espada en la mano, nubes de moros, soldados y caballos, combates de África, el blanco batallón de los españoles (cualquier batallón) penetrando las oscuridades litográficas de la morisma, perros ladrando a la guerra, el ladrido mismo de la guerra, más poderoso que todo, ladrido sólo visual, expresado en cañones de ineficaz diseño y torpe fuego, el fondo de desierto y nubes rococó, con un rayo de luz enfocado hacia los españoles, todos los cuadros, todos los tapices, partidos siempre en dos, una zona de luz y otra de sombra, rara meteorología, el día claro iluminando al ejército, y las duplicadas sombras de África, la piel, la miseria, la noche de los infieles, más una nube negra encima, ensombreciendo a los moros. Jonás el bastardo descubrió un día que en los cuadros, en los tapices, en las fotos y los grabados de la Prensa, tenía mucho más misterio y riqueza la zona de sombra que la zona de luz (como en la vida), y así lo había visto el artista, o el simple fotógrafo. Por estas imágenes había ido viviendo Jonás la guerra de África, y el cambio estético había precedido en él al cambio ideológico (cosa que ya le pasaría siempre).

Cuando el frente moro de la batalla empezó a interesarle más que el frente español, con su heroísmo perpetuo y de lámina, como más rico tectónicamente, fue cuando empezó a pensar que los moros tenían razón.

Y por entonces llegaron los capitancitos a la casa y Jonás asistió a la transmutación de los mancebos blancos y flechados, ángeles a caballo (el caballo también solía ser un ángel), los mancebos de los tapices y las alfombras, en soldados levantiscos e insolentes, como don Gonzalo Gonzalo, en forajidos condecorados, en cobardes sostenidos sólo por sus medallas, en desflecadas humanidades como el novio de Delmirina, cómico, torcido y mendicante.

Jonás dedujo, y así lo anotó en su memorial, que la guerra se hace para darle tema a las tejedoras de tapices. Que seguramente todas las guerras y todos los tapices se han hecho siempre así.

(Jonás el bastardo había tenido siempre cuchara de plata, cuchara, tenedor y cuchillo de la cubertería de la familia, con el anagrama común grabado en el mango, y esto era lo que más le unía al clan, lo que más le integraba. La cuchara era grande y esbelta, pesada, con la pala ojival por el uso (varias generaciones habían tomado la sopa con ella), y toda la plata de la cubertería era densa, con el brillo ya opaco de años, con el tacto casi humano que van teniendo las cosas muy usadas. La cuchara de plata era el cetro que redimía un poco a Jonás de su bastardismo.)

Capitanes de humo y espuelas, capitanes de litografía, capitanes de tapiz, héroes de tabaco y coñac, héroes de papel; la guerra, que sólo había sido una cosa decorativa y remota en la casa, como una escena de caza renacentista, era ahora una realidad invasiva y violenta, caliente y macho, era la insolencia de don Gonzalo Gonzalo, la muerte sin grandeza, consuetudinaria, de Íñigo, el amante de la prima Marta, el bufonismo involuntario de Blas, el novio de Delmirina, más la tertulia permanente, coñac y naipes, humo y voces, que convertía el palacete en un cuarto de banderas.

Tía Clara parecía más dada a intelectuales, pero tía Algadefina o la prima Marta, como todas las demás, se habían dejado envolver en el tornado alegre y rudo de los guerreros. Jonás pensaba a veces que sólo tía Clara y él establecían la diferencia entre la guerra de los tapices y la guerra en casa, y esto le identificaba más con ella y le hacía elegirla por madre, una temporada.

En todo caso, ella estaba estigmatizada como tal madre del bastardo, según el incidente con don Gonzalo Gonzalo en el sitio de la música.

Con la llegada de los capitancitos se había producido en la ciudad y en la casa el oscurecimiento, o mejor el empalidecimiento de los cadetes. Jonás no recordaba si había anotado ya esto en su memorial, y repasaba páginas para cerciorarse. En cualquier caso, tampoco le parecía mal repetirlo:

los cadetes de la Academia de Caballería habían sido épicos en la ciudad hasta que aparecieron los épicos de verdad, los héroes, los guerreros, los heridos, y las mujeres se dedicaron a éstos, «con esa aproximación de las mujeres al vencedor», como dijera alguien, aunque el vencedor sea perdedor.

Dentro del palacete de los Hernández se reprodujo el fenómeno social en miniatura. Los cadetes, aquellos guerreros en maqueta, se replegaron a un segundo plano, o desaparecieron completamente, u optaron, los menos, por el enfrentamiento directo y la exacerbación de su estatus, de modo que paseaban insignias y espadas, bigotes rubios y brillos, por la calle de Santiago, en claro y dominical desafío a los africanistas, de quien Pencos dijo una vez, en casa de los Hernández, que no eran militares de formación, sino improvisados, forajidos, aventureros. Y se lo dijo, naturalmente, a la tía Algadefina.

Pero la tensión y la pugna entre cadetes y africanistas era cada día más visible y peligrosa en las mañanas del bar Cantábrico, en la calle de Santiago, en los soportales de la plaza Mayor, en las casas que recibían a unos y otros, o a unos o a otros, pues había familias bien que se decantaban por los cadetes, por un cadete ya comprometido en matrimonio con la niña, y otras familias que lo hacían por los guerreros (patriotismo, gusto de la novedad, fascinación, etc.). La casa de los Hernández era de las pocas donde entraban unos y otros indiscriminadamente, pero mientras los africanistas convertían aquello en un campamento de guerra, como más o menos se ha descrito, los cadetes exageraban/estilizaban su posible dandismo militar, su condición estudiosa y galante, su entender la guerra como un álgebra más que como un aroma muerto y vivo de hombre herido y borracho, que era lo que iba llenando el palacete.

Lo que se iba viendo era que el duelo entre unos y otros estaba cada día más claro en aquella casa. Unos y otros se disputaban silenciosamente las mujeres y la gloria.