EL AÑO en que la ciudad estuvo sin tiempo, el año que no ocurrió, el año en que el cadete Pencos paró a tiros el reloj de la catedral, y con él todos los relojes de la ciudad, la tía Algadefina vivía su idilio ecuestre con el citado cadete, pero todas las noches se le metía un hombre en la cama: un hombre hecho, barbado, follador y eficaz, que olía a la casa y a la familia. El tatarabuelo don Hernán Hernández.
¿Pero no estaba don Hernán muerto y embalsamado en la catedral, ya por entonces? Tía Algadefina no lo recordaba bien, pero, en todo caso, recibía al visitante nocturno como algo deseado y esperado, con la misma paz y felicidad con que se espera siempre el incesto. Don Hernán o no don Hernán, lo cierto era que se trataba de un macho del clan, y esto le bastaba a tía Algadefina para entregarle su adolescencia, su virginidad y el doble corazón que latía en sus dos pechos.
Jonás el bastardo, de haber conocido los hechos (que no los conoció nunca), habría calificado el fenómeno, con su pedantería habitual, como «endogamia recurrente», fenómeno que, con ese nombre u otros, se da en todas las familias, incluso las primitivas, si no es (lo más probable) el origen de ellas.
Tía Algadefina vivía su sexualidad nocturna al margen de su juvenilidad diurna, y a veces, en la mesa, en la larga mesa de la gran familia, daba repaso a todos los rostros masculinos, por intuir quién era su compañero de oscuridad y placer.
Nunca llegó a una conclusión definitiva. En tanto, seguía dando paseos a caballo con el cadete Pencos, montada de piernas abiertas, y procuraba no repetir los episodios genitivos del abandonado cementerio, ya que la hembra se suele monoándrica y a tía Algadefina le bastaba con sus éxtasis nocturnos, o éstos hacían intolerable cualquier otro. Por aquellos días se anunció la visita del Rey Don Alfonso XIII a la ciudad, y todas las mujeres renovaron sus pamelas. Incluso tía Algadefina.
El Rey llegó de uniforme, todo de amarillos y verdes, todo de rojos y carmesíes, tal como le había pintado Sorolla en el Retiro de Madrid. El Rey llegó mosquetero y sonriente, delgado y enmujerado, eso se notaba en seguida. Hubo desfile por el paseo de Espronceda, fragor popular, carrozas y tísicos tras la real figura, baile en Capitanía y baile en la Academia de Caballería (con monumento minucioso, pastelero y valenciano, de Benlliure, a la entrada).
El Rey Don Alfonso XIII había de reparar en aquella morena clara que era tía Algadefina, en la gracia descuidada de su pamela, en la anchura y profundidad de sus ojos. Bailó con ella y luego la sacó a pasear en solitario por los jardines de la Academia. Se murmuraba en el salón de baile y el cadete Pencos era el viudo anticipado de una santa que se había llevado nada menos que el Rey.
Mientras el Rey y tía Algadefina hacían penumbra, se reanudó el baile en la Academia, en los salones (no era tiempo de bailar en el jardín), y las parejas, más que murmurarse amores, murmuraban de la oscuridad, la fronda y el misterio del Monarca y su novia, no más que una niña hidalga y provinciana. Qué locura.
Era la consigna escandalosa que corría en todas las bocas, lenguas anabolenas y labios de as de picas:
—¡Qué locura…! ¡Qué gran locura! ¿Se había consumado la locura? El Rey y tía Algadefina tardaron mucho en volver de la espesura, las estrellas y la noche. Luego, él volvía a ser el Rey y ella una sencilla hidalga provinciana, perdidos cada uno en su círculo.
Pero al día siguiente, en la ciudad, no se hablaba de otra cosa. El cadete Pencos se había hecho arrestar, entre otros muchos delitos, por cornudo.