DE LA GUERRA de África llegaban postales, tarjetas, fotos de tenientes con vendaje y estampas de tribus marroquíes, o lo que fueran, un mundo sepia y guerrero, distinto y remoto, por el que se movían, muriendo y matando, los novios y los amigos de las tías. Pero todo eso, que era lo que uno veía en las revistas ilustradas, no constituía sino un anticipo de sí mismo: un día, la guerra, la vanguardia o la retaguardia, llenó la casa de los Hernández: era un continuo ir y venir, entrar y salir de hombres con olor a hombre y geografía, de jóvenes y viejos con una venda en la frente, un brazo de menos y varios machetes en la cintura. Los tres hermanos pedían a los héroes de África que les mostrasen los machetes una y otra vez, machetes que «habían matado moros», y las dos hermanas se enamoraban calladamente, excitadamente, de aquellos hombres, por encima del amor de sus tías, como una ola que sobreviene sobre otra ola. La casa, sí, se llenó de una densidad de guerrero, de un perfume de moro (a los españoles se les había contagiado), de un color que estaba entre la sangre y el sepia de las viejas fotos.
El Barranco del Lobo, el Desastre de Annual, el desembarco de Alhucemas, el año 21, como un año legendario, la Historia viva y caliente, la humanidad violenta y sangrante, sonriente, los guerreros, vestidos de guerreros, que hacían tertulia en los patios de abajo, en los salones de arriba, en cualquier parte, bebiendo coñac, jugando a las cartas, contando sus batallas a las mujeres de la casa. La casa, que se había convertido en un alegre y montaraz hospital de guerra. No había novios ni novias. Todos estaban siempre en grupo, aquellos señoritos guerreros eran como el Imperio devuelto a la metrópoli, para siempre o de vacaciones, una resaca de hombres oscuros y heridas secas, un atezado viento del desierto.
Los tres hermanos vieron primero a los hombres de África como una mitología de cuartel. Sólo conocían de ellos las postales que enviaban a casa o las fotos que venían en las revistas ilustradas: un mundo lejano e irreal, una verdad periodística sin olor, porque lo que da más realidad a las cosas es el olor.
Pero, ahora, la guerra la tenían en casa, podían tocar la sangre, respirar el viento del desierto, que aún se movía tras de cada uno de los militares, como una estela, oler la pólvora quemada que les oscurecía la piel.
Jonás el bastardo veía a las tías, entre aquellos hombres, como las enfermeras de un hospital de sangre. Y veía a sus hermanas enamoradas en bloque de diez o quince hombres a la vez, invadidas por el hombre, vírgenes y como violadas por un batallón. Pobre Ascensión y pobre Paquita.
De modo que la guerra era verdad, aquellos soldados de lujo estaban salvando o defendiendo el Imperio español, la Patria, una Patria rara y oscura, al otro lado del mar, una Patria que costaba trabajo entender. Pero no había más que oírles para ver que estaban cargados de razón, y, en todo caso, la evidencia de la guerra, el olor de la muerte, el perfume de los ausentes (algunos de los más conocidos habían caído para siempre, no volverían nunca más, y su ausencia era la aureola de los vivos), esa realidad nueva que eran los correajes y los uniformes, las armas y las heridas y las mutilaciones, todo esto suponía un alud inasimilable, que a todos los de la casa, mayormente a la última generación, les tenía desconcertados, felices y con mareo.
La llegada de los capitancitos de África produjo en la ciudad, y especialmente en la casa de los Hernández, un curioso fenómeno de sociología militar, o algo así. Los héroes, los aguerridos, hasta entonces, habían sido los cadetes de caballería de la Academia que había en la ciudad. Soldados de juguete, aprendices de soldados, delicadas maquetas de guerrero, hombres que quedaron despintados por contraste con los guerreros de verdad, con los jóvenes capitanes de la guerra, poco mayores que los cadetes, pero que habían pegado ese estirón que supone siempre una guerra, habían sido madurados por las flechas, las balas y el fuego de los moros.
Y Jonás el bastardo no dejó de anotar esto en su memorial: la mujer se enamora siempre más del que ha llegado más lejos; prefiere el militar al civil y el guerrero al militar de Academia.
La prima Marta era alta, bella, monumental, lenta y quizá un poco aburrida, pero de una sexualidad solemne y museística. La prima Marta, en realidad, era prima de las tías, es decir, una tía más, pero ella, con muy buen criterio, había preferido siempre el apelativo de prima, indiscriminadamente, porque la hacía más joven que «tía», y ya no era tan joven.
La prima Marta era de cabeza redonda, pelo moreno y ceñido, nariz bellamente aquilina, de ave de lujo, y cuerpo y estatura que se multiplicaban armoniosamente por sí mismos cada vez que se ponía en movimiento. Tenía fama de mujer libre y al mismo tiempo muy señora —aunque siempre soltera—, y de haber vivido amores adolescentes con un extranjero maduro y casado que había llegado a la ciudad para instalar la línea eléctrica, la línea telefónica, la línea ferroviaria: alguna línea.
La prima Marta era la primera que se ponía el vestido estampado del verano, antes de que llegase el verano, y la última que se quitaba la pamela de agosto, ya en septiembre. La prima Marta, pese a haber elegido el apelativo juvenil de prima (o quizá lo había elegido por eso y contra eso), era callada, catedralicia, estatuaria, quizá un poco aburrida, según ya se ha dicho. Paseaba muy despacio por la ciudad, con frecuencia sola, dejando siempre una estela de hombres tras de sí, marcada por sus amores con el técnico extranjero, quizá alemán, sabedora de que eso la condenaba a la soltería, el ghetto moral y el reojo, a la aventura casual con los hombres, a los que no parecía dispuesta a renunciar.
La prima Marta era una clásica que se había metido a alegre chica de los años veinte, y de ahí venía, quizá, el desconcierto y desajuste de su vida. La prima Marta iba licenciando en amor a las sucesivas promociones de la Academia de Caballería, y un ingenio local se preguntó una vez, en una tertulia, si licenciaba también a los caballos. Pero ella se había instalado en esa dignidad de la indigna, en esa dignidad que hay más allá de la dignidad, y que es la de los condenados a muerte, los desahuciados y las putas.
De modo que la prima Marta paseaba su imperio de caderas anchas y libertad por las calles y los salones de la ciudad, dando una lección desconcertante, y nunca entendida por nadie, a las otras mujeres. Ya su anatomía de Venus de Milo iba contra la estilización efébica de las señoritas de la época, pero esto la convertía precisamente en modelo para las jóvenes y para las maduras, por la elegancia y novedad de sus estampados, por la audacia y simetría de sus pamelas, por el color guante de sus perfumados guantes (que a Jonás le gustaba oler cuando ella se los dejaba olvidados).
Las guerras de África tenían al mundo pendiente de España. Las guerras de África eran las penúltimas guerras coloniales de Europa, y el mundo estaba aprendiendo de las victorias y las derrotas españolas (casi todo país europeo tenía su pequeño imperio exótico). Jonás descubrió, con la invasión de los capitancitos de África (de la que sólo había tenido hasta entonces la visión pálida y sepia de las fotos y las postales), que más allá de la vía del tren de la estación del Norte existía el resto de España, y que más allá de España existía el mundo, y que el mundo era guerra y la Historia era muerte.
La invasión de los capitancitos, sí, le dio a Jonás la medida aproximada de lo ancho, vario, hostil y extraño que era el mundo. Y se acordó de su ingenua huida de aquella tarde, cuando había decidido abandonar la casa y la familia, y sólo llegó hasta las rondas Este de la pequeña ciudad.
Realmente, había imaginado el mundo como una extensión indefinida de la capital en que vivía.
Pero la bisabuela le había rescatado a tiempo.
Con los capitancitos de África, sí, entró el mundo en la casa/palacio de los Hernández, entró la guerra, que es la forma más elocuente de la Historia. Y esto es lo que tenía trastornadas a las dos o tres generaciones femeninas de la casa: no tanto el alud de hombres como el trastorno de la actualidad y del planeta. Con los capitancitos de África, llegaba a aquella casona el siglo XX.
Las tías, las primas, las hermanas, se limitaron a cuidar a los enfermos, coquetear un poco, ofrecerles té a todas horas, aunque ellos preferían el coñac, y cambiarles el vendaje.
Afrodita Anadiomenes se dejó poseer por todos ellos, o por cualquiera de ellos, en cualquier sitio y sin resistencia, en una escalera, en un patio, en una alcoba, en la rampa de césped del jardín, en un tras—patio. Y, en cuanto a la prima Marta, también se pasó por su cuerpo museístico y poderoso a todos los que estaban disponibles, aunque, naturalmente, con mayor discreción y selección que Afrodita Anadiomenes. Como la mujer es selectiva, sí, la prima Marta acabó eligiendo a un alférez alto, fuerte, con vendaje en la cabeza, vendaje sobre el que se ponía un gorro redondo de moro, de árabe o de judío: en todo caso, un gorro de terciopelo, burdeos y bordado, con greguería de plata auténtica.
A este alférez, hijo de una de las familias nobles de la ciudad, no le pasaba nada, salvo que tenía una bala de los moros metida en un pulmón, pero él respiraba como podía y fumaba mucho. Estaba de vuelta en la ciudad para someterse a tratamiento en la Cruz Roja, pero nunca iba, por indiferencia a la bala o por prolongar su permiso (mayormente cuando conoció el amor de la prima Marta). Se llamaba Íñigo:
—Que te llevo mañana por la mañana a la Cruz Roja, Migo.
—Mañana es domingo. Mejor pasado, mujer.
—Fumas demasiado, Migo.
—Fumar es bueno. A ver si en un golpe de tos echo la bala.
En mitad de la cópula, cuando Marta le oía respirar raro, se lo decía:
—La bala, Migo.
—No me interrumpas, mujer, que estoy en el trance…
A Migo, el hermoso alférez, no le mató la bala de los moros, sino que una mañana fue a la barbería y, al afeitarle, le cortaron un grano infectado (infectado el grano o la navaja), le entró una septicemia y lo enterró su familia con toda la pompa del apellido, que era mucha. Sin razón exacta, esta familia culpaba a los Hernández de la muerte del alférez Migo, y concretamente a la prima Marta.
Ambas familias no volvieron a hablarse. La prima Marta, viuda sin matrimonio, muy enamorada, se dedicó a todos los hombres, alféreces o no, que era como no dedicarse a ninguno. Fue para siempre la mujer estatuaria y disponible, triste y hasta grave, que lucía en todas partes la monumentalidad de su dolor (todo era monumental en ella), sombreada bajo el sol de la Hípica, en las tardes de domingo, o maquillada de luces interiores en la intimidad del Aero Club. Un amor desgraciado siempre ennoblece a una mujer, por muy puta que haya sido.