EN UNA TARDE de la pubertad, Jonás el bastardo, lleno de rebeldía y dolor de cabeza, se fue de casa dispuesto a no volver. Jonás vivía la ajenidad que era su vida y, por otra parte, aún no había iniciado el cronicón de la familia, que luego le ataría a ella tanto como le distanciaría. Jonás no quería sufrir por más tiempo la palabra bastardo en la voz sinaítica del tatarabuelo don Hernán Hernández, ni el siseo de las criadas —la Ubalda, la Ino, la Pilar—, ni el entreojo del vecindario.

De modo que no recogió absolutamente nada, sino que vació sus bolsillos de canicas, cuproníqueles y rabos de lagartija fosilizados, se echó la bufanda al cuello (quizá era otoño), una bufanda blanca con un hermoso anagrama negro que le habían bordado las hermanas (las hermanas no dejaban de quererle un poco), bajó las escaleras lentamente, se alejó de la casa lentamente, perezosamente, evitando toda sensación de huida, y luego se fue perdiendo al este de la ciudad, por entre hospitales y avenidas de castaños, por entre casas de lenocinio y palacios que tenían en sí, aquella tarde, el plateresco del sol y la tristeza de la Historia.

Jonás nunca había andado tanto, ni siquiera en las excursiones del colegio, de modo que pronto se sintió cansado y se sentó en un banco de piedra, en una calle grande y vacía, toda de clínicas, pabellones universitarios, viejos hospitales, chalets incógnitos y árboles inmensos, que le daban ya a Jonás casi la sensación de haber llegado a otro continente.

Sentado en el banco, con calor y con frío, con soledad y con hambre (quizá era la hora de la merienda), Jonás no se sentía alegre ni triste, malo ni bueno, sino que sólo se sentía literario.

Literario, sí: el pequeño escribiente florentino, o el pequeño vigía lombardo, cualquiera de aquellos personajes infantiles tan leídos y amados en la escuela.

Se sentía asimismo el Jack de Alfonso Daudet, más todos los niños abandonados de Dickens (que le gustaba menos porque cuidaba menos el estilo). Jonás comprendió aquella tarde, convertido en un personaje del hermosísimo Corazón de Edmundo de Amicis, que nunca tendría en la vida sino emociones literarias, que él estaba construido por sus padres —qué padres— de literatura, y que la literatura era su órgano para captar la función del mundo, como los bigotes de su gato eran las antenas de su perceptibilidad. Una vez que hubo descansado un rato, Jonás siguió la caminata, ya con menos fe en su libertad, o con menos libertad en su fe, sin encontrar a su paso más que algunos mendigos, alguna recadera de las putas y algún guardia municipal que le miró con curiosidad, pero sin mayor inquietud.

Jonás hubo de confesarse de pronto a sí mismo que esperaba encontrar un nuevo banco para volver a sentarse. La huida del hogar, aunque sea un hogar indeseado, tenía el inconveniente de que había que andar mucho. Y sentado en el siguiente y remoto banco de piedra, fijo y firme como la tumba de un niño, le cogió a Jonás el tílburi de la bisabuela Leonisa:

—¿Qué haces ahí, bastardo? —Me voy de casa, bisabuela.

El caballo del tílburi era canela, se movía mucho, como alegre de haber encontrado al niño de la casa, y bisabuela Leonisa parecía más joven o menos vieja, con pamela oscura de fieltro y las riendas en sus manos leñosas y centenarias.

—Adonde vas a ir es al orfanato, como todos los bastardos.

—Prefiero caminar, bisabuela.

—Anda, sube conmigo o te mato aquí mismo a latigazos.

Y bisabuela Leonisa tenía en la mano el látigo del caballo y las trenzas de su pelo, como una plata vieja y no bruñida, le salían de la pamela. Los ojos abultados y jerárquicos de bisabuela Leonisa pudieron más que la voluntad del pequeño escribiente florentino.

Jonás, mientras subía al tílburi, comprendía que un libro, aunque fuese Corazón, de don Edmundo de Amicis, no sirve para defenderse contra la vida.

Y así es como terminó la fuga de Jonás hacia el mundo y la libertad, la larguísima fuga de una tarde. Sentado junto a la abuela, desde lo alto del tílburi, Jonás iba recuperando como infantito la ciudad que había querido abandonar como mendigo.

Le gustaba repasar las viejas calles y las viejas casas. Ahora se sentía el rey niño de todo aquello.

Y comprendió que para ser solo, libre, vagabundo y héroe, hay que tener mucho más impulso, mucha más violencia o, simplemente, muchos más años.

Experimentaba el sonrojo interior de deleitarse como príncipe en la recuperación de su ciudad, mientras la bisabuela Leonisa le daba con el látigo al caballo, sin necesidad, y vivía también la angustia de saber que faltaban muchos años para que él se escapase. Porque se iba a escapar de todos modos, de eso estaba seguro. Se tranquilizó, al fin (era un ecléctico, sin saberlo), pensando que lo suyo no había sido una fuga frustrada, sino una fuga anticipada. Cuando uno huye, parece que la ciudad le expulsa. Cuando uno regresa, triunfal, parece que los viejos palacios se han unanimizado para recibirle.

Jonás, al costado violento y milenario de la bisabuela Leonisa, agarrado a todos los salientes del tílburi para no caerse (el carro saltaba sobre los adoquines), vivía el triunfo y la humillación del hijo pródigo. Aunque a él, como queda dicho, le llegaban más los modelos literarios que los modelos evangélicos. Había princesas y putas, niñas y viejas, nobles y pícaros, haciendo doble calle al paso avasallador del tílburi, y todas las caras sonreían vueltas hacia Jonás, y Jonás comprendió lo difícil que es renunciar al principado, aun cuando el principado sea apócrifo.

TÍA CLARA era la norma, el orden, el despacito y buena letra, la lectura explicada de la Divina Comedia y el Quijote, de Milton y Platón. Tía Clara era el paseo lento por el jardín, o por el barrio, o por un parque de la ciudad. Tía Clara era el plátano por la mañana —«los plátanos ayudan a crecer a los niños»—, el filete a mediodía, el pan y el chocolate a media tarde.

Tía Algadefina, ya se ha dicho, era el Modernismo, Rubén Darío, las vanguardias que venían como un luminoso atropello y los juegos por el césped, con los perros y los gatos. Jonás el bastardo fue el niño con dos madres, un niño entre Descartes y Schiller, entre el racionalismo y el romanticismo, y esto él no lo sabía, pero le daba ventaja sobre otros niños, mayormente sobre los niños de madre berroqueña, hecha de una pieza o de una roca. Tardaría muchos años (ahora estaba casi llegando a ello) en hacer la síntesis, en fundir a las dos madres apócrifas en una madre real, en confundirlas, incluso, como una personalidad (toda personalidad) escindida en dos.

Tía Clara era alta, clásica, serena y hasta un poco solemne. Se levantaba hacia las nueve de la mañana, tras haberse tomado la temperatura (siempre estaba un poco enferma, llevaba la tisis por dentro, como una estatua de museo lleva la carcoma), se lavaba y arreglaba sobriamente, leía los periódicos desayunando y solía dedicar las mañanas a contestar la correspondencia (siempre tenía mucha correspondencia, con gente de Madrid e incluso del extranjero), y Jonás se acercaba a admirarle por encima del hombro su pluma estilográfica veteada y elegante, con plumín de oro, y su caligrafía redonda, clara y serena.

(De paso, Jonás respiraba el pelo de aquella hipotética madre, su olor a mujer joven, una cosa que trasudaba estivalmente por debajo de las colonias y los champúes.) Después del almuerzo (tía Clara le sentaba siempre a su lado, en la mesa), ella reposaba una hora o dos, antes de recibir a las visitas de la tarde o de irse a la calle: unos días, enigmáticamente solitaria; otros, dentro de la legión de hermanas, primas, amigas y cuñadas. Siempre con una pamela clara u oscura, pero ajustada a su perfil exacto, o con un airón de color o pluma o ráfaga en la cabeza. Tía Clara era muy alta y, sin duda, la más elegante del grupo (aunque procuraba no vestir a la última), así como tía Algadefina era la más bulliciosa y adelantada. Lo apolíneo y lo dionisíaco (Jonás aún escribía con estos términos pedantes), combinándose y alternándose como en una sinfonía de Mahler. Claro que entonces se llevaba más Falla y el Bolero de Ravel. Tía Algadefina hacía vivir en sí a Falla y al Bolero de Ravel, pero tía Clara era un Bach bien tocado por una mujer que tocase a Bach, que hiciera surgir de la música de Bach la mujer que no hay en su música.

En cualquier caso, el tropel perfumado de las mujeres abandonaba la casa, como una elegante estampida de yeguas, como el rastro de un can—can que nadie había bailado, pero que les bailaba a todas por dentro.

Y Jonás el bastardo (más dañado ya por la mujer (madre, tía, posible novia, improbable amada) que sus hermanos), se quedaba más solo que ellos, vivía horas en el foco de perfume (como el foco de luz de los teatros) que ellas habían dejado en el salón. No era el momento de recurrir al amor desnudo y directo de Afrodita Anadiomenes, ni el momento de elucidar una madre entre las madres. Era sólo el momento, el larguísimo momento, de respirar la ausencia de la mujer, eso que luego, en la vida, se le concretaría, con imprecisa precisión, como amante/madre/tía/criada/meretriz/novia/amiga, todo lo que puede ser la mujer en la vida de un hombre, o según el hombre que la lea.

Jonás, al atardecer, cuando la alegre pandilla o la tía solitaria salía de casa, vivía previamente eso que luego, en la vida, ha de vivir todo hombre: la huida de la mujer, su saga/fuga, su ausencia, su falta a una cita. No sabía Jonás si las echaba de menos a todas ellas, a la esbelta turba, o a una sola entre ellas. Como remedio, al fin, y como manera de aclararse las ideas, Jonás se metía en el cuarto de los hermanos a trabajar en el memorial de la familia (mejor si el abogado/torero se había ido a una tertulia taurina y el becqueriano del laúd se había ido con una novia entre romántica y pastelera). Y lo primero que le salía a Jonás era el retrato de tía Clara, tal como ha quedado expuesto en este capítulo, más o menos: su sobriedad, su maternidad, su elegancia casi adusta, su clasicismo (que sin duda ocultaba otra cosa, como todo clasicismo), y, sobre todo, aquella manera que tenía tía Clara de pasar de Venus de Milo a dama de Toulouse—Lautrec (Jonás ya sabía que la pintura es la pizarra de la literatura, y por eso la usaba), sin perder dignidad, erguimiento, sobriedad, verdad.

Tía Clara, en aquellas salidas nocturnas (siempre volvían de noche), era como una estatua griega conservando su apostura hembra en un jardín romántico. Como una Venus enferma exaltando su clasicismo bajo la luna, recién desenterrada por el arado renacentista. Tía Clara era Grecia seducida ya por el Oriente (lo que supuso el final de Grecia). Una diosa griega o romana dejándose devorar por todos los venenos que nos acechan en el fango. Y Jonás, tatuado aún por los besos que le habían dejado todas al irse, dulcemente estigmatizado, anotaba en su memorial la frase de un escritor que había sido actualidad poco antes de nacer él:

«Persia, Persia; Grecia es el gran error.» También Jonás se sentía más persa que griego.

EL ABUELO Cayo murió como había vivido: sin dar un ruido. El abuelo Cayo había sido viudo toda la vida, y había ejercido de tal. Hay quien nace para viudo, o para viuda. El abuelo Cayo, desde tiempos que se perdían en los álbumes familiares, había vestido de negro (tenía algún traje con rayita que sólo se percibía muy de cerca: ¿coquetería de viudo?), se había peinado en figura de peluquín un pelo que era natural y suyo, había gastado bigote de un siglo antes, barba corta de institucionista, sin serlo, y, a veces, gafas de pinza sin montura, para leer, aunque no leía otra cosa que el Kempis.

Jonás el bastardo curioseaba el Kempis del abuelo Cayo como curioseaba el Derecho Romano de su hermano, hermanastro o lo que fuese, el señorito Cayo, hijo del señorito Cayo y nieto del abuelo Cayo, que ahora se moría. Jonás iba en busca de literatura, claro, como siempre, pero le satisfacía más la prosa simétrica y cesárea del Derecho Romano que el pseudolirismo masoquista de Tomás de Kempis, aparte de que las atriciones del señor Kempis eran cosa en la que Jonás no participaba en absoluto. El Kempis del abuelo Cayo era un libro negro y rojo, pequeño, usado, que andaba siempre rodando por la casa, pues el abuelo lo tomaba y dejaba al azar. O tenía muy mala memoria, o se lo sabía de memoria.

—Que dónde está el Kempis del abuelo.

—Que el abuelo pregunta por su Kempis.

—Que hay que encontrar el Kempis del abuelo Cayo.

Esta facilidad para perder y encontrar el Kempis, el libro único del abuelo (el abuelo Cayo era hombre de un solo libro), puede que estuviese revelando una involuntariedad freudiana (Freud estaba entonces muy de actualidad, aunque no precisamente en la cabeza del abuelo Cayo). Quizá el abuelo Cayo estaba harto del Kempis, pues no se puede estar toda la vida leyendo el mismo libro.

Pero había, quizá, dos razones para que el abuelo leyese y releyese el Kempis:

Que cifraba en este libro su salvación eterna.

Que su pereza mental era incapaz de abrir ningún otro libro, ni siquiera el Año Cristiano (doce tomos del XVIII, carcomidos) que le había dejado su santa esposa al morir, y que asimismo fue la lectura sempiterna de ella: cada noche el santo del día). En esta divergencia de lecturas encontró Jonás, más tarde, haciendo el memorial familiar, algo muy característico de los hombres y de las mujeres: dentro de una común piedad, él prefería la especulación, digámoslo así, el pensamiento, la lírica de Tomás de Kempis.

Y ella prefería las vidas de los santos, amenamente contadas, con una ortografía del XVIII que la abuela había llegado a dominar. La mujer, dedujo Jonás, es un sexo narrativo. Y esto se le confirmaba tanto en los saraos de las tías como en el sarao de las viejas, ya que unas y otras se limitaban a contar historias: jamás se remontaban a una generalización, jamás obtenían un corolario intelectual de tanta acumulación de experiencias verbales o directas. Sólo tía Clara y tía Algadefina le decían a Jonás de vez en cuando una verdad resumida, escueta, general, directa, aguda y valedera.

Por eso o para eso eran sus madres.

En todo caso, los encuentros y desencuentros del abuelo Cayo con su Kempis formaban parte de los tics o ritos de todo clan, de toda familia, y, en aquella noche de su muerte, Jonás el bastardo vio el Kempis junto a la cabecera del enfermo (quizá pensaban meterle el libro en el ataúd, ya que era su pasaporte para el cielo).

Así como el tatarabuelo don Hernán Hernández había muerto espectacularmente, como había vivido, el abuelo Cayo se murió silenciosamente, también como había vivido, sin dar un ruido, se murió de nada, se murió de sí mismo, o se murió de la pócima que el bastardo Jonás, verdugo incruento de la familia, a la par que su genealogista, le trajo de la farmacia de Martín Bellogín, según la receta magistral de don Félix, el ya citado médico de la casa, que asimismo iba conduciéndoles a todos a la tumba con palabras latinas e hipocráticas. Se había repetido el viaje del muchacho por la ciudad, con el vaso por delante, en la noche, cogido con las dos manos, como una espada, sí, y la convicción del recadero en cuanto a las posibilidades curativas o letales de aquel bebedizo. El abuelo Cayo se lo tomó con sed de difunto, como si fuese agua de cebada (la única licencia de su vida) y murió en seguida.

Por una vez, el Kempis estaba en su sitio, en la mesilla de noche, sobre el tapetito con Cristos y medicinas. Jonás tenía una teoría de la muerte que ya se ha explicado aquí: unas personas mueren visiblemente segadas por la guadaña y otras se van borrando en el tiempo, como un esbozo. Pero la muerte del abuelo Cayo le reveló a Jonás una tercera forma de morir: la del hombre que hace de la muerte el último acto de su vida; el hombre que ha vivido muerto, que no ha vivido y, por tanto, tampoco muere, sino que se echa un sueño y no abulta más de muerto que de vivo. Ni menos.

Así murió el abuelo Cayo, y por esta misma razón nadie le lloró demasiado. No tenía viuda que le llorase, con lo que todas las mujeres de la familia (abuelas, madres, hijas, sobrinas) se convirtieron por un rato en una viuda colectiva, con ese sentido y ese tacto para la muerte, antiguo y delicado, que tiene la mujer. Al día siguiente se llevaron al muerto, claro, pero el Kempis quedó para siempre, olvidado, en la oscura y alta mesilla con tapetito, como el testamento piadoso que el muerto no había hecho, y que nadie leyó jamás.