YA SUENAN los claros clarines, ya viene el cortejo de los paladines… Los versos sonaban, cantaban, temblaban, eran un río alzado o una música movida por el viento, o una gasa de luz azotada por más luz. Los versos de Rubén Darío en la voz visional y líricamente asustada de Berta Singermann. Ya suenan los claros clarines. Jonás el bastardo, en las localidades altas del teatro Tirso de Molina, el teatro operístico de la ciudad, descubría una belleza nueva en el mundo, en la palabra, o se dejaba descubrir por ella. Sí, más bien era la belleza inédita, audaz y antigua de aquella música, la que le estaba descubriendo a él, la que le estaba buscando, penetrando, encontrando otro yo más desnudo y vibrante que el yo cronista de la genealogía de los Hernández.
Ya viene el cortejo de los paladines. De modo que ésa era la corriente que recorría el mundo, ésa era la música que traía el futuro, ésa era la palabra que le abría a uno en dos mitades, dejando fluir toda la sangre y la belleza del idioma en libertad. Eso era lo suyo, eso sería lo suyo, pensaba Jonás en las localidades altas del Tirso. Pensaba y sentía.
Lo que traía aquel poeta en sus versos era una música y un crimen, una armonía y una rebeldía, la necesidad inmediata de cantar en libertad y de matar a alguien. Jonás siempre había asociado la emoción estética con la emoción de la libertad, que en su corazón llegaba hasta el crimen. Jonás, en esto, se reconocía bastardo.
Pero sabía que, después de aquella mujer, después de aquellos versos, después de aquellas palabras luminosas como trigo y rebeldes como el simple cuchillo afilado por la luz, él ya no iba a ser el mismo, él iba a vivir estremecido como un sable desnudo o un chopo solitario, como una luz o un pecado. De pronto, Jonás volvía en sí y veía lo inmediato, aquella mujer remota y ondulante en el escenario, castigada por mil luces, aquel teatro de rojo y oro, la usura del tiempo en los metales y los terciopelos, la masa del público, como dos acantilados de sombra y nada más (seguramente estaban allí como en la ópera o el cine), el semicírculo amplio y elegante del coliseo, las alturas celestiales y barrocas de la cúpula, la diadema simétrica, mortecina e irreal de los faroles. Al recobrar la realidad, Jonás recobraba otra realidad: empezaba a ver el mundo de otra forma, embellecido o transfigurado por la palabra del poeta y la voz de la actriz.
Pero había una mano cogida a su mano. Sí, la mano de la tía Algadefina, que le había llevado al recital aquel domingo por la mañana. Cada mano, la de la muchacha y la del niño, refugiaba su temblor en la mano del otro. Una misma electricidad les recorría. Jonás no se atrevió a volver la cara hacia tía Algadefina por miedo de llorar o de llamarla madre.
Ahora estaba fijo y tenso en la atención al escenario. Ahora sabía que las emociones de la vida (la emoción de una madre) también le llegaban por vía estética, o no le llegaban. Yo debo ser un monstruo, se dijo. A punto estuvo de adoptar a tía Algadefina por madre para siempre. Era, en todo caso, la que le había alumbrado a una belleza nueva y una libertad cintilante como el futuro. Pues que Jonás vivía el desgarramiento entre ambas madres (hipotéticas). Tía Clara le daba el rigor, la disciplina, la sensatez, la aritmética, la seguridad y la confianza. Tía Algadefina (ya suenan los claros clarines) le daba la ternura, la alegría, la risa, le daba a Rubén Darío y los conciertos dominicales de por la mañana, y los paseos a caballo, cuando niño, y el rodar, abrazados, por el jardín en declive.
Ya suenan los claros clarines, ya viene el cortejo de los paladines. Tía Clara, tía Algadefina. Jonás el bastardo se había sentido desde muy pronto el niño con dos madres y sin ninguna. Por las mañanas jugaba en el jardín con tía Algadefina, daban de comer a los gatos y a los perros, veían volar a las urracas en torno de la alta cosecha de ciruelas (ciruelas con las que luego haría mermelada la bisabuela Leonisa), se bañaban en la alberca, por agosto, él desnudo y ella con un gorro de goma y un bañador azul marino con visos blancos, adorable y delgada: era cuando mejor se veía que era la pequeña de sus hermanas, y no sólo en edad.
Tía Clara, por las tardes, le tomaba la lección de inglés, la lección de Historia, la lección de aritmética, incluso. Tía Clara le estaba haciendo un hombre, y sólo las madres saben hacer hombres, además de parirlos. Jonás, adolescente, se preguntaba si todas las madres no están partidas en dos, una severa y la otra niña. Él las tenía por separado. Sólo con el tiempo aprendería a fundir a ambas mujeres en una obteniendo así una madre completa, salvo la revelación posterior de quién era la madre.
Pero Jonás intuía que su vida, su futuro, estaba más en la música de Rubén Darío que en la aritmética de tía Clara. ¿Acaso no se hace también hombre a un hombre con los claros clarines y el esperado halago sensual de «paladines»? De momento, tía Algadefina había parido en él a otro, a un otro más él, más íntimo y abierto, más fuerte y sensible al mismo tiempo.
Con las manos cogidas todo el rato, en las localidades altas del teatro, las más baratas, Jonás sentía que la mano de Algadefina era seca y morena, vibrátil y muy joven: ¿demasiado joven, esta mujer, para haberme parido? Le angustiaba la duda. Pero tía Algadefina era ya una criatura de Rubén, con el rostro puro, los ojos hondos, el pelo corto y como griego, el cuerpo fino y toda una anatomía de arpa que cantaba con el paso del viento o las caricias de un niño.
Salieron del teatro, como devueltos a una realidad sombría, hasta que el sol dominical de la calle les hizo ver una ciudad de oro con lepra de siglos y torres románicas, con toda una fantasía plateresca improvisándose en la luz a partir del plateresco histórico de los monumentos.
Jonás cambió de lado y se cogieron las otras dos manos, como hacen los novios. Era un tener a la tía Algadefina por la otra punta, por el otro extremo de su sensibilidad delgada y hasta débil, pero tan viva.
Ya suenan los claros clarines, ya viene el cortejo de los paladines. Tía Algadefina hacía una parodia divertida y emocionada de la dicción de la Singermann. Fueron paseando hasta casa, como tantas veces, y a tía Algadefina la miraban los hombres, especialmente los cadetes de caballería, y Jonás no sabía si sentirse orgulloso o enfadado.