JONÁS el bastardo caminaba solitario por las calles, desde la farmacia de don Martín Bellogín hasta su casa, en la noche de invierno/verano, con un vaso en las manos, por delante, como si llevase un cáliz.

El vaso estaba cubierto con un papel habilidosamente rizado al cristal, en forma de tapa, cubriendo la fórmula magistral que el médico había recetado al enfermo o la enferma. Jonás el bastardo había hecho otras veces este viaje, a lo largo de su infancia y adolescencia, de modo que sabía ya que era el primer viaje mortuorio de una muerte inmediata. Aquellas fórmulas magistrales, que había que encargar por la tarde y recoger por la noche, no servían nunca para nada, salvo para matar al difunto. Nunca se enviaba a las criadas al recado, sino que se confiaba más en las manos delicadas de Jonás, aunque era el pequeño de la casa. La ciudad era una inmensidad de sombras, un pirograbado de intuiciones, sólo ilustrado por los faroles alfonsinos, isabelinos o fernandinos, según los barrios, que llevaban allí toda la vida, y que primero fueron de gas y luego de electricidad.

Jonás pisaba calles que se volvían irreales en la noche, calles conocidas y desconocidas al mismo tiempo, una ciudad muy sabida y una ciudad nueva, como en los sueños. Soñar es otorgar a lo cotidiano la dignidad de lo desconocido. A Jonás le gustaban estos recados, hechos dos o tres veces en su vida, porque le permitían acceder a un reino de moles pálidas y sombras fulgentes que no era su sabida y tediosa ciudad diurna.

De modo que había otra ciudad en la ciudad. Comprendió de pronto por qué algunos hombres salen de noche. Más que la lujuria de la lujuria, está la lujuria de la ciudad. Jonás llevaba su vaso en ambas manos, por delante, sintiendo el frío o el calor del líquido, y sabiendo en cierto modo que le llevaba al enfermo o a la enferma la cicuta final. Como sólo había visto a los médicos en circunstancias mortales, los imaginaba como ejecutores de la muerte.

El vaso, entre sus manos adolescentes, era un cirio, una luz, un tabú, una magia, un misterio, una receta que le abría paso entre la pereza de lo negro. Primero, Jonás el bastardo había hecho ese recado, había llevado esa fórmula desesperada a don Hernán Hernández, sintiéndose portador de la vida, cuando era heraldo ingenuo de la muerte. Luego, se lo había llevado al bisabuelo Cayo, que también murió del tósigo, entre sus rosarios y sus edemas. Hoy se lo llevaba a una tía entre las tías, a una tía anónima, o casi, que se estaba muriendo, quizá la tía Delmirina, cosendera y cursi, lejana y menuda, poco querida de Jonás. Pero lo importante era que Jonás, en su larga y lenta paseata (no había que romper el vaso o derramar el líquido), ya sabía que llevaba al enfermo/a el tósigo penúltimo, la cura definitiva (esa sanación que es la muerte), y esto no le causaba ninguna inquietud, pues que era sólo un mandado y, por otra parte y sobre todo, no se trataba de sus padres ni de sus madres. Al resto de la familia ya los había salvado en su cronicón, que reputaba inmortal.

De modo que llegó a cogerle gusto a aquellos lentos y largos paseos nocturnos, repetidos cada cuatro o cinco años, cuando la ciudad imaginaba nieblas y el río presentido, cercano y hondo, se inventaba una ciudad a partir de unas luces.

Él tenía una doble función en la familia: inmortalizarlos a todos en sus crónicas e irles dando muerte con la complicidad del médico de cabecera, don Félix, un viejo de toda la vida que se equivocaba siempre. A Jonás el bastardo le gustaba este servicio (para eso era bastardo), y sufriría con los años las equivocaciones de don Félix, hasta casi matarle un día, a golpes, en un duelo, pero todo se contará.

Jonás iba por las calles conocidas/desconocidas, todas de piedra y silencio, con el vaso por delante como un cuchillo erguido y sujeto con las dos manos. Sabía por experiencia que aquel bebedizo era la pócima final del moribundo. Él había creado, en su imaginación y su caligrafía, la estirpe de los Hernández, y él la iba decapitando, uno a uno, cuando le llegaba la hora. La niebla descendía como un cielo espurio y el río soñaba ciudades cruzando al costado frío de la ciudad.

Pero ¿por qué era él el bastardo? Se hacía esta pregunta mientras se acercaba a casa con el vaso de la farmacia de don Martín Bellogín. Los padres de sus cuatro hermanos, dos chicos y dos chicas, habían muerto. Él no tenía padres reconocidos y, sin embargo, siempre había sido acogido como hermano de sus hermanos en el seno de la familia. Dentro de esta confusión, Jonás sólo se ocupaba de discernir a su madre entre las dos madres candidatas e intuidas, entre dos tías solteras: tía Clara y tía Algadefina. De momento, se eludía a sí mismo en su cronicón. Ya llegaría el día de ponerlo en claro. Jonás el bastardo sabía que, con el tiempo, le correspondería llevar la receta magistral y letal a la bisabuela Leonisa, a la tía Magdalena, a la tía Pilar, a la tía Concepción. ¿Y tendría que llevárselo también a sus madres? No. Ese día pensaba dejar caer la medicina por el camino. Aquélla era la medicina de la muerte.

Jonás el bastardo proseguía su paseo por la ciudad que no era, una ciudad imaginada por un río, despacio para no romper el vaso o derramar el líquido. Despacio como sus pensamientos. Despacio como un asesino adolescente, que eso se sentía y de esta previa condición gozaba. Una sombra de sereno, una sombra de perro se cruzaban a su paso bajo los hondos soportales. La farmacia, con su luz blanca y funeral, quedaba ya muy atrás.