AFRODITA Anadiomenes tiene las dimensiones desnudas y justas que impone su clasicismo.
Afrodita Anadiomenes se paseaba por la casa desnuda, hacía las labores, limpiaba los cuartos, sacudía las alfombras, cantaba por las mañanas y se asomaba por las tardes al mirador de las criadas —«que las criadas tengan un mirador a la calle», había dicho la bisabuela Leonisa—, por si pasaba algún soldado.
Afrodita Anadiomenes se peleaba de mentira con los tres hermanos, sobre todo con el bastardo, o cosía hacendosamente con las dos hermanas, con las dos chicas, Ascensión y Paquita, en el mirador de las señoritas, por si pasaba algún teniente. Quizás, a Afrodita Anadiomenes le gustasen también los tenientes, pero le estaba vedado hacer comentarios. Ella sólo podía opinar sobre soldados. Los tenientes se suponía que tenían que enamorarse de las señoritas, aunque fuesen tan niñas, Ascensión, la menor, y Paquita, un año mayor. Lo que pasa es que quizá Afrodita Anadiomenes, más lozana que todas las mujeres de la casa, y siempre desnuda, dejaba tras de sí una estela de hombres, tenientes o no.
Los dos hermanos y el bastardo estaban locos de amor por Afrodita Anadiomenes, sólo que los legales, los legítimos, no podían ni querían comprometer su porvenir en unos amores con la mujer espuria de la casa, mientras que el bastardo, como era bastardo, no tenía nada que perder, y se acostaba con Afrodita Anadiomenes en las tardes de la soñarra de la tardorra del agostorro, a la hora de la siesta, o en las noches blancas y sigilosas del invierno.
Gracias a Afrodita Anadiomenes, siempre fresca como una manzana pelada y disponible como una amante enamorada (Afrodita Anadiomenes no estaba enamorada del nadie), Jonás el bastardo no tuvo traumas sexuales de pubertad, ni cayó en tristes y sucias masturbaciones, ni acudió antes de tiempo a las casas de lenocinio. La criada y el bastardo hacían el amor en el cuarto de la plancha, o en la torreta de la casa, palomar donde se sacrificaba una única paloma al año, por navidades, o en la bodega, con olor a vino maduro y a la respiración de la araña.
Jonás el bastardo estaba escribiendo la historia y la genealogía de la familia, quizá por compensar su bastardía con la erudición al respecto que no tenían los otros, y de pronto se le aparecía don Hernán Hernández, padre de la bisabuela, pero no en figura heráldica, sino en la realidad, con su estatura de señor, su caliqueño de cacique, sus botas de montar y su olor a campo y macho. Don Hernán Hernández trataba al bastardo con una displicencia que era peor que el odio, por saberle tal bastardo, y al mismo tiempo le temía un poco, pues era de ver más inteligente que sus hermanos o medio hermanos, y además estaba escribiendo la historia de la familia, y ahí podía salvarlos y condenarlos a todos, y en concreto a él, que en realidad era el único que le preocupaba. Pero Jonás el bastardo estaba escribiendo la historia de la familia, con buena letra y mucha documentación, por lo que ya se ha dicho: porque había leído —¿en Freud?— que héroe es el que se enfrenta al padre y le vence, y Jonás el bastardo quería vencer, no sólo a su padre, sino a todos los padres, a todos los patriarcas de la patrística familiar.
—Un día te voy a quemar todos esos papeles, bastardo.
—Quemaría usted su genealogía, don Hernán.
—No me gusta que nos saques a toda la familia a la luz pública.
—Las grandes familias tienen grandes historias, don Hernán. Yo puedo ser el historiador de la nuestra.
El bastardo siempre le podía dialécticamente a don Hernán Hernández, de modo que éste daba un portazo y se iba castigándose el cuero de las botas con el cuero de la fusta: «Demonio de bastardos, que siempre se llevan lo mejor de la familia, todo el talento del clan, como si el demonio premiase el pecado.»
De jovencita, a la bisabuela Leonisa la había paseado don Hernán Hernández en una jaquita blanca que le compró, ataviándola primero con todo el atalaje de montar que usaban por entonces las damas y damiselas, de la pamela con velo a los botines con herretes, que él mismo le abrochaba uno por uno.
Y así recorrían, él en su caballo Lucero, ella en su jaquita, todas las extensiones de Castilla y León, que eran suyas desde los Reyes Católicos, y por las que cruzaba el tren de Medina de Rioseco, lento y doméstico, lleno de aldeanas que saludaban al señor y echaban piropos a la niña.
España era de ellos, Castilla era España, o dicho a la inversa, o como se quiera, y don Hernán Hernández se iba de vez en cuando a Madrid, a caballo, y les imponía condiciones a Cánovas y Sagasta. Siempre iba y volvía a caballo. Decía que el tren era una maquinación de los masones y que la diligencia extenuaba mucho más que el propio galope, «aparte que todas las diligencias las asaltan los bandoleros y yo no quiero dejar España sin bandoleros, que es lo que más gusta a los escritores franceses y a sus putas», añadía don Hernán, con su peculiar sentido del humor, dando por supuesto que él solo, y era verdad, podía exterminar a toda una partida de bandoleros.
Un año le invitaron los zares a cazar el zorro o el oso en Rusia, y don Hernán Hernández partió a caballo, lleno de rifles. Atravesó toda Europa en su Lucero y, cuando llegó a Rusia, empezó a cruzar aldeas moradas con vacas verdes, violinistas en el tejado, parejas de recién casados que volaban por los aires y tiernos burros que salían de un florero.
Así llegó a Moscú y se encontró con que en Moscú ya no había zares. La Revolución se había producido durante su largo viaje. Quiso conocer al nuevo zar y le llevaron hasta Lenin. Don Hernán Hernández le preguntó a Lenin por los zares y por la libertad.
—¿Libertad para qué? —le dijo Lenin.
Luego, esta pregunta y esta respuesta han sido atribuidas a otros, pero Jonás el bastardo restablecía la verdad en su manuscrito. Don Hernán Hernández lo contaba en el Casino:
—Libertad para qué. Figúrense ustedes qué clase de respuesta.
Don Hernán Hernández murió a los cincuenta años, de un callo mal rebanado y de no lavarse los pies. A su mujer, una niña elegida en la calle a los catorce años, cuando jugaba a las tabas, le hizo veinte hijos. Todavía cuando murió, las bisnietas de don Hernán jugaban por los campos a la patacoja, y entre ellas una morenita perfileña, con los ojos de un siena dorado, que decía «talindro» por tan lindo, cantando la Violetera, y a la que le colgaba la cinta morada del lazo deshecho, como un presagio del futuro desorden de su vida.
Era, entre todas las nietas y bisnietas de don Hernán, la más probable candidata a la paternidad de Jonás el bastardo (casi ninguna de las mujeres de la casa se casó nunca, aunque tuvieron su vida sentimental y hasta sus niños), se llamaba Clara y estuvo tísica desde pequeña.
Parece que gustaba mucho a los hombres porque era alta y escribía versos.
Afrodita Anadiomenes tenía, sí, las dimensiones desnudas y justas que impone el clasicismo.
Afrodita Anadiomenes llenó de sexualidad y juventud aquel hogar profundo y austero. Se había mantenido siempre en la misma edad sin edad y había yacido con todos los hombres de la familia, desde don Hernán Hernández hasta Jonás el bastardo, pasando por los hermanos y primos, los novios, maridos, cuñados, tíos y yernos, aunque muchos de ellos no lo confesarían jamás.
Afrodita Anadiomenes estaba en el centro de aquel jardín humano como una fuente en el centro de un bosque, y su desnudo servía para que todos bebieran. Jamás envejeció y cantaba mucho más que hablaba.
Jonás el bastardo, aparte de aliviar en ella su sed de fuego femenino, su impaciencia de carne joven y hembra, eterna, celeste carne de mujer, como él había leído en los poetas, tenía a Afrodita Anadiomenes por el tótem y el tabú de la casa, hasta que Afrodita Anadiomenes desapareció como el caballo Titán, como todos los seres grandes y poderosos, mitológicos, que habían habitado su infancia. ¿Disuelta también por el ácido del tiempo, como el caballo, borrada también como un Leonardo, como un desnudo de Leonardo? Jonás era asimismo dibujante (daba clases en la Escuela de Artes y Oficios Artísticos), y las figuras se le iban quedando en dibujos a medida que eran sólo rehenes de la memoria, hasta que el dibujo se borraba. En la genealogía de Jonás (que quizá quería hacerse perdonar su bastardía con aquellos escritos) había seres que se morían de muerte natural, como el abuelo Claudio, o el tío Claudio, que fue señorito y gastador, o don Hernán Hernández, que pereció de una gangrena a partir de un callo mal rebanado, pero había otros seres que no morían de una forma concreta, real, científica, directa, fija, precisa, sino que se iban desvaneciendo en el tiempo, así el caballo Titán, Afrodita Anadiomenes o su propia madre, que no sabía quién era de entre las tías.
Jonás el bastardo, pues, aprendió muy pronto que no todo el mundo muere lo mismo, que la gente y los bichos en general se mueren de golpe, como acuchillados eficazmente por la muerte, esa comadrona inversa, pero que hay otros seres, más espirituales y significativos (él aún escribía «espirituales»), que en lugar de morir se desvanecen, se borran, se hacen solubles en el tiempo o en el espacio, son especialmente sensibles al ácido del olvido.
Por su desaparición (no era exacto llamarlo muerte), Jonás comprendió que las criaturas privilegiadas no mueren como reses, que es la manera de morir de los humanos, sino que se van quedando al fondo en la novela del tiempo, hasta que se borran.
Por entonces, Jonás el bastardo había vivido esta experiencia con el caballo Titán, con Afrodita Anadiomenes y, en seguida, la viviría con la abuela/bisabuela/tatarabuela Leonisa, pero aún no sabía que el más estilizado fenómeno de esta manera de irse de la vida lo iba a vivir con la tía Clara, por lo cual intuiría que ella era su madre, como a veces había presentido, entre la legión alegre, confusa, brillante, revuelta y unánime de las tías. Pero aún faltaban muchos años para eso.