EL CABALLO grande, inmenso, más grande que la cuadra, el percherón llenando el mundo, que era una cosa angosta y con olor a paja, éste era el primer recuerdo que Jonás el bastardo tenía de su infancia, la broma de un cochero de la casa que había encerrado allí al niño, un rato, por reír estúpidamente de su miedo, y Jonás el bastardo se estuvo callado, quieto en un rincón, cabiendo donde no cabía, temiendo la coz o el mordisco del hermoso animal, del caballo de tiro. El caballo era de pintas marrones sobre una piel medianamente clara, tenía la cabeza de escultura, la panza inmensa, redonda como el mundo, las patas un poco cortas y la fuerza, tan visible, dando sentido a todo su cuerpo, a todo su ser.

El caballo se llamaba Titán o algo así, y el niño, Jonás, el niño bastardo, lo amaba dé toda la vida, lo amaba viéndole libre y haciendo trabajos de faena. Los animales son la mitología de los niños. Pero aquella mañana, encerrado con el caballo, casi mareado por la cercanía de una animalidad intensa y profunda, respirando la respiración del caballo, Jonás el bastardo tenía miedo, sólo miedo, espanto, y se estuvo quieto, sí, con el corazón parado, seguro de que iba a morir por sí mismo si no lo mataba el caballo.

El caballo, como un dios sometido, como un ángel en figura de caballo, metió la cabeza en el pesebre (sin duda le era familiar el niño), y sólo movía la gran cola, más densa que larga, de un blanco sucio, azotándose los lomos por placer o por espantar bichos.

De vez en cuando doblaba una pata o pateaba el suelo. El caballo parecía haberse multiplicado por sí mismo. En la calle, en el campo, a Jonás nunca le había parecido tan grande. Ahora, el caballo llenaba el mundo, el mundo olía a caballo y Jonás el bastardo sentía que amaba y temía desesperadamente a aquel caballo.

Se hubiera abrazado a su cuello, por amor y por miedo. Pero se estuvo quieto, y fue cuando el caballo orinó, sin dejar de comer, orinó de una manera directa y violenta, sobre la paja, y algunas gotas le saltaban a Jonás, orinó con una plenitud de olor y chorro que inundaron la cuadra como si el caballo hubiese orinado hasta el techo.

El cochero le abrió una rendija de la puerta a Jonás, con bromas putrefactas. Jonás salió pegado a la pared, se encontró con la luz que vaciaba el mundo, más que llenarlo, entornó sus ojos débiles y ni siquiera miró al cochero, que seguía divirtiéndose con su propia ocurrencia.

Jonás tenía su infancia resumida en aquel episodio. Primero había pensado contárselo a la bisabuela Leonisa, para que castigase al cochero, pero luego le pareció más hombre guardar su secreto y su experiencia, una experiencia que le había fortalecido (aunque no fuese ésta la intención del criado), y que con el tiempo resumiría toda su infancia: a él le habían hecho eso porque era Jonás el bastardo. A uno de sus hermanos no se lo habrían hecho. Y él había salido de la aventura fortificado, persuadido de la caballidad del mundo, del mero zoologismo del planeta, convencido de que la tierra no era más que el establo del hombre. Amó a Titán toda su infancia, había compartido con él una experiencia única, y Jonás, ahora, se alegraba de no recordar cómo había muerto o desaparecido el caballo: una cosa tan real y tan estallante de vida como un percherón, un ser que es la vida misma, ¿cómo se desvanece en el tiempo, se borra como un caballo pintado por Leonardo?

Jonás el bastardo, en fin, sabía ya que no existe la muerte, sino la disolución de las cosas en el tiempo, un inmenso caballo que se hace soluble en el aire azul de la memoria. Más persistirían en él toda la vida las contradictorias —¿complementarias?— sensaciones de amor y miedo al caballo en aquel tiempo que quizá fue de diez minutos, pero que pudo ser de diez horas o diez días. Y, sobre todo, la humillación de los cocheros. Jonás sabía que héroe es el que se enfrenta a su padre y le vence, porque lo había leído. Jonás el bastardo estaba dispuesto a eso.

Pero en su memoria de la infancia y en su conocimiento primero de la vida, lo que había era la imagen de un percherón que, con toda su rotundidad, con toda su vida confiadamente entregada a vivir, se iba borrando del tiempo y el espacio. El tiempo es un ácido que disuelve caballos y biografías. Jonás el bastardo empezaba a entender la vida como levedad, como una cosa lineal, tenue y bella (su propia vida adolescente) que se va haciendo soluble en el azul, en eso que llamamos azul y no es sino tiempo.

Caballos y biografías.