EN LA FISURA
—¿Hablas en serio? —preguntó Bigman, y con una sombra de sonrisa prosiguió—: ¿Quieres hacerme creer que de verdad existen los marcianos?
—¿Me creerías si te dijera que sí?
—No. —De pronto pareció adoptar una decisión—. Pero no importa. Te he dicho que quiero estar en esto y ahora no me saldré.
El auto siguió avanzando.
El amanecer débil de los cielos marcianos había comenzado a iluminar el paisaje sombrío cuando el arenauto se aproximó a la fisura. Se habían deslizado durante media hora larga, horadando la oscuridad con los potentes faros porque, como Bigman había explicado, mejor sería no hallar la fisura con excesiva rapidez.
David descendió del auto para aproximarse a la gigantesca grieta. Ninguna luz penetraba aún en ella; era un negro y ominoso agujero en el suelo, que se estrechaba y extendía hacia derecha e izquierda, fuera de la vista, con el borde opuesto insinuándose, informe y grisáceo. La luz de la linterna se perdía en la profundidad vacía. Bigman se acercó por detrás:
—¿Este es el lugar? ¿Estás seguro?
David le echó una mirada.
—Según los mapas, éste es el punto más cercano a una caverna. ¿A qué distancia nos hallamos de la sección más próxima del huerto?
—Unos cuatro kilómetros.
El joven asintió. Los horticultores no podrían llegar hasta ese lugar, como no fuera durante una inspección.
—Entonces no tienes por qué esperarme —dijo David.
—Pero ¿cómo te las arreglarás, chico? —preguntó Bigman.
David estaba abriendo la caja que le habían enviado desde Wingrad, tras bajarla del auto; de su interior cogió varios objetos.
—¿Has visto alguna vez uno de éstos? —preguntó.
Bigman negó con la cabeza, en tanto que retorcía un cordel entre su pulgar y su índice enguantados. Se trataba de un par de largos cables de brillo sedoso, conectados a espacios regulares de treinta centímetros, por secciones perpendiculares.
—Es una escalera de cuerda, supongo —dijo.
—Sí —le explicó David—, pero no es cuerda. Es un hilado de siliconas, más ligero que el magnesio, más resistente que el acero y que no será afectado casi por las temperaturas comunes en Marte. Sobre todo se ha utilizado en la Luna, donde la gravedad es realmente baja y las montañas realmente elevadas. En Marte no tienen mucha aplicación, porque éste es un planeta casi llano. Y ha sido una gran suerte que el Consejo pudiera hallar una de estas escaleras en la ciudad.
—¿Para qué te servirá esto? —inquirió Bigman, pues luego de repasar con sus manos toda la longitud de la escalera se topó con una pesada esfera de metal unida a uno de los cabos.
—Ten cuidado —advirtió David—. Si el cierre de seguridad no está ajustado te podrás hacer daño, y mucho.
Con precaución cogió la esfera de las manos de Bigman, la abarcó con las suyas, grandes y fuertes, y giró cada una en dirección opuesta. Se oyó un sonido seco y penetrante, pero cuando David soltó la esfera en apariencia no se había producido ningún cambio.
—Mira. —La capa de tierra marciana se aligeraba y desvanecía junto a la fisura y el borde del abismo era ya roca desnuda. David se inclinó y con una leve presión pulsó la esfera y luego la proyectó hacia el precipicio, apenas iluminado por la luz rojiza del cielo matinal. Cuando hubo retirado su mano, la esfera permanecía en el mismo lugar, estabilizada en una posición extraña.
—Álzala —ordenó.
Bigman le arrojó una mirada, se adelantó e hizo un intento de alzarla. Por un instante su asombro fue visible: la esfera no se había movido del lugar; luego trató de levantarla con todas sus fuerzas y tampoco hubo ningún cambio.
La mirada de Bigman brillaba de desconcierto.
—¿Qué es lo que has hecho?
David sonrió.
—Cuando el cierre de seguridad está suelto, cualquier presión en el tope de la esfera libera un pequeño campo de fuerza de treinta centímetros que se apoya en la roca. Luego el extremo del campo de fuerza se expande en ambas direcciones, unos quince centímetros a cada lado, o sea que dibuja una T de fuerza. Los bordes del campo son romos, no tienen filo, de modo que no puedes soltar la esfera moviéndola de un lado a otro. El único modo de apartar la esfera de la roca es destrozar la roca.
—¿Y cómo la sueltas?
David recorrió los treinta metros de la escala con sus manos hasta hallar, en el otro extremo, una esfera igual. La giró, aplicándola a la roca. Unos quince segundos más tarde la primera esfera cayó a su lado.
—Si activas una esfera —explicó—, la otra es desactivada automáticamente. O, por supuesto, si ajustas el cierre de seguridad de una esfera activada —se inclinó para hacerlo—, la desactivas —la alzó del suelo— y la otra no sufre cambios.
Bigman se hincó. En el lugar en que se habían apoyado las dos esferas ahora eran visibles dos cortes estrechos de unos diez centímetros de largo. Ni siquiera pudo introducir una uña en ellos.
David Starr seguía hablando.
—Tengo agua y comida para una semana. Me temo que el oxígeno sólo me bastará para dos días. Pero tú aguarda una semana, de todos modos. Si para entonces no he regresado, ésta es la carta que entregarás a la gente del Consejo.
—Aguarda, aguarda. ¿Tú no creerás en esos cuentos de hadas de marcianos…?
—Pueden ocurrir muchas cosas. Puedo caerme; la escalera puede fallar; puedo fijarla en un sitio en que haya una grieta en la roca. Cualquier cosa. ¿Puedo confiar en ti?
Bigman mostraba su desencanto.
—Pero ésta sí que es buena. ¿Te supones que yo me quedaré aquí, de brazos cruzados, mientras tú corres con todos los riesgos?
—Así es como operan los equipos, Bigman. Tú ya lo sabes.
David se había inclinado junto al borde de la fisura. El sol se elevaba sobre el horizonte, frente a ellos, y el cielo tornasolaba del negro al púrpura. Sin embargo, la fisura seguía viéndose como un horrible y brumoso abismo; la poco densa atmósfera de Marte no difundía la luz en forma perfecta y sólo cuando el sol caía a plomo sobre ella, la noche eterna de la grieta se aclaraba un tanto.
Impasible, David arrojó la escala hacia el interior de la fisura. La fibra no hizo ruido al deslizarse contra la roca, a la que se adhería mediante la esfera y su campo de fuerza. Treinta metros más abajo resonó el golpe de la otra esfera, una o dos veces.
El joven tiró de la cuerda para comprobar su resistencia; luego, cogiéndose del peldaño superior con sus manos, se volvió hacia el abismo. Se sentía flotar entre plumas, mientras descendía a la mitad de la velocidad que podía haber alcanzado en la Tierra, pero la sensación se desvaneció con rapidez. Su peso, en ese momento, no estaba muy por debajo del peso terrestre normal, ya que llevaba dos cilindros de oxígeno, cada uno del tamaño mayor que le fue posible hallar en el huerto.
Su cabeza emergía de la grieta. Bigman le observaba, con los ojos desorbitados. David le pidió:
—Vete ahora y llévate el auto contigo. Llévate los microfilmes y los proyectores al Consejo y deja la plataforma auxiliar.
—Perfecto —repuso Bigman. Todos los autos llevaban una plataforma con cuatro ruedas que, en caso de emergencia, podía recorrer cien kilómetros en forma independiente. Eran incómodas y no brindaban protección contra el frío o, lo que era peor, contra las tormentas de polvo. A pesar de todo, cuando un arenauto se averiaba muy lejos del huerto, las plataformas eran mejor que tener que aguardar a ser hallado.
Starr miró hacia abajo. La oscuridad era muy densa y no se veía el extremo de la escala, que brillaba apenas en el aire grisáceo. Sus piernas se columpiaban con libertad mientras descendía, impulsándose con las manos, escalón tras escalón. En el decimoctavo peldaño, cobró el extremo libre de la escala, pasó su brazo por detrás de un escalón y sus dos manos quedaron vacías.
Cuando tuvo la esfera en su mano, giró hacia la derecha y aplicó el campo de fuerza a la pared rocosa. La esfera permaneció suspendida contra la cara del precipicio; probó entonces la resistencia del nuevo anclaje. Rápidamente varió su posición para descender por la nueva vía que trazaba la escala ahora, luego que hubo liberado la esfera del otro extremo que segundos antes estuviera fijada en el borde superior de la fisura.
Sintió que su propio cuerpo se convertía en un péndulo cuando la esfera se hundió varios metros por debajo de la superficie de Marte. Echó una mirada hacia arriba. Un ancho trazo de cielo purpúreo se dejaba ver a través de la grieta, pero supo que se angostaría más y más a medida que fuera descendiendo.
Prosiguió el descenso y cada veinte escalones fue fijándose un nuevo anclaje, una vez hacia la derecha del anterior y luego a la izquierda, a fin de mantener, en general, una trayectoria recta.
Ya habían transcurrido seis horas y una vez más David hizo una pausa para comer un bocado de su ración concentrada y beber un sorbo de agua de la cantimplora. Todo su descanso se limitaba a apoyar los pies en un peldaño y liberar de peso los hombros: no podía hacer otra cosa. En ningún momento del descenso se había presentado una falla horizontal en la pared de la sima lo suficientemente ancha como para recuperar allí el aliento. Al menos no dentro de los límites del alcance de su linterna.
Y había más problemas aún. Una ascensión, si se hubiera tratado de una ascensión, según el método de anclar cada esfera alternativamente, arrojándola hacia lo alto, sería muy lenta. Se podía hacer y así se había realizado ya… en la Luna. En Marte la gravedad duplicaba con creces la de la Luna y el avance sería no ya lento, sino lentísimo, mucho más lento que el descenso. Y esta jornada, pensó David con resignación, ya era bien larga: no se hallaría a más de cuatro kilómetros de la superficie.
Por debajo, sólo negrura. Por arriba, el muy estrecho jirón de cielo brillaba ahora. David decidió aguardar. Su reloj terrestre marcaba ya las once y esto casi valía también para Marte, ya que el período de la rotación se extendía apenas media hora más que el terrestre. Pronto el sol estaría sobre su cabeza.
Pensó con serenidad que los mapas de las cuevas marcianas, en el mejor de los casos, eran una mera aproximación, a causa de la acción de las ondas vibratorias que se expandían bajo la superficie del planeta. Aun cuando los errores fuesen mínimos, bien podría hallarse a muchos kilómetros de la real entrada a las cavernas.
Y, por otra parte, bien podría no haber ninguna entrada. Las cavernas tal vez fueran fenómenos naturales, como las de Carlsbad, en la Tierra. Sólo que estas cavernas marcianas se extendían a lo largo de cientos de kilómetros.
Amodorrado, aguardó suspendido libremente sobre la nada, entre la oscuridad y el silencio. Flexionó los dedos entumecidos; bajo los guantes, a pesar de ellos, el frío mordía sin contemplaciones. Durante el descenso, la actividad lo había mantenido a buena temperatura; ahora la quietud le hacía sentir el frío.
Casi decidido a reiniciar la marcha para caldearse un tanto, advirtió el primer rayo pálido de luz; desde muy arriba la luz amarillenta del sol se hundía, remisa, en las profundidades. Por sobre el borde de la fisura, en el centro del diminuto jirón de cielo que seguía aún al alcance de su vista, apareció el sol. Diez minutos transcurrieron hasta que la luz llegó a su máxima intensidad, en el instante en que el globo solar fue visible por entero. Pequeño como se veía a los ojos de un terrestre, su diámetro abarcaba un cuarto del total de la fisura. David sabía que la luz tendría media hora o menos de duración y que la oscuridad volvería por veinticuatro horas a partir de entonces.
Se balanceó ampliamente, con una mirada a su alrededor. La pared del abismo no era lisa, sino aserrada, pero, de todos modos, vertical. Parecía un corte en el suelo marciano, hecho con un cuchillo de mal filo, aunque recto hacia abajo. El muro opuesto estaba mucho más cercano aquí que en la superficie, pero David estimó que aún debía descender unos tres o cuatro kilómetros para llegar a tocarlo.
Pero esto no significaba nada. ¡Nada!
Y luego vio las manchas de negrura. El aliento de David se quebró en un silbido. La negrura imperaba a su alrededor. Donde un diminuto saliente de la roca proyectaba su sombra, el resultado era una mancha negrísima. Sólo que una de esas manchas era perfectamente rectangular. Sus ángulos eran perfectos, o casi perfectos, ángulos rectos. Tenía que ser artificial; era alguna clase de entrada abierta en la misma roca.
Rápidamente cogió la esfera inferior de la escala y la arrojó en dirección a la mancha, tan lejos como le fue posible; fijó luego la otra esfera y fue alternándolas con la ansiedad aguda de que el sol iluminara toda su vía hasta esa mancha, de que la mancha no fuese una sombra ilusoria.
Ya traspuesta la anchura de la grieta, el sol rozaba ahora el borde de la pared en la que estaba suspendido. Frente a sus ojos, las rocas que habían sido amarillorrojizas se tornaban grises una vez más. Pero aún se proyectaba luz suficiente sobre la otra pared, aún podía distinguir su camino. Le restaban menos de treinta metros para llegar, cada peldaño lo acercaba más a su objetivo.
Trémula, la luz del sol se deslizaba por la pared opuesta; la oscuridad comenzaba a adensarse cuando arribó al límite de la mancha. Su mano enguantada palpó el borde de una cavidad tallada en la roca. Era un borde liso. No podía ser una cavidad más ni una falla natural. Tenía que haber sido hecho por un ser inteligente.
La luz del sol ya no le era imprescindible. El débil rayo de su linterna le bastaría. Tiró de la escala, y cuando arrojó una de las esferas se produjo un golpe seco bajo sus pies. ¡Una superficie!
Descendió de prisa y en pocos instantes se halló de pie sobre la roca. Por primera vez en más de seis horas se ponía de pie sobre algo sólido. Buscó la esfera desactivada, la fijó a nivel de su cintura, recuperó la escala, ajustó el cierre de seguridad y soltó la esfera. También por primera vez en más de seis horas ambos extremos de la escala quedaban libres.
David arrolló sobre su hombro y en torno a la cintura la cuerda de la escala y observó el lugar. En la superficie del muro rocoso la cavidad tenía unos tres metros de altura por un metro ochenta de ancho. Iluminó con su linterna el camino mientras avanzaba por el amplio pasaje; a poco de andar había arribado frente a una plancha de piedra pulida y sólida que le cerraba el paso.
También esto era obra de seres inteligentes. Tenía que serlo. Pero aún así resultaba una barrera que le impediría avanzar en su iniciada exploración.
De pronto un violentísimo dolor en los oídos le hizo girar sobre sí mismo. La explicación sólo podía ser una: de alguna manera la presión del aire se iba haciendo mayor en torno de él. Giró para retornar al muro de la grieta y no fue grande su sorpresa al hallarse con que la entrada que antes franqueara ahora se veía bloqueada por una roca inexistente un par de minutos atrás. Sin duda se había deslizado sin que se oyera el menor sonido.
Su corazón latía de prisa. Era evidente que estaba en algún tipo de cámara de aire. Con gran precaución se quitó la mascarilla e inhaló el aire nuevo: era tibio y sus pulmones lo recibieron con toda facilidad.
Regresó hacia la barrera interna. Ahora su confianza era total: aguardaba a que la roca se deslizara franqueándole el paso.
Y así, exactamente, ocurrió, pero un minuto antes David había sentido que una súbita presión le comprimía los brazos contra el cuerpo, como si le hubieran arrojado un potente lazo de acero que se estrechaba con fuerza en torno a su tronco. Tuvo apenas el tiempo de emitir un grito ahogado: casi inmediatamente una presión similar se abatió sobre sus piernas, juntándolas una con otra.
Así fue como, cuando la entrada interna se abrió y la vía de acceso estuvo libre ante él, David Starr no pudo mover manos ni pies.