8

ENCUENTRO NOCTURNO

David ordenó:

—¡Calla, hombre!

La voz de Bigman se atenuó.

—Más de una vez te he visto en la tele. Pero ¿por qué no tienes la marca en la muñeca? Me han dicho que todos los miembros del Consejo lleváis una marca.

—¿Quién te lo ha dicho? ¿Cómo has sabido que la biblioteca de Canal y Fobos pertenece al Consejo de Ciencias?

Bigman enrojeció.

—No te dejes llevar por mi apariencia, no soy un horticultor más. He vivido en la ciudad. Y hasta he ido a una escuela secundaria.

—Excúsame, hombre, no he querido subvalorarte. ¿Aún quieres ayudarme?

—No, hasta que no sepa qué ocurre con tus muñecas.

—Es simple. Es un tatuaje incoloro que ennegrece al contacto con el aire, pero sólo si yo lo quiero.

—¿Cómo?

—Es cosa de emociones. Cada emoción humana está unida a una situación hormonal específica en la sangre. Una y sólo una de esas situaciones activa el tatuaje. Y ocurre que sé cuál es la emoción activadora.

David no hizo nada visible, pero con lentitud apareció una mancha en su muñeca derecha, que se fue oscureciendo; los puntos dorados de la Osa Mayor y Orión brillaron por un instante y luego el conjunto desapareció.

El rostro de Bigman se iluminó y sus manos bajaron para golpear en la parte alta de sus botas. David le cogió los brazos con rudeza.

—¡Eh! —exclamó Bigman.

—Nada de ruidos, por favor. ¿Estás conmigo?

—Por supuesto que estoy contigo. Regresaré esta noche con lo que me has pedido y nos encontraremos en un lugar, afuera, cerca de la Segunda Sección…

Su voz se disolvió en un susurro.

—Bien, aquí está el sobre —repuso David. Bigman lo cogió y lo introdujo entre el muslo y la caña de la bota diciendo:

—Hay un bolsillo interior en las botas altas de buena calidad, señor Starr. ¿Lo sabes?

—Lo sé. Tampoco tú te fíes de mi apariencia. Y mi nombre, Bigman, aún sigue siendo Williams. Una última advertencia. Los bibliotecarios del Consejo son los únicos que podrán abrir este sobre y sobrevivir, cualquier otra persona que lo intente lo pasará mal.

Bigman se puso en pie.

—Ningún otro lo abrirá. Hay personas más corpulentas que yo; quizá pienses que no lo sé, pero no es así. De todos modos, más corpulento o no, nadie, y te aseguro que nadie, me lo quitará sin tener que matarme antes. Y lo que es más, no he pensado en abrirlo yo mismo tampoco, si es eso lo que se te ha pasado por la cabeza.

—Pues se me ha pasado —dijo David—. Trato de pensar en todas las posibilidades, aunque no he hecho caso de ésta.

Bigman sonrió, con su puño hizo un amago a la barbilla de David y se marchó.

Sobre la hora de la cena regresó Benson. Traía cara de desagrado y sus mejillas rojizas estaban marchitas. Sin ánimos preguntó:

—¿Cómo estás, Williams?

David se lavaba las manos, sumergidas en la solución detergente especial que siempre se utilizaba en Marte para ese fin. Luego tendió sus manos hacia la corriente de aire caliente para que se secaran, mientras el agua del lavado corría nuevamente hacia los tanques de purificación, desde donde retornaría al depósito central. El agua era un elemento caro en Marte y se la reciclaba cuantas veces fuera posible.

—Tiene usted cara de cansado —observó David.

Benson cerró la puerta detrás de sí con especial cuidado. Luego estalló:

—Seis personas han muerto ayer envenenadas. Hasta ahora es el número más elevado en un solo día. Esto se pone cada vez más feo y parece que no somos capaces de hacer nada.

Ceñudo, observó las jaulas de los animales.

—Todos vivos, espero.

—Todos vivos —dijo David.

—¿Qué puedo hacer? Cada mañana Makian me pregunta si he descubierto algo. ¿Se pensará que puedo hallar algo bajo mi almohada al despertar? Hoy he estado en los depósitos de granos, Williams. Era un océano de trigo, miles y miles de toneladas listas para embarcar hacia la Tierra. He cogido cientos de muestras; cincuenta granos aquí, cincuenta granos allá. He controlado cada milímetro de cada grano; he cogido muestras a seis metros de la superficie. ¿Pero de qué me vale? En estas condiciones sería generoso suponer que los granos contaminados son uno en mil millones.

Sus dedos tamborilearon sobre el maletín que llevaba consigo.

—¿Crees que los cincuenta mil granos que tengo aquí tendrán ese uno? ¡Una posibilidad en veinte mil!

—Señor Benson —recordó David—, usted me ha dicho que nadie ha muerto aquí, aunque comemos casi exclusivamente comida marciana.

—Así es. Al menos, que yo sepa.

—¿Qué ocurre con el resto de Marte?

Benson frunció el ceño.

—Pues no lo sé. Pero supongo que nadie ha muerto, porque de lo contrario lo sabría. Aunque la vida no está organizada en forma tan estricta como en la Tierra. Un horticultor se muere aquí y lo enterramos sin más formalidad. Hay algún interrogatorio. —Se interrumpió—. ¿Por qué lo preguntas?

—He pensado que si se tratara de un germen marciano, la gente de aquí puede haberse acostumbrado a él, más que los terrestres. Tal vez sean inmunes.

—¡Vaya! No está mal la idea, viniendo de quien no es científico. Pues sí, es una buena idea. La tendré presente. —Se acercó a David y le palmeó el hombro—. Ve a comer. Comenzaremos con las nuevas muestras mañana.

Tan pronto como David se alejó, Benson cogió el maletín y fue extrayendo, con sumo cuidado, pequeños paquetes rotulados; uno de ellos podría contener el grano envenenado. Mañana esas muestras estarían en tierra, en una tierra bien mezclada y se harían veinte prolijas subdivisiones, algunas se utilizarían como alimento y otras como testigos.

¡Mañana! David sonrió apenas para sí mismo. Y se preguntaba dónde estaría él mañana y aún si mañana estaría vivo.

La cúpula del huerto dormía como un gigantesco monstruo prehistórico arrollado sobre la superficie de Marte. Algunos tubos encendidos esparcían su pálido brillo en el techo convexo. En el silencio, las vibraciones habitualmente cubiertas por el bullicio diurno de los aparatos atmosféricos de la cúpula, que comprimían la atmósfera marciana hasta la presión terrestre normal y le añadían humedad y oxígeno suplidos por las plantas que crecían en amplios invernaderos, resonaban como una quejumbre opaca.

De prisa, David avanzó de sombra en sombra, con una precaución que, en apariencia, era innecesaria. Nadie vigilaba. La altura de la cúpula era menor, el techo se convertía en muro cuando su sombra sigilosa alcanzó el barracón número 17. Su cabello rozaba la parte interna de la enorme semiesfera.

La puerta estaba abierta y David traspuso el umbral. Estaba dentro de uno de los túneles de salida. Con su linterna recorrió las paredes por dentro hasta hallar los controles. No había rótulos, pero las instrucciones de Bigman habían sido muy claras. Oprimió el botón amarillo; hubo un débil ¡clic!, una pausa, y luego el susurro del aire, mucho menos audible que el del día de la inspección. La salida era pequeña, diseñada para tres o cuatro hombres y no para nueve arenautos, de modo que la presión del aire bajó en menos tiempo.

Tras ajustarse la mascarilla, David aguardó a que el silbido se debilitara: el silencio era indicador de equilibrio entre las dos presiones. Sólo entonces oprimió el botón rojo. La sección externa se deslizó y el joven salió al exterior.

Ahora no debía controlar un vehículo. Tenía que hallar su propia estabilidad en la dura y fría arena. Por unos momentos, mientras se adecuaba al cambio de gravedad, lo dominó la náusea. Pero fueron dos minutos. Unos pocos cambios más de gravedad, pensó David, y ya lograría lo que los horticultores denominaban «gravedad libre».

Se empinó y se puso en marcha, pero de pronto, en forma involuntaria, quedó inmóvil, fascinado.

Por primera vez contemplaba el cielo nocturno de Marte. Las estrellas eran las antiguas y familiares de la Tierra, las mismas constelaciones. A pesar de ser grande, la distancia de Marte hasta la Tierra no alteraba de modo perceptible la posición relativa de las lejanas estrellas. Pero si bien no habían cambiado de posición, su brillo estaba aumentado.

El aire ligero de Marte apenas las suavizaba: se veían duras y resplandecientes como piedras preciosas. No había luna, por supuesto, al menos no como la conocida en la Tierra. Los dos satélites de Marte, Deimos y Fobos, eran dos objetos diminutos, a diez o veinte mil kilómetros de distancia, sólo montañas flotando en el espacio. Aunque se hallaban mucho más cercanos a Marte que la Luna a la Tierra, su masa no destacaba, sino que brillaban como dos estrellas cualesquiera.

Buscó los satélites, si bien comprendía que podían encontrarse ambos al otro lado del planeta. Muy abajo, en el horizonte y hacia el Oeste, percibió algo más. Con movimientos pausados giró. Era la luz más intensa de todo el firmamento, con un tinte azul verdoso que superaba la belleza de todo lo visto por él en los cielos. Separado de éste por una distancia casi igual al tamaño del sol poniente en Marte, otro cuerpo, más amarillento, brillaba empañado por la intensa luz de su vecino.

David no necesitaba una carta estelar para la identificación de esos cuerpos. Eran la Tierra y la Luna, la doble «estrella vespertina» de Marte.

Apartó la mirada y se puso otra vez en marcha a través del estrecho sendero que su linterna iba señalando, al pie de unas rocas. Bigman le había dicho que debía utilizar las rocas como guía. La noche marciana era fría y David medía ahora cuánto era el poder calórico del sol marciano, a pesar de su enorme lejanía.

El arenauto era invisible, o poco menos, al débil reflejo de las estrellas, pero se alcanzaba a oír el zumbido sordo de sus motores.

—¡Bigman! —llamó y el hombrecito emergió del vehículo.

—¡Por el Espacio! Ya estaba creyendo que te habrías perdido.

—¿Por qué está en marcha el motor?

—¡Pues sí que estás bueno! ¿Cómo haré para no congelarme? Aquí no nos oirán; conozco bien este lugar.

—¿Has traído los microfilmes?

—¿Si los he traído? Oye, no sé qué has puesto en ese mensaje, pero había cinco o seis especialistas rodeándome como satélites. No se oía más que «señor Jones esto», «señor Jones aquello». Les dije «mi nombre es Bigman» y entonces me dijeron «señor Bigman, si no le sabe mal». —De todos modos Bigman fue marcando cada objeto con el castañeteo de sus dedos— antes de que el día terminara, me prepararon cuatro microfilmes, dos proyectores, una caja tan grande como yo que no he abierto, y el préstamo (o quizá regalo, no lo puedo saber) de un arenauto para traértelo todo.

David sonrió sin responder. Dentro de la tibieza acogedora del auto, de prisa, con el ansia de ganarle a la noche, preparó los proyectores e insertó un filme en cada uno. La observación directa podría llevar menos tiempo y habría sido preferible, pero en el interior cálido del arenauto su mascarilla era imprescindible, y la protección bulbosa y transparente de sus ojos imposibilitaba la visión directa.

A marcha lenta, a través de la noche, el auto se sacudía repitiendo casi exactamente la ruta del grupo de Griswold en el día de la inspección.

—Pues no lo entiendo —dijo Bigman, que había estado murmurando por lo bajo sin resultado y ahora tuvo que repetir por dos veces y en voz bien alta su observación antes de obtener alguna respuesta del ensimismado David.

—¿No entiendes qué?

—Lo que haces. Adónde vamos. Me supongo que también es asunto mío porque he de estar contigo a partir de ahora. Hoy he estado pensando señor… Williams, pensando mucho. El señor Makian ha andado de mal talante desde hace unos meses y, después de todo, no era un mal tío antes. Hennes llegó aquí por ese tiempo, con una baraja nueva en cada mano. Y Benson el Estudioso se puso a lamerlo todo, de pronto. Antes de que todo esto comenzara, él no era nadie y ahora se haya convertido en un personaje. Luego, y para terminar, aquí estás tú, con el Consejo de Ciencias presto para darte todo lo que pidas. Esto es algo gordo, lo sé, y quiero estar adentro.

—¿Lo quieres? —dijo David—. ¿Has visto los mapas que he proyectado?

—Sí; sólo viejos mapas de Marte. Los he visto millones de veces.

—¿Y qué hay con las zonas marcadas con cruces? ¿Sabes qué hay en esas zonas?

—Cualquier horticultor te lo puede decir. Se supone que hay cavernas subterráneas, sólo que yo no lo creo. Y te explicaré por qué. ¿Cómo en el Espacio puede alguien decirte que hay agujeros cuatro kilómetros por debajo de la superficie si nadie ha ido allí para verlo? Dime, cómo.

David no se preocupó por describir la ciencia de la sismología a Bigman. Pero le preguntó:

—¿Has oído hablar de los marcianos?

—Pues sí, qué pregunta… —Bigman se interrumpió y el auto se sacudía a medida que las manos del hombrecito marcaban las palabras con golpes sobre el volante—. ¿Marcianos reales quieres decir? ¿Marcianos de Marte, no gente marciana como nosotros? ¿Marcianos que han vivido aquí antes de que la gente llegara?

Sus carcajadas agudas resonaron con fuerza dentro del auto y cuando Bigman pudo recobrar el aliento (es difícil reír y respirar al mismo tiempo con una mascarilla sobre la cara) dijo:

—Ya veo que has estado hablando con este tío, con Benson.

Sin alterarse David aguardó, serio, a que el estallido de risa se diluyera.

—¿Por qué dices eso, Bigman?

—Una vez le cogí leyendo un libro sobre ese tema y nos hemos reído de él hasta enfermar. Y, por los asteroides y sus brincos, que se puso furioso. Nos llamó a todos ignorantes ordinarios y yo cogí el diccionario y les dije a los muchachos qué quería decir. Hubo para despedazarlo en chistes por un tiempo, y él desapareció unos días por accidente, no sé si me entiendes; nunca más ha hablado con nosotros del asunto, le ha faltado valor. Pero se me ocurre que se ha pensado que tú eres un terrestre y que te convencería con esas habladurías de cometas.

—¿Estás seguro de que son habladurías de cometas?

—Pues sí; ¿qué otra cosa pueden ser? Ha habido gente en Marte por cientos y cientos de años. Nadie ha visto jamás a un marciano.

—Supón que estén en cavernas a cuatro kilómetros de profundidad.

—Nadie ha visto tampoco las cavernas. Además, ¿cómo podrían haber llegado hasta allí los marcianos? La gente que ha estado en cada centímetro cuadrado de Marte está segura de que no hay escaleras que conduzcan a ninguna parte. Ni tampoco ascensores.

—¿Estás seguro? Yo he visto uno, hace algunos días.

—¿Qué? —Bigman miró hacia atrás, por encima de su hombro—. ¿Te burlas de mí?

—No era una escalera; era un agujero. Y por lo menos tenía cuatro kilómetros de profundidad.

—Oh, hablas de la fisura. Tonterías, eso no significa nada. Marte está lleno de fisuras.

—Exacto, Bigman. Y aquí tengo mapas detallados de las fisuras de Marte, aquí mismo. Hay algo curioso sobre ellas que, al menos en los libros que me has traído, no ha sido notado. Ni una sola fisura atraviesa una sola caverna.

—¿Y qué prueba eso?

—Es lógico. Si estuvieras construyendo cuevas herméticas, ¿te interesaría tener un agujero en el techo? Y hay una coincidencia más. Cada fisura pasa cerca de una caverna, pero sin tocarla, como si los marcianos las utilizaran como puntos de entrada a las cuevas construidas.

El arenauto se detuvo de pronto. A la luz escasa de los proyectores que aún reproducían dos mapas sobre la superficie blanca y plana de sus pantallas, el rostro de Bigman se giró, sombrío, hacia David, que ocupaba el asiento trasero.

—Aguarda un instante —le dijo—; aguarda un instante, brincador. ¿Adónde nos dirigimos?

—A la fisura, Bigman. Unos cuatro kilómetros más allá del lugar en que se cayó Griswold. Allí es donde está más cercana a las cavernas de debajo del huerto de Makian.

—¿Y luego?

David respondió con calma:

—Luego, descenderé.