HOMBRES DE LOS HUERTOS DE MARTE
Para un terrestre nativo, Tierra significa Tierra. Era, en un tiempo, tan sólo el tercer planeta a partir de esa estrella conocida por los habitantes de la Galaxia con el nombre de Sol. En la geografía oficial, sin embargo, la Tierra era mucho más: comprendía todos los cuerpos del sistema solar. Marte era más Tierra que la misma Tierra y los hombres y mujeres que vivían en Marte eran mucho más terrestres que si hubieran vivido en el planeta madre. Legalmente, por supuesto. Votaban en elecciones de representantes para los Congresos Interplanetarios y de presidente planetario.
Pero hasta allí llegaba la situación. Los terrestres de Marte se consideraban a sí mismos muy diferentes y mucho mejor alimentados, y todo inmigrante debía recorrer un largo sendero antes de ser aceptado por un horticultor marciano como algo distinto de un turista eventual y de poca importancia.
David Starr lo comprobó casi al instante de entrar en el edificio de Oficinas de Empleos en Horticultura. Un hombrecito diminuto no se despegó de sus talones mientras él caminaba por los pasillos. Un hombrecito verdaderamente diminuto; no superaba el metro cincuenta, y de estar parados frente a frente, su nariz rozaría el pecho de David. Su cabello, rojizo pálido, estaba peinado hacia atrás, tenía una boca enorme, y llevaba el típico mono de cuello abierto y doble peto y unas botas altas, de color brillante, clásicas entre los horticultores marcianos.
Tan pronto como David se encaminó hacia la ventanilla que anunciaba «Empleo en huertos», los pasos, a sus espaldas, se hicieron precipitados y una voz de tenor le advirtió:
—Aguarda, chico. Sin prisa.
—¿Hay algo que pueda hacer por usted?
El hombrecito estaba frente a él y lo inspeccionaba con especial atención, palmo a palmo. Luego, con negligencia, aplicó un codazo a la cintura del terrestre, mientras preguntaba:
—¿Cuándo has descendido del viejo pedrusco?
—¿Qué dice?
—Muy voluminoso para ser un terrestrito. ¿Es que no cabías allí?
—Vengo de la Tierra, si.
El hombrecito hizo que sus manos, una tras otra, golpearan la parte superior de sus botas, con un sonido seco; era el gesto de auto-afirmación del horticultor marciano.
—En ese caso —dijo— vamos a ver cómo esperas y permites que un nativo se ocupe de sus propios asuntos.
—Como le parezca —respondió David.
—Y si tienes alguna objeción, la puedes aclarar conmigo cuando yo haya terminado con mis cosas, o en cualquier otro momento que te acomode. Mi nombre es Bigman. Soy John Bigman Jones, pero puedes preguntar simplemente por Bigman a cualquiera de la ciudad. —Hizo una pausa y luego añadió—: Ese, terrestrito, es mi apodo. ¿Algo que objetar?
—Nada, en absoluto —repuso David con tono serio.
—¡Estupendo! —dijo Bigman, y se dirigió hacia la ventanilla. David, tan pronto como el otro le dio la espalda, no pudo reprimir una sonrisa y se sentó para aguardar.
Hacía menos de doce horas que había llegado a Marte, sólo el tiempo para registrar su nave bajo un nombre falso en los hangares subterráneos de las afueras de la ciudad, para buscar alojamiento por una noche en un hotel y caminar durante un par de horas por las calles de la ciudad encerrada en una cúpula.
En Marte había tres ciudades como ésa, y tan escaso número era lógico, teniendo en cuenta el coste del mantenimiento de las enormes cúpulas y los torrentes de energía imprescindibles para alcanzar allí la temperatura y gravedad de la Tierra. Esta ciudad, Wingrad, así bautizada en honor a Robert Clark Wingrad, el primer hombre que había arribado a Marte, era la mayor.
No era muy distinta de las ciudades de la Tierra; casi era un recorte de la Tierra arrancado de allá y trasplantado a un planeta distinto. Parecía como si los hombres de Marte, a sesenta y cinco millones de kilómetros del más cercano de sus congéneres, necesitaran ocultarse a sí mismos ese hecho, de cualquier modo. En el centro de la ciudad, donde la cúpula elipsoidal tenía casi quinientos metros de altura, se alzaban hasta veinte edificios históricos.
Sólo una cosa faltaba. No se veían ni el Sol ni el cielo azul. La misma cúpula era translúcida, y cuando el sol incidía sobre ella, la luz se difundía, uniforme, por toda la superficie de casi cinco kilómetros cuadrados. Bajo la cúpula, la intensidad de la luz era tan pobre que el «cielo», para cualquier habitante de la ciudad, resultaba amarillo, de un amarillo pálido. Sin embargo, el resultado final equivalía al de un día nublado en la Tierra.
Cuando caía la noche, la cúpula se confundía en una negrura sin estrellas. Pero entonces se encendían las luces de las calles y la ciudad de Wingrad se asemejaba, más que nunca, a una ciudad terrestre. Dentro de los edificios la luz artificial se utilizaba noche y día.
David Starr prestó atención a un repentino estallido de voces.
Bigman estaba dentro de un despacho, vociferando.
—Te digo que éste es un caso de lista negra. Vosotros me habéis metido en una lista negra, por Júpiter.
Al otro lado del escritorio, su interlocutor aparecía confuso; sus dedos no dejaban de juguetear con las pobladas patillas que le encuadraban el rostro.
—No tenemos lista negra, señor Jones…
—Mi nombre es Bigman. ¿Qué tiene de malo? ¿Temes mostrarte amistoso? Los primeros días me has llamado Bigman.
—No tenemos lista negra, Bigman. Ocurre que no hay demanda de horticultores.
—¿De qué me hablas? Tim Jenkins se ha colocado anteayer, en dos minutos.
—Jenkins tiene experiencia en cohetería.
—Yo puedo manejar un cohete tan bien como Tim y ahora mismo.
—Vaya, pero usted consta aquí como sembrador.
—Y de los buenos. ¿Nadie necesita sembradores?
—Vea usted, Bigman —dijo el hombre tras el escritorio—, tengo su nombre en la lista. Es todo lo que puedo hacer. Se lo haré saber en cuanto haya una solicitud. —El individuo se enfrascó en el libro de entradas con elaborada indiferencia.
Bigman giró y, luego, por encima del hombro, le dijo:
—Está bien, pero me sentaré aquí mismo y la próxima solicitud será para mí. Si no me quiere, me lo tendrán que decir a mí. A mí, ¿comprendes? A mí mismo, J. Bigman J.
Al otro lado del escritorio, el hombre siguió silencioso. Bigman cogió una silla refunfuñando. David Starr se puso de pie y se acercó a la ventanilla. No había quien le disputara el turno, de modo que dijo:
—Necesito trabajo.
El hombre cogió una ficha de empleo, en blanco, y un tipeador manual.
—¿De qué clase?
—Cualquier trabajo de horticultura.
—¿Es usted marciano? —el hombre había desechado el tipeador.
—No, terrestre, señor.
—Lo lamento. No hay nada.
—Pues verá usted —dijo David—, puedo trabajar y necesito hacerlo. ¡Gran Galaxia! ¿Hay alguna ley que prohíba trabajar a los terrestres?
—No. Pero sin experiencia no habrá mucho trabajo para usted en un huerto.
—De todos modos necesito trabajo.
—Hay muchos empleos en la ciudad. Por la ventanilla siguiente.
—No puedo tomar una tarea en la ciudad.
El hombre del escritorio echó una mirada inquisitiva al postulante y David pudo interpretarla sin esfuerzo. Los hombres viajaban a Marte por múltiples causas, y una de ellas era que la Tierra se había tornado muy poco cómoda. Cuando llegaba una orden, la búsqueda en las ciudades de Marte era total (después de todo eran partes integrantes de la Tierra), pero nadie hallaba a un fugitivo refugiado en los huertos de Marte. Para los sindicatos de horticultores el mejor asalariado era el que no se atrevía a ir a otro lugar. A ese tipo de individuo lo protegían y jamás lo entregaban a las autoridades terrestres, contra las que experimentaban resentimiento y sordo desprecio.
—¿Nombre? —preguntó el empleado, con los ojos sobre la ficha.
—Dick Williams —respondió David; era el nombre bajo el cual había registrado su nave espacial.
El empleado no requirió ninguna identificación.
—¿Dónde puedo hallarlo?
—En el hotel Landis, habitación 212.
—¿Experiencia en trabajos en baja gravedad?
El interrogatorio prosiguió; la mayoría de las fichas quedaron semivacías. El empleado suspiró, las introdujo en una ranura, obtuvo un microfilm y lo archivó.
—Ya me comunicaré con usted —dijo, pero su tono no era alentador.
David se volvió. No había esperado mucho de esta gestión, pero al menos ya quedaba fichado como un postulante de trabajo en un huerto. El próximo paso…
En ese instante tres hombres hacían su entrada en la oficina de empleos, y el tipo diminuto, Bigman, brincó colérico de su silla. Ahora se enfrentaba con ellos, los brazos abiertos a la altura de sus muslos, aunque no llevaba armas a la vista.
Los tres individuos se detuvieron; luego, uno de los dos que estaban más atrás, riendo, dijo:
—Parece que aquí tenemos a Bigman, el chiquitín forzudo. Puede que esté buscando trabajo, patrón. —El que hablaba era un hombre de fuertes espaldas y nariz aplastada.
Sostenía entre los dientes un cigarro casi deshecho, de tabaco verde marciano, y su barba necesitaba un buen rasurado.
—Cállate, Griswold —dijo el hombre que venía al frente; era regordete, de estatura mediana y la piel de sus mejillas y de la parte posterior del cuello se veía lampiña. Llevaba un típico mono marciano, por supuesto, pero de un material mucho más caro que el de los monos de sus compañeros, y sus botas altas estaban adornadas con listas en espiral de dos tonos rosa. En ninguno de sus viajes posteriores por Marte, David llegó a ver otro par de botas de igual diseño y tampoco vio botas que no fueran de ostentoso mal gusto. Era el símbolo de individualidad entre los horticultores.
Con el diminuto pecho agitado y la cara deforme de ira, Bigman se acercó a los tres y espetó:
—Quiero que me devuelva mis papeles, Hennes. Tengo derecho a ellos.
Hennes, el regordete que iba al frente, le repuso con calma:
—Tú no te mereces ningún papel, Bigman.
—No conseguiré otro empleo sin los papeles en orden. He trabajado para usted durante dos años; he cumplido el trato.
—Has hecho mucho más que cumplir con tu parte del trato. Apártate de mi camino. —Eludió a Bigman y se acercó a la ventanilla diciendo—: Necesito un sembrador con experiencia, uno muy bueno. Quiero que sea alto, para remplazar a uno bajito del que tuve que desembarazarme.
—¡Por el mismísimo Espacio! —gritó Bigman, acusando el golpe—. Está usted en lo cierto, he hecho mucho más que mi parte; estaba trabajando cuando se suponía que no, eso es lo que ha ocurrido; estaba trabajando y lo he visto conduciendo un tractor de arena hacia el desierto, sobre la medianoche. Sólo que a la mañana siguiente usted me había echado por contar lo que vi, y sin los papeles en regla…
Hennes lo miró por sobre el hombro, cansado.
—Griswold —dijo—, échalo de aquí.
Bigman no claudicó, aunque Griswold podía partirlo en dos, sino que pidió:
—Está bien. Uno a uno.
Pero David Starr se había interpuesto, caminando con deliberada lentitud.
—Te has cruzado en mi camino, amigo —le dijo Griswold—, y estoy a punto de sacar una basura.
—Está bien, terrestrito —gritaba Bigman, a espaldas de David—, déjamelo a mí.
David lo ignoró, mientras se dirigía a Griswold:
—Este es un lugar público, amigo. Todos tenemos derecho a estar aquí.
—Sin discutir, amigo —repuso Griswold, y puso una mano sobre el hombro de David, con la intención de hacerlo a un lado.
Pero la mano izquierda de David cogió la muñeca de Griswold en tanto que su derecha aferraba el hombro del atacante. Griswold cayó, girando, contra el tabique plástico que dividía la habitación en dos.
—Me caen bien las discusiones, amigo —explicó David.
Con un grito, el empleado de la oficina de empleos se había puesto de pie. Otros empleados se asomaron a las ventanillas del tabique divisorio, pero nadie se atrevió a intervenir. Bigman reía y palmeaba la espalda de David.
—Bastante bien, para ser un tipo de la Tierra.
Por un segundo, Hennes quedó paralizado. El otro horticultor, bajo y barbado, con el rostro indefinido de quien ha vivido mucho tiempo bajo el pobre sol de Marte y no lo suficiente bajo las lámparas solares de la ciudad, tenía la boca abierta en una mueca ridícula.
Lentamente, Griswold recuperaba el resuello; sacudió la cabeza y aplastó el cigarro que se le había caído de entre los dientes. Miró hacia arriba y los ojos se le inyectaron de furia; se apartó de la pared y en su mano hubo un veloz destello de acero.
Pero David se hizo a un lado y movió apenas el brazo; el pequeño cilindro curvo que habitualmente descansaba bajo su axila se deslizó por dentro de la manga para caer en la palma de la mano del joven.
—Ten cuidado, Griswold —gritó Hennes—. Tiene un desintegrador.
—Tira tu cuchillo —ordenó David.
Griswold maldijo con furia, pero el metal resonó en el piso. Bigman se adelantó y cogió el arma, riendo entre dientes frente a la derrota de su enemigo.
David recibió el cuchillo y le echó una mirada.
—Bella, inocente criatura para que la lleve un horticultor —dijo—. ¿Qué dice la ley de Marte acerca de llevar cuchillos con campo de fuerza?
Cualquiera sabía que era el arma más infame de toda la Galaxia. Por fuera parecía un simple cuchillo corto, con hoja de acero inoxidable, apenas más gruesa que la hoja de un cuchillo común, pero que bien podía quedar oculta en la palma. Pero por dentro había un diminuto generador capaz de extender una invisible hoja de más de veinte centímetros; un campo de fuerza que podría atravesar cualquier cosa compuesta de materias normales. No existía escudo que se le resistiese y, ya que podía sajar tanto músculos como huesos, su contacto resultaba fatal en la mayoría de los casos.
Hennes se interpuso.
—¿Dónde está tu licencia para llevar un desintegrador, terrestrito? Guárdatelo y daremos por terminado el asunto. Vamos, Griswold.
—Un momento —dijo David, y Hennes se volvió—. Usted busca un hombre, ¿verdad?
Hennes se acercó, con las cejas alzadas en un gesto de divertido asombro.
—Busco un hombre. Sí.
—Estupendo. Yo busco trabajo.
—Busco un sembrador con experiencia. ¿La tienes tú?
—Vaya, no.
—¿Has cosechado alguna vez? ¿Puedes conducir un arenauto? Si he de juzgar por tu aspecto —y se hizo un paso atrás para tener mejor perspectiva—, no eres más que un terrestre que, da la casualidad de que es hábil con el desintegrador. No me sirves de nada.
—¿Ni aún —y la voz de David se convirtió en murmullo— si le digo que me intereso en envenenamiento de comida?
El rostro de Hennes permaneció inalterable; ni siquiera parpadeó.
—No sé de qué hablas —repuso, por fin.
—Piénselo usted bien —sugirió el joven, con una sonrisa tenue, mezclada con una pizca de humor.
—El trabajo en los huertos de Marte no es fácil —dijo Hennes.
—Yo no soy un tipo fácil —fue la respuesta de David.
Otra vez una mirada de evaluación por parte de Hennes.
—Tal vez no lo seas. De acuerdo, te alojaremos y te alimentaremos; en principio tres equipos de ropa y un par de botas. Cincuenta dólares el primer año, pagaderos al fin de término; si no trabajas todo el año, los cincuenta serán confiscados.
—Es justo. ¿Qué tipo de trabajo?
—El único tipo que puedes hacer. Ayudante de cocina. Si aprendes, ascenderás; de lo contrario, allí será donde estarás todo el año.
—Acepto. ¿Qué hay de Bigman?
—¡No señor! —graznó Bigman que había estado mirando a uno y otro durante la conversación—. Yo no trabajo para este gusano de arena, y tampoco te lo recomiendo a ti.
—¿Qué tal te sentaría una temporada corta —le contestó David por sobre el hombro— a cambio de los papeles y la referencia?
—Vaya —dijo Bigman—, pudiera ser un mes.
—¿Es amigo tuyo? —preguntó Hennes.
David asintió.
—No iré sin él.
—Lo llevaremos, pues. Un mes y tendrá la boca cerrada. Nada de paga, sólo los papeles. En marcha ahora mismo. Mi arenauto está afuera.
Los cinco se pusieron en marcha; David y Bigman cerraban el grupo.
—Te debo un favor, amigo —dijo Bigman—. Te lo podrás cobrar cuando te apetezca.
El arenauto estaba abierto, pero David observó las ranuras por las que se movían paneles especiales: servían para cerrar la cabina herméticamente en caso de que se levantara una de las tormentas de polvo de Marte. El rodado era ancho a fin de evitar el hundimiento en las dunas de arena movediza. La superficie de cristal estaba reducida al mínimo, y donde la había, se unía con el metal como si ambos materiales hubiesen sido fundidos al mismo tiempo.
Las calles estaban concurridas, pero nadie prestó atención al muy habitual paso de un arenauto con horticultores dentro.
—Nosotros iremos delante —ordenó Hennes—. Tú y tu amigo podéis acomodaros atrás, terrestre.
Mientras hablaba, se situó en el asiento del conductor. Los controles estaban en el centro del tablero frontal, por debajo del parabrisas. Griswold se sentó a la derecha de Hennes.
Bigman se acomodó en el asiento trasero y David le imitó. Alguien estaba a sus espaldas. David se volvió a medias en el preciso instante en que Bigman le advertía:
—¡Cuidado!
Era el segundo de los secuaces de Hennes, doblado ahora junto a la puerta del auto, la cara barbuda e inexpresiva resollante y tensa en ese momento. David se movió de prisa, pero ya era tarde.
Su última visión fue la del extremo centelleante de un arma en la mano del hombre y luego tuvo conciencia de un sonido suave, un zumbido. Apenas lo percibía y luego una voz muy, muy lejana dijo:
—Bien, Zukis. Siéntate a su lado y no dejes de vigilarlo.
Las palabras le sonaron como llegadas desde el extremo de un largo túnel. Percibió una última sensación de estar moviéndose hacia adelante y luego lo envolvió la nada total.
David Starr se desplomó hacia atrás en su asiento y el último rastro de vida se desvaneció de su cuerpo.