EL CESTO DE PAN EN EL CIELO
Hector Conway, consejero jefe de Ciencias, estaba de pie junto a la ventana, en la habitación más alta de la Torre de la Ciencia, la elegante estructura que dominaba el suburbio norte de Ciudad Internacional. Las calles comenzaban a titilar en la penumbra temprana. Pronto aparecerían fajas blancas a lo largo de las vías peatonales elevadas. Los edificios se iluminarían, enjoyados, cuando sus ventanas reviviesen. Casi centradas frente a su ventana estaban las lejanas cúpulas de las oficinas del Congreso, custodiando la Casa del Ejecutivo.
Conway estaba solo en su despacho y el visor automático estaba programado para admitir sólo las huellas dactilares del doctor Henree. Un sentimiento depresivo invadía al funcionario. David Starr estaba ya en su propio camino, crecido de pronto y como por arte de magia, presto para recibir su primera misión como miembro del Consejo. Era casi como estar aguardando la visita de su hijo. Y hasta cierto punto, estaba en lo cierto: David Starr era su hijo; suyo y de August Henree.
En un comienzo habían sido tres; él mismo, Gus Henree y Lawrence Starr. ¡Cuánto recordaba a Lawrence Starr! Juntos habían estudiado, juntos habían logrado su cualificación para el Consejo y realizaron las primeras investigaciones juntos; y, por entonces, Lawrence Starr fue ascendido. Era de esperar, ya que, de los tres, fue siempre el más brillante.
Starr fue destinado a una base semipermanente en Venus y por primera vez uno de los tres amigos tuvo que separarse del grupo. Starr partió con su esposa e hijo. Bárbara. ¡La hermosa Bárbara Starr! Ni Henree ni él se casaron, y para ninguno hubo nunca una mujer que compitiera con el recuerdo de Bárbara. Cuando nació David, ellos se convirtieron en tío Gus y tío Héctor y, en ocasiones, David se confundía y llamaba a su padre tío Lawrence.
Luego, durante el viaje a Venus, se produjo el ataque pirata. La matanza fue total. Las naves piratas casi nunca cogían prisioneros en el espacio y más de cien personas murieron en menos de dos horas. Entre esas personas estaban Lawrence y Bárbara.
Conway recordaba el día, el exacto minuto en que llegó la noticia a la Torre de la Ciencia. Naves de patrulla surcaron el espacio en busca de los piratas y atacaron sus guaridas en los asteroides con una furia que no conocía precedente. Nadie podía asegurar que los bandidos capturados fueran o no los responsables de la masacre del navío enviado a Venus. Pero a partir de esa fecha el poder pirata quedó quebrantado.
Y las patrullas hallaron algo más: un pequeño cohete-salvavidas describía una órbita precaria entre Venus y la Tierra, radiando mensajes automáticos de socorro. Dentro sólo había un niño. Un muchachito asustado y solitario, de cuatro años, que durante horas no hizo más que repetir con firmeza: «Mamá me ha dicho que no debo llorar».
Era David Starr. La óptica del niño deformaba el relato, pero aún así la interpretación era muy simple. Conway podía visualizar los últimos minutos dentro del navío asaltado: Lawrence Starr, moribundo, dentro de la cabina de mando, mientras los asaltantes forzaban el acceso; Bárbara, con una pistola lanzarrayos en la mano, desesperada por meter a David dentro del salvavidas, intentando fijar los controles lo mejor posible para lanzarlo al espacio. ¿Y luego?
Tenía una pistola en la mano; mientras tuvo oportunidad, ella debió de utilizarla contra los enemigos, y cuando ya no tenía sentido seguir resistiendo, sin duda la habría vuelto contra sí misma.
El mero pensamiento de esa escena destrozaba a Conway. Sí, lo destrozaba, y una vez más deseó que le hubiesen permitido ir en alguna nave de patrulla, porque de ese modo, con sus propias manos, podría haber contribuido a que las guaridas de los asteroides se tornaran océanos llameantes de destrucción atómica. Pero los miembros del Consejo de Ciencias, le dijeron, eran demasiado valiosos como para ser arriesgados en misiones de represalia; y se quedó en su casa, leyendo los informativos a medida que se deslizaban por la pantalla de telenoticias de su proyector.
Junto con August Henree, había adoptado a David Starr; ambos dedicaron su vida a borrar de su memoria el recuerdo horrible de lo ocurrido en el espacio; ambos fueron madre y padre para el niño; ambos vigilaron su educación, con un único propósito en la mente: hacer de él lo que una vez había sido Lawrence Starr.
El joven superó todas las esperanzas puestas en él. En su peso, en su metro ochenta de estatura, reproducía la corpulencia y fortaleza de Lawrence, con los nervios templados y los reflejos rápidos de un atleta; con el cerebro incisivo y claro de un científico de primera línea. Pero aparte de todo esto, había algo en su cabello castaño, apenas ondulado, en sus ojos grandes, separados y oscuros, en el mentón con la traza de un hoyuelo que se le desvanecía al sonreír, algo que hacía vivo el recuerdo de Bárbara.
David cumplió sus períodos académicos y su paso produjo un reguero de chispas y cenizas frías al pulverizar los récords precedentes, tanto en los campos de juego como en las aulas. Conway llegó a sentirse preocupado.
—No es natural, Gus. Está superando a su padre.
Y Henree, poco proclive a las palabras innecesarias, dio una chupada a su pipa y sonrió con orgullo.
—Me pone enfermo decir esto —había proseguido Conway—, porque te reirás de mí, pero aquí hay algo anormal. Recuerda que el niño quedó durante dos días casi a la deriva en el espacio, y entre él y la radiación solar no hubo en todo ese tiempo nada más que la débil defensa de un cohete salvavidas. Se hallaba a menos de ciento treinta mil kilómetros del Sol durante un período de tormentas solares.
—Todo lo que has estado diciendo —replicó Henree— significa que David tendría que haber muerto calcinado.
—Pues no lo sé —murmuró Conway—. El efecto de la radiación en tejidos vivos, en tejidos vivos humanos, tiene sus misterios.
—Oh, naturalmente. No es un campo en el que la experimentación sea fácil.
David finalizó su carrera con los más elevados promedios. Se dedicó a investigar en el campo de la biofísica, a nivel de postgraduado. Era el hombre más joven al que jamás se hubiera admitido en el Consejo de Ciencias.
Para Conway hubo una pérdida. Cuatro años antes había sido elegido consejero jefe; era un honor por el que había entregado su vida, aún cuando no ignoraba que, de vivir Lawrence Starr, la elección habría tomado otro curso.
Así, le restaron sólo contactos ocasionales con el joven David Starr, porque ser consejero jefe implicaba que en su vida no podía existir más que el cúmulo de problemas pendientes en toda la Galaxia. Incluso durante las pruebas de graduación, había visto a David a distancia, apenas. En los últimos cuatro años había hablado con él no más de cuatro veces.
De modo que su corazón latía con fuerza cuando se abrió la puerta. Giró y marchó vivamente al encuentro de los dos hombres que avanzaban hacia él.
—Gus, amigo. —Estrechó la mano que se le tendía—. ¡David, muchacho!
Transcurrió una hora. Era noche cerrada ya cuando lograron dejar de hablar de sí mismos y volvieron su atención al universo.
David cambió el tema.
—Hoy he visto un envenenamiento por primera vez, tío Héctor. Ya sabía lo suficiente como para no caer en el pánico. Hubiese querido saber lo suficiente y poder evitarlo.
—Nadie sabe lo suficiente —repuso Conway con sobriedad—. Supongo que sería algún producto marciano, como otras veces, Gus.
—No hay medios de asegurarlo, Héctor. Pero había una marciruela.
—Seguramente me diréis todo lo que pueda saber sobre este asunto —pidió David Starr.
—Muy simple —contestó Conway—. Todo es de una simplicidad horrible. En los últimos cuatro meses unas doscientas personas han muerto después de comer algún producto de los huertos marcianos. Es un veneno desconocido, los síntomas son los de una enfermedad desconocida. Se produce una rápida y completa parálisis de los nervios que controlan el diafragma y de los músculos del tórax. Esto conduce a una parálisis pulmonar que, en cinco minutos, es fatal.
»Y aún hay más. En los pocos casos en que hemos cogido a la víctima a tiempo, intentamos practicarle la respiración artificial, como tú lo has hecho, y hasta usamos respirador; a pesar de ello, han muerto a los cinco minutos. También el corazón se ve afectado. Las autopsias no han revelado otra cosa que no sea la degeneración de los nervios, y en todos los casos ha sido increíblemente veloz.
—¿Y qué hay de la comida que los envenena?
—Nada —suspiró Conway—. Siempre ha habido tiempo para que el producto o la porción envenenados fuesen totalmente consumidos; en otras mesas o en la cocina, ese mismo alimento ha resultado inofensivo. Lo hemos suministrado a animales y hasta a voluntarios. El contenido del estómago de los muertos ha ofrecido resultados inciertos.
—¿Cómo sabes, pues, que se trata de comida envenenada?
—Porque la coincidencia de la muerte tras comer un producto marciano, repetida una y otra vez, sin excepción conocida, es más que coincidencia.
—Y no es contagioso, es obvio —dijo pensativamente David.
—No. Gracias a las estrellas. Aun así, ya tenemos un grave problema. En la medida de nuestras posibilidades hemos mantenido todo esto en secreto, con absoluta cooperación de la Policía Planetaria. Doscientas muertes en cuatro meses, sobre la población total de la Tierra, es un fenómeno comprensible, pero el promedio puede crecer. Y si la gente de la Tierra se entera de que un bocado cualquiera de comida marciana puede ser el último, las consecuencias serian espantosas. Aunque pudiéramos asegurar que el promedio de muertes es de cincuenta por mes sobre una población de cinco mil millones, cada individuo estaría convencido de ser uno de esos cincuenta.
—Sí —respondió David—, lo cual significaría que el mercado de importación de alimentos marcianos quedaría por los suelos. Y esto no sería agradable para los sindicatos marcianos de horticultores.
—¡Oh, eso! —Conway se encogió de hombros, desechando el problema de los sindicatos de horticultores como cosa fuera de lugar—. ¿No se te ocurre otra cosa?
—Sólo que la agricultura de la Tierra no puede alimentar a cinco mil millones de personas.
—Así es, exactamente. No podemos pasar sin la comida de los planetas coloniales. En seis semanas habría hambre en la Tierra. Y si la gente comienza a desconfiar de la comida marciana, no habrá modo de atajar esa situación, y no sé cuánto más la podremos detener. Cada nueva muerte es una nueva crisis. ¿Será ésta la que difundan los telenoticiarios? ¿Será ahora cuando se sepa la verdad? Y, además, está la teoría de Gus, por encima de todo.
El doctor Henree estaba arrellanado en el sillón, y prensaba el tabaco dentro de su pipa.
—Tengo la seguridad, David, de que esta epidemia de comida envenenada no es un fenómeno natural. Está demasiado extendida. Un día sucede en Bengala, al día siguiente en Nueva York, un día después en Zanzíbar. Tiene que haber una voluntad inteligente detrás de esto.
—Te diré… —comenzó Conway.
—Si algún grupo pretende el control de la Tierra, ¿qué mejor estrategia que atacarnos por el lado débil, el del abastecimiento de comida? La Tierra es el más poblado de los planetas de la Galaxia. Debe serlo, ya que ha servido de cuna a la humanidad. Pero las circunstancias nos han convertido en los seres más débiles del mundo, en cierto sentido, ya que no nos autoabastecemos. Nuestro cesto de pan está en el cielo: en Marte, en Ganímedes, en Europa. Si cortas las importaciones de alguna manera, ya sea por la acción de los piratas o por el mucho más sutil sistema que están empleando ahora, muy pronto estaremos indefensos. Y eso es todo.
—Pero —intervino David— si es así, ¿no habría intentado el grupo responsable comunicarse con el gobierno, siquiera para transmitirle un ultimátum?
—Así debería ser, pero quizá estén aguardando su hora; el tiempo de la sazón. O quizá estén en tratos directos con los horticultores de Marte. Los colonos tienen sus propios pareceres, desconfían de la Tierra y, en principio, si viesen su subsistencia amenazada, podrían entrar en tratos con esos criminales. Tal vez —se interrumpió, agotado— ellos mismos son… Pero no quiero hacer juicios temerarios.
—En cuanto a mí —dijo David—, ¿qué queréis que haga?
—Déjame que te lo diga —pidió Conway—. David, queremos que inspecciones los Laboratorios Centrales en la Luna. Formarás parte del equipo de investigación que analizará el problema. En este momento están recibiendo muestras de cada envío de comida proveniente de Marte. Estamos empeñados en dar con algún producto envenenado. La mitad de la muestra se administra a ratas; el resto de las porciones de cualquier alimento fatal es analizado por todos los medios de que disponemos.
—Comprendo. Y si tío Gus está en lo cierto, supongo que tendrás otro equipo en Marte.
—Todos hombres de mucha experiencia. Pero, entretanto, ¿estarás preparado para partir hacia la Luna mañana por la noche?
—Por supuesto; iré a iniciar mis preparativos.
—Hazlo ahora mismo.
—¿Habrá alguna objeción en que utilice mi propia nave?
—No. Ninguna.
Solos en el despacho, los dos científicos observaron por largo rato las luces fantásticas de la ciudad antes de hablar.
Por último, Conway comentó:
—¡Cuánto se parece a Lawrence! Pero es muy joven aún y esto será peligroso.
—¿De verdad crees que el plan funcionará? —preguntó Henree.
—¡Sin duda! —Conway lanzó una carcajada—. Ya has oído su pregunta final acerca de Marte. No tiene la más mínima intención de ir a la Luna. Le conozco bien. Y éste es el mejor método para protegerlo. Los informes oficiales indicarán que parte hacia la Luna; los hombres de Laboratorio Central están advertidos y anunciarán su llegada. Cuando llegue a Marte, tus conspiradores, si es que existen, no tendrán motivo para tomarlo por miembro del Consejo; él mantendrá el incógnito porque creerá que nos está engañando. —Luego de una pausa, Conway añadió—: es un chico brillante. Será capaz de hacer lo que nosotros no podemos. Por fortuna aún es joven y es posible manejarlo. Dentro de unos años ya resultará ingobernable; nos captará con una mirada.
El comunicador de Conway repiqueteó con suavidad. Tras accionarlo, preguntó:
—Sí, ¿qué ocurre?
—Una comunicación personal para usted, señor.
—¿Para mí? Pásemela. —Al hablar con Henree su tono sonó rudo—: No puedo creer que sean los conspiradores de que has hablado tú.
—Abre y mira —sugirió Henree.
Conway cogió el sobre y lo abrió. Por un instante se mantuvo rígido, luego se echó a reír y tendió el sobre hacia Henree, para desplomarse entre carcajadas sobre su sillón.
Henree, al mirar el papel, vio sólo dos líneas mal garabateadas: «¡Que sea a vuestro modo! Saldré para Marte. David».
Las carcajadas de Henree eran incontenibles.
—¡Lo has instruido muy bien!
Y Conway no pudo por menos que dejarse llevar también por la risa.