13

EL CONSEJO SE HACE CARGO

Benson se fue unos diez minutos más tarde. Nada de lo que David le dijo le satisfizo en cuanto a sus teorías que conectaban a los marcianos con el envenenamiento y su inquietud crecía a ojos vista.

—No quiero que Hennes me sorprenda aquí —dijo—. Hemos tenido… una discusión.

—¿Y qué hay con Makian? Está de nuestro lado, ¿verdad?

—No lo sé. Quedará arruinado pasado mañana. No creo que le reste energía para hacer frente a Hennes. Mira, es mejor que me vaya. Si se te ocurre algo, cualquier cosa que sea, házmelo saber de algún modo. ¿Lo harás?

Tendió la mano y David apenas se la estrechó. Benson se alejó.

David se sentó en la cama. Su propia inquietud había crecido desde el momento en que despertara. Su ropa estaba sobre una silla, al otro extremo de la habitación. Sus botas estaban junto a la cama, las cañas erguidas. No se había atrevido a revisarlas en presencia de Benson, apenas las había mirado.

Quizá, pensó con desasosiego, no las habrían revisado. Las botas altas de un horticultor son inviolables; después del robo de un arenauto en el desierto, robar las botas de un horticultor era el crimen más severamente castigado. En el momento de su muerte, todo horticultor era enterrado con sus botas, sin que nadie osara registrarlas antes.

David registró el bolsillo interno de cada bota y sus dedos no hallaron nada. En uno de los bolsillos había guardado un pañuelo y en el otro unas monedas. Sin lugar a dudas habían revisado su ropa; si bien lo había previsto, en apariencia no había pensado que el registro incluiría las botas. Contuvo el aliento; su brazo se introdujo en una de las cañas. La suave piel le llegó hasta la axila y luego cedió; sus dedos se estiraron hasta la punta. Un rayo de pura alegría le llenó la cara cuando palpó el suave material de la máscara marciana.

Allí la había ocultado mientras se hacían los preparativos para su baño, pero no había pensado en el soporite. Era puro azar, pura suerte, que no hubiesen revisado la punta de las botas. Tendría que ser más precavido en adelante.

Puso la máscara en un bolsillo de una bota y lo cerró. Cogió las botas; brillaban: alguien las había limpiado durante su sueño, como muestra de buena voluntad, y esto denotaba el instintivo respeto que el horticultor experimenta hacia las botas, sean de quien sean.

Sus ropas habían pasado por la vaporización de lavado. Las fibras plásticas brillantes que componían el tejido olían a nuevo. Todos los bolsillos estaban vacíos, por supuesto, pero bajo la silla estaban todas sus pertenencias cuidadosamente apiladas. Nada echó de menos. El pañuelo y las monedas de los bolsillos de sus botas también estaban allí.

David se puso su ropa interior, los calcetines, el mono y, por último, las botas. Se ajustaba el cinturón en el instante en que un individuo de barba oscura apareció en la puerta.

David levantó los ojos. Fríamente preguntó:

—¿Qué quieres, Zukis?

—¿Dónde te crees que irás, terrestrito? —preguntó a su vez el horticultor. Sus ojos parpadeaban nerviosamente y, para David, la expresión de ese rostro era la misma del primer día en que lo había visto. Recordaba con exactitud el arenauto de Hennes, junto a la Oficina de Empleos en Horticultura; recordaba el instante en que, al ocupar el asiento trasero del vehículo, ese rostro barbado le había clavado una mirada iracundo, cuando ya el disparo lo había inmovilizado y no podía defenderse.

—No iré a ningún lugar —dijo David— que requiera tu permiso.

—¿Ah, sí? Te equivocas, chico, porque no te moverás de aquí. Órdenes de Hennes.

Zukis bloqueaba la puerta con su cuerpo. Dos desintegradores estaban bien a la vista, a cada lado del cinturón del individuo.

Transcurrió un instante antes que la barba pringosa de Zukis se partiera en dos, en una sonrisa amarillenta.

—¿Es que has cambiado de parecer, terrestrito?

—Quizá —respondió David. Y luego añadió—: alguien ha venido a verme ahora mismo. ¿Cómo ha sido posible? ¿No estabas vigilando?

—Calla —gruñó Zukis.

—¿O es que te han pagado para que mirases hacia otra parte por un momento? A Hennes tal vez no le agradará eso.

Zukis lanzó un escupitajo a un centímetro de las botas de David.

—¿Quieres poner a un lado tus desintegradores y repetir la hazaña?

—Cuídate si te interesa vivir, terrestrito —dijo Zukis.

Cerró la puerta tras de sí, con dos vueltas de llave. Transcurrieron algunos minutos y hubo un sonido metálico al otro lado de la puerta, que se abrió nuevamente. Zukis traía una bandeja en sus manos. Amarillo de calabaza, verde de algún vegetal.

—Ensaladilla —dijo Zukis—. Más que suficiente para ti.

Un pulgar ennegrecido asomaba por sobre un extremo de la bandeja. El otro extremo se apoyaba sobre la parte interna de la muñeca, de modo que la mano del horticultor estaba cubierta.

El joven se puso de pie, dio un brinco y flexionó las piernas sobre el colchón de la cama. Sorprendido, Zukis se volvió de prisa, pero David, cobrando impulso en los muelles del colchón, saltó por el aire.

El choque fue violentísimo; de un manotazo, David hizo caer la bandeja, cuyo contenido se esparció por el suelo; la otra mano de David se arrolló en la barba del horticultor.

Zukis cayó, emitiendo un grito ronco. El pie de David se aplastó contra la otra mano de su contrincante, la mano que quedara oculta bajo la bandeja. El grito se convirtió en aullido agonizante mientras sus dedos aplastados se abrían y soltaban el desintegrador que habían estado empuñando.

La mano de David abandonó la barba del otro para cogerle el otro brazo libre que ya se dirigía hacia el segundo desintegrador; le retorció el brazo por delante del pecho y por detrás de la nuca y tiró de la mano:

—Estate quieto —dijo— o te arrancaré el brazo.

Zukis cesó en su resistencia; los ojos se le salían de las órbitas y respiraba con esfuerzo.

—¿Qué buscas? —inquirió.

—¿Por qué ocultabas el desintegrador bajo la bandeja?

—Tengo que protegerme, ¿no? ¿Qué si saltabas sobre mí cuando tuviese las manos ocupadas con la bandeja?

—¿Y por qué no has hecho traer la bandeja por algún otro, mientras tú lo cubrías?

—Es que no lo he pensado —gimoteó Zukis.

David aumentó la presión sobre el brazo y la boca de Zukis se contorsionó en una mueca de agonía.

—¿Qué te parece si me dices la verdad, Zukis?

—Quería… quería matarte.

—¿Y qué le habrías dicho a Makian?

—Que habías… intentado huir.

—¿Idea tuya?

—No, de Hennes; él es el responsable, yo sólo he seguido órdenes.

David lo soltó; cogió los dos desintegradores.

—Levántate.

Zukis se apoyó de lado y gruñó de dolor: le era difícil ponerse de pie con una mano aplastada y un hombro casi descoyuntado.

—¿Qué quieres? ¿Qué harás? ¡No has de atacar a un hombre desarmado!

—¿Tú no lo harías?

Una nueva voz intervino, tensa:

—Suelta esas armas, Williams.

David volvió la cabeza con un movimiento brusco. Hennes estaba en el vano de la puerta apuntando con el desintegrador. Tras él Makian dejaba ver su rostro grisáceo, surcado de arrugas. Los ojos de Hennes no permitían dudar acerca de sus intenciones y su desintegrador estaba en condiciones de disparar.

David arrojó las armas que unos minutos antes arrebatara a Zukis.

—Aléjalos con el pie hacia aquí —dijo Hennes.

David lo hizo.

—Ahora dime qué ha ocurrido.

—Usted ya lo sabe —respondió el joven—. Zukis intentó asesinarme, siguiendo sus órdenes, y no me he quedado aguardando a que ocurriese.

En tanto, Zukis graznaba:

—No, señor Hennes. No señor. No ha sido eso. Le había traído su comida y él ha saltado sobre mí. Tenía las manos en la bandeja, no podía defenderme.

—Cállate —dijo Hennes con desprecio—, ya hablaremos de ello más tarde. Sal ahora y en menos de un segundo tráeme unas esposas.

Zukis se precipitó hacia afuera.

Makian preguntó casi sin interés:

—¿Por qué las esposas, Hennes?

—Porque este hombre es un impostor peligroso, señor Makian. Usted recordará que lo traje aquí porque parecía saber algo acerca del envenenamiento.

—Sí, sí. Recuerdo.

—Nos contó una historia sobre una hermana menor envenenada por jamón marciano, ¿recuerda usted? Yo lo he investigado. No ha habido tantas muertes por envenenamiento que hayan sido registradas por las autoridades, como dice este hombre que lo fue la muerte de su hermana. En total suman doscientos cincuenta. Era fácil investigarlas todas y lo he hecho; ningún caso de los registrados se refería a una niña de doce años con un hermano de la edad de Williams y que hubiese muerto comiendo jamón.

Makian estaba perplejo.

—¿Desde cuándo sabes esto, Hennes?

—Casi desde el instante de su llegada. Pero le he dejado hacer. Necesitaba saber qué era lo que buscaba. Y encargué a Griswold que lo vigilara…

—Que intentara matarme, querrá decir —interrumpió David.

—Sí, algo así, considerando que tú lo asesinaste porque fue tan tonto como para permitir que sospecharas de él. —Volvió a dirigir sus palabras a Makian—: Luego se las compuso para enredarse con ese tío cabeza hueca de Benson, porque así podría seguir de cerca nuestros avances en la investigación. Luego, como indicio final, se ha escabullido del huerto tres noches atrás por un motivo que se niega a explicar. ¿Quiere usted saber por qué? Fue a pasar información a los tipos que lo han contratado, los que están detrás del asunto. Es más que pura coincidencia que el ultimátum haya llegado mientras él había desaparecido.

—¿Y dónde estaba usted? —preguntó David, de pronto—. ¿Dejó de vigilarme luego de la muerte de Griswold? Si sabía que yo me había ido con esa finalidad, ¿por qué no enviar una partida a buscarme?

Makian estaba más perplejo aún.

—Bien…

Pero ya David lo interrumpía:

—Déjeme usted llegar al fin, señor Makian. Creo que quizá Hennes no estaba en la cúpula la noche en que me alejé e incluso el día y la noche siguientes. ¿Dónde estaba, Hennes?

Hennes se adelantó, con una mueca horrible en la boca. La mano ahuecada de David estaba cerca de su cara; aunque creía que Hennes no se atrevería a disparar, estaba presto a utilizar su escudo de fuerza. De ser necesario.

Makian, inquieto, puso una mano sobre el hombro de Hennes.

—Mejor será que lo entreguemos al Consejo.

—¿Qué es eso del Consejo? —preguntó David, de prisa.

—Nada que sea cosa tuya —gruñó Hennes. Zukis regresó con las esposas. Eran varillas plásticas flexibles, que podían adoptar cualquier forma y quedar fijas en esa posición. Su resistencia era infinitamente mayor que la de un cable o la de las esposas comunes de metal.

—Las manos —ordenó Hennes.

David las tendió sin decir una palabra. La varilla envolvió sus muñecas por dos veces. Con una mirada maligna, Zukis la ajustó de modo brutal y luego accionó el cierre cuya acción se traducía en una reacomodación molecular automática que endurecía el plástico. La energía liberada en esa reacomodación entibió el plástico. Otra varilla fue aplicada a los tobillos de David.

El joven se sentó en silencio sobre la cama; en una mano sostenía aún la máscara-escudo. La mención que Makian hiciera acerca del Consejo era, para David, prueba suficiente de que no permanecería maniatado largo tiempo. Entretanto dejaría que las cosas se desarrollasen por sí mismas.

Una vez más preguntó:

—¿Qué es eso del Consejo?

Pero su pregunta fue inútil. Desde afuera llegó un alarido; como impulsado por una catapulta se precipitó dentro de la habitación, a través de la puerta, un cuerpo.

—¿Dónde está Williams?

Era el mismísimo Bigman, tan duradero como la vida, que no es muy duradera. El diminuto horticultor tenía la vista fija en la figura sentada de David y hablaba de prisa, sin tomar resuello.

—No he sabido que has atravesado una tormenta de polvo hasta el momento en que llegué al huerto. Por Ceres calcinante, bueno debes haber estado. ¿Cómo lograste atravesarla? Yo… yo…

En ese preciso instante advirtió la situación del joven y giró, furibundo.

—¿Quién, por el Espacio, ha maniatado así al chico?

A todo esto, Hennes, que se había recuperado ya de la sorpresa inicial, cogió de un brutal manotazo el cuello del mono de Bigman y lo levantó en vilo.

—¡Ya te he dicho qué ocurriría si te pillaba por aquí otra vez, marmota!

—¡Suéltame, tú, bocazas! —chilló el hombrecito—. Tengo derecho a estar aquí. Te doy un segundo y medio para soltarme o responderás ante el Consejo de Ciencias.

—Por el amor de Marte, Hennes —intervino Makian—, suéltalo.

Hennes lo dejó caer.

—Fuera de aquí.

—No en vida tuya. Soy funcionario acreditado del Consejo. He venido con el doctor Silvers. Pregúntaselo.

Con la cabeza señaló al individuo alto y delgado que estaba de pie junto a la puerta. Su cabello era blanco plateado y un espeso bigote del mismo color cubría su labio.

—Perdón —dijo el doctor Silvers—, querría hacerme cargo del asunto. El gobierno en Ciudad Internacional, en la Tierra, ha declarado una situación de emergencia en todo el Sistema y todos los huertos deberán quedar bajo control de Consejo de Ciencias a partir de ahora. Me han asignado la tarea de hacerme cargo del huerto de Makian.

—Me temía algo así —murmuró Makian, con aire descontento.

—Quitadle las esposas a este hombre —ordenó el doctor Silvers.

—Es peligroso —protestó Hennes.

—Yo me haré enteramente responsable.

Bigman dio un brinco y juntó con fuerza los talones.

—Andando, Hennes —dijo.

El capataz palideció de ira, pero no profirió una sola palabra.

Tres horas habían transcurrido cuando el doctor Silvers se entrevistó nuevamente con Makian y Hennes en el despacho privado del primero.

—Tendré que revisar todos los registros de producción de este huerto en los últimos seis meses. Hablaré también con el doctor Benson acerca de lo que haya logrado saber de útil para la resolución de este problema del envenenamiento de comestibles. Deberemos aclarar esto en seis semanas. Ni un instante más.

—¡Seis semanas! —estalló Hennes—. ¡Querrá decir un día!

—No, señor. Si no obtenemos la respuesta antes de que expire el plazo del ultimátum, todas las exportaciones de comestibles desde Marte serán paralizadas. Entretanto, no pasaremos por alto ni la más mínima circunstancia, ni el más leve indicio.

—Por el Espacio —dijo Hennes—, la Tierra sufrirá hambre.

—Sólo serán seis semanas. Las reservas de alimentos bastarán, si se procede a racionarlas.

—Habrá pánico y desórdenes —dijo Hennes.

—Es verdad —repuso el doctor Silvers—, será muy desagradable.

—El Consejo arruinará al sindicato de horticultores —gruñó Makian.

—La ruina es inevitable, si no trabajamos de prisa. Me propongo hablar con el doctor Benson. Mañana al mediodía conferenciaremos los cuatro. Si hasta la medianoche no surge nada en Marte o en los Laboratorios Centrales de la Luna, el embargo se hará efectivo y celebraremos una reunión general marciana de los miembros del sindicato.

—¿Por qué? —preguntó Hennes.

—Porque hay motivos —respondió el doctor Silvers— para creer que quienquiera que sea el que está detrás de esta locura criminal ha de hallarse íntimamente conectado con los huertos. Han mostrado saber mucho acerca de los huertos como para que pensemos otra cosa.

—¿Y qué hay con Williams?

—Ya le he interrogado. Se ha mantenido firme en su historia, que sin duda es extraña en grado sumo. Lo he enviado a la ciudad, donde el interrogatorio proseguirá en forma exhaustiva; de ser necesario, bajo hipnosis.

La señal de la puerta parpadeó.

El doctor Silvers ordenó:

—Abra la puerta, señor Makian.

Y Makian lo hizo, como si no fuese el dueño de uno de los más importantes huertos marcianos y, a causa de ese hecho, uno de los más ricos y poderosos hombres del Sistema Solar.

Bigman entró en el despacho, dirigiendo una mirada de desafío hacia Hennes.

—Williams está en un arenauto —dijo— camino de la ciudad, bajo custodia.

—Estupendo —dijo el doctor Silvers, y sus finos labios se contrajeron en una mueca impenetrable.

A dos kilómetros de la cúpula principal del huerto el arenauto se detuvo. David Starr, equipado con los cilindros de oxígeno y la mascarilla respiratoria, descendió y su mano dibujó un saludo hacia el conductor que, antes de cerrar la puerta del auto, le dijo:

—¡Recuerda la entrada! Allí estará uno de nuestros hombres para dejarte pasar.

David asintió con una sonrisa. Luego de observar cómo se alejaba el arenauto hacia la ciudad, se volvió e inició su marcha hacia la cúpula.

Los hombres del Consejo habían cooperado, por supuesto. Accedieron a que él abandonara la cúpula en forma pública y regresara en secreto, pero ninguno de ellos, ni siquiera el doctor Silvers, conocía el motivo.

Ya había completado las piezas del enigma, pero aún carecía de la prueba.