12

LA PIEZA PERDIDA

La naturaleza de la tormenta marciana de polvo no ha sido bien comprendida. Como la de la Luna terrestre, la superficie de Marte está, en su mayor parte, cubierta de fino polvo; pero, a diferencia de la Luna, Marte posee una atmósfera capaz de poner en movimiento el polvo. Por lo común, no se trata de un hecho peligroso. La atmósfera marciana es leve y los vientos no tienen excesiva duración.

Pero en ocasiones, por razones desconocidas, aunque tal vez relacionadas con tormentas eléctricas en el espacio, el polvo adquiere una carga eléctrica y cada partícula rechaza a la partícula vecina. Aun sin la presencia del viento, el polvo tiende a elevarse; cada paso, cada movimiento, puede alzar una nube de polvo que no se asienta, sino que se expande y adensa el aire.

Cuando a esto se suma el viento, se habla de la existencia de una real tormenta de polvo. El polvo jamás es tan espeso que impida la visión; no es éste el peligro. La tremenda penetración es lo que lo convierte en elemento mortífero.

Las partículas de polvo son en extremo finas y lo penetran todo. Las ropas no logran detenerlo; el abrigo de una elevación rocosa no significa nada; la mascarilla de respiración, con su ancha banda de ajuste a la cara, no basta para detener en su camino a las diminutas partículas.

En medio de una tormenta, dos minutos son tiempo suficiente para que se genere una comezón insufrible; cinco minutos ciegan, virtualmente, a un hombre y quince minutos lo matan. Hasta una tormenta suave, tan débil que podría no ser advertida por las personas que la atraviesan, llega a enrojecer las superficies expuestas de la piel y ocasiona lo que se denominan quemaduras de polvo.

David Starr sabía todo esto y más aún. Sabía que su propia piel estaba enrojeciendo. Carraspeaba, en un intento de aclarar su garganta congestionada, pero sin resultados positivos. Había tratado de mantener cerrada la boca, apretando los labios con firmeza y exhalando sin abrirlos, casi. De nada le valió. El polvo lo invadía, se franqueaba sus propios caminos a través de sus labios. La plataforma avanzaba en forma irregular ya que el polvo penetraba en su motor y lo dañaba tanto como a David.

Sus ojos estaban inflamados y casi no los podía mantener abiertos. Las lágrimas que fluían y se acumulaban en la parte inferior de la mascarilla respiratoria iban empañando los cristales y ya le impedían la visión.

Nada detenía a esas partículas microscópicas, excepto las suturas herméticas de una cúpula o de un arenauto. Nada.

¿Nada?

Entre la comezón enloquecedora y la carraspera, pensaba con desesperación en los marcianos. ¿Sabrían ellos que se cernía una tormenta de polvo? ¿Podrían saberlo? ¿Lo habrían enviado a la superficie, de saberlo? De su mente bien podrían haber captado que sólo tenía una plataforma móvil para regresar hasta la cúpula. También podrían haberlo transportado a la superficie dejándolo junto a la cúpula, o dentro de ella, inclusive.

Los marcianos debían conocer la existencia de las condiciones para esa tormenta. Recordó que el ser con la voz profunda había sido abrupto en su decisión de hacerlo regresar a la superficie, como si lo poseyera el interés de que la salida de David coincidiese con el apogeo de la tormenta.

Y también estaban las palabras finales de la voz femenina, las palabras no oídas conscientemente y que, por ello, sabía que habían sido implantadas en su cerebro en su trayecto a través de la roca: «No temas, Ranger del espacio».

Mientras pensaba en todo esto, la respuesta se hizo clara en su mente. Una mano buscó un bolsillo, la otra la mascarilla de respiración. Cuando alzó la mascarilla, la nariz y los ojos, parcialmente desprotegidos, recibieron el castigo del polvo, ardiente e irritante.

Sintió el irresistible deseo de estornudar, pero lo rechazó con entereza. La involuntaria inhalación llenaría sus pulmones con una cantidad mortal de polvo.

Pero ya extraía del bolsillo el trozo de gasa y lo alzaba hasta sus ojos y nariz, y deslizaba por encima, nuevamente, la mascarilla.

Sólo entonces estornudó. Esto implicaba que había aspirado una buena cantidad de los gases atmosféricos marcianos, pero ya no mezclados con polvo. Inmediatamente inició una respiración forzada, absorbiendo cuanto oxígeno le era posible, exhalando con energía, arrojando el polvo de dentro de su boca. Alternó algunas aspiraciones con la boca, para evitar un próximo estado de hiperoxigenación.

Gradualmente, las lágrimas fueron lavando el polvo de sus ojos y, al no penetrar nuevas nubes de polvo, recuperó su capacidad visual. Sus miembros y cuerpo estaban oscurecidos por el neblinoso escudo de fuerza que lo rodeaba y sabía que la parte superior de su cabeza resultaba invisible dentro de la aureola de su máscara protectora.

Las moléculas de aire podían penetrar en el escudo con libertad, pero, y a pesar de ser tan pequeñas, las partículas de polvo eran del tamaño necesario para ser detenidas. David pudo observar el proceso con sus propios ojos: tan pronto como chocaba con el escudo, cada partícula de polvo se detenía y la energía de su movimiento era convertida en luz, de modo que en el punto de posible penetración surgía una diminuta chispa. Todo su cuerpo estaba sumergido en un océano de chispas que se arremolinaban, brillantes como el sol marciano, rojo y opaco entre el polvo, en tanto que su luz no lograba tocar el suelo ni disipar la semioscuridad sobre él reinante.

David sacudió sus ropas y una nube de polvo se elevó, bella a la vista ahora que el escudo lo protegía. El polvo podía salir del escudo de fuerza, pero no podía volver a penetrar. En forma gradual se fue liberando de casi todas las partículas. Con aire de duda observó la plataforma… intentó poner en marcha el motor y la respuesta fue un breve y ronco sonido; luego, el silencio. Era de esperar, a diferencia de los arenautos, las plataformas no tenían, no podían tener motores blindados.

Debería andar. El pensamiento no le asustaba: la cúpula del huerto estaba a una distancia menor de cinco kilómetros y tenía oxígeno suficiente. Sus cilindros estaban llenos. Los marcianos se habían ocupado de ello antes de enviarlo de regreso.

Se le ocurrió que ahora los comprendía. Ellos sabían que amenazaba tormenta; tal vez la habían favorecido. Era poco lógico suponer que con su antigua experiencia del clima marciano y sus vastos conocimientos científicos no hubiesen adquirido una idea precisa de las causas fundamentales y de los mecanismos de las tormentas de polvo. Al enviarlo a enfrentarse con la tormenta, sabían que él llevaba en su bolsillo la defensa perfecta. No le habían formulado ninguna advertencia acerca de la prueba que le aguardaba, ni acerca de la defensa que poseía. Era acertado. Si él era hombre merecedor del presente de un escudo de fuerza, podría o debería pensar en su valor por sí mismo. De lo contrario, no era la persona indicada para tenerlo.

David sonrió aún cuando le era difícil soportar el roce de sus ropas contra la piel inflamada, mientras marchaba sobre el terreno marciano. Fríos y poco emotivos se habían mostrado los nativos de Marte al arriesgar así su vida, pero el joven experimentaba un fuerte sentimiento de simpatía hacia ellos. Había pensado con la prisa suficiente como para salvarse, pero no era cuestión de sentirse orgulloso: debió pensar en la máscara mucho antes.

El escudo de fuerza que lo rodeaba estaba facilitando su marcha. Comprobó que el campo de fuerza cubría también las suelas de sus botas, de modo que éstas no tocaban el suelo marciano, sino que se mantenían un par de centímetros más arriba. Su impulsión a partir de la superficie era elástica; avanzaba como movido por cien muelles de acero. Unida a la baja gravedad, esta circunstancia le permitía salvar la distancia que lo separaba de la cúpula a largas y flexibles zancadas.

Iba de prisa. Más que nada, en ese momento experimentaba la necesidad urgente de un baño tibio.

Cuando David llegó junto a una de las entradas de la cúpula del huerto, lo peor de la tormenta y los rayos de luz que emitiera su escudo de fuerza se habían disuelto en ocasionales chispas. Ya podía quitarse la máscara protectora.

Cuando la entrada se abrió para él, primero hubo miradas, luego gritos y exclamaciones, a medida que los horticultores dejaban su tarea y se precipitaban a recibirle.

—¡Por la rotación de Júpiter, es Williams!

—¿Dónde te habías metido, chico?

—¿Qué ha sucedido?

Y por encima de los gritos confusos, de las preguntas formuladas todas a una, predominó una voz estridente:

—¿Cómo has logrado atravesar la tormenta de polvo?

La pregunta se impuso por sobre el vocerío, flotó en el aire en medio del silencio. Alguien dijo, luego:

—Mírale la cara. Parece un tomate pelado.

Era una exageración, pero contenía un grado de veracidad que impresionó a todos los presentes. Muchas manos se tendieron hacia el cuello de su mono, que estaba ajustado a su garganta, como protección contra el frío marciano. Le alcanzaron un asiento; alguien llamó a Hennes.

Diez minutos más tarde se presentó el capataz; saltó de la plataforma móvil con un aspecto entre fastidiado e iracundo. No dejó ver signos de alivio ante el regreso de uno de sus empleados. En cambio vociferó:

—¿Qué es lo que sucede, Williams?

David levantó los ojos y repuso, fríamente:

—Es que me he perdido.

—¿Así llamas tú a irse por dos días? ¿Así que estabas extraviado? ¿Qué ha ocurrido?

—Creo que salí a dar un paseo y me alejé mucho.

—¿Has pensado que necesitabas tomar un poco de aire y has caminado durante dos noches marcianas? ¿Supones que te creeré?

—¿Ha desaparecido algún arenauto?

Al ver que Hennes enrojecía de irritación, uno de los horticultores se interpuso.

—Está fuera de combate, señor Hennes. Ha tenido que atravesar la tormenta de polvo.

—No seas tonto —exclamó Hennes—. De haber estado en la tormenta, no se hallaría aquí, ahora, vivo y sentado.

—Pues sí que lo sé —repuso el hombre—, pero mírelo usted.

Hennes le echó una mirada. El enrojecimiento de la parte inferior de la cara y del cuello era un hecho inapelable.

—¿Has estado en la tormenta? —preguntó.

—Así es —respondió David.

—¿Cómo has logrado atravesarla?

—He visto a un hombre —dijo David—. Un hombre de humo y luz. El polvo no le molestaba; me ha dicho que su nombre es «Ranger del espacio».

Los hombres se iban acercando. Hennes giró hacia ellos, furioso, el rostro encarnado y violento.

—¡Por el Espacio, fuera de aquí! —gritó—. Volved al trabajo. Y tú, Jonnitel, vete a buscar un arenauto.

Transcurrió una hora antes de que a David le fuera permitido tomar el baño caliente por el que todo su cuerpo clamaba. Hennes prohibió que los demás horticultores se le acercaran. Una y otra vez, mientras medía a zancadas su propia oficina, se detuvo y giró con furia, para preguntar a David:

—¿Qué hay con ese Ranger del espacio? ¿Dónde le has encontrado? ¿Qué te ha dicho? ¿Qué ha hecho? ¿Qué es eso de humo y luz?

A todo esto David sólo sacudía apenas la cabeza y repetía:

—Quería dar un paseo. Me he perdido. Un hombre que ha dicho llamarse Ranger del espacio me ha traído de regreso.

Hennes cejó, por el momento. El médico del huerto se hizo cargo de él. David consiguió su baño caliente. Le untaron la piel con cremas, le inyectaron las hormonas adecuadas. Tampoco pudo evitar la inyección de soporite; pero estaba dormido ya antes de que le retirasen la aguja.

Despertó. Se hallaba entre sábanas limpias y tibias, en el sector destinado a enfermería. El enrojecimiento de la piel había cedido en intensidad. Volverían a estrecharle a preguntas, lo sabía, pero sólo necesitaba mantenerlos alejados por un breve lapso.

Estaba seguro de poseer la respuesta para el enigma del envenenamiento de la comida, ahora; la respuesta casi completa. Le faltaban una o dos piezas sueltas y, por supuesto, la prueba legal.

Unos pasos leves sonaron tras su cama, cada vez más lentos. ¿Comenzarían tan prontamente? Pero era Benson, que se adelantó hasta el campo visual de David. Benson; labios fruncidos, el cabello escaso en desorden, el rostro convertido en imagen de preocupación. Traía en la mano algo similar a un antiguo y rústico revolver. Con voz susurrante preguntó:

—¿Estás despierto, Williams?

—Ya ve usted que si —respondió el joven.

Benson se enjugó unas gotas de sudor en la frente con el dorso de la mano.

—No saben que estoy aquí. Supongo que no está permitido verte.

—¿Por qué?

—Hennes se ha convencido de que tú estás enredado en esto del envenenamiento. Ha querido convencernos a Makian y a mí mismo de eso. Asegura que has estado afuera, quién sabe dónde, y que no has dicho más que tonterías al respecto. Por mucho que yo haga, te hallas en una situación difícil.

—¿Por mucho que usted haga? ¿Cree usted en la teoría de Hennes sobre mi complicidad en el asunto?

Benson se inclinó hacia su rostro y David sentía el aliento cálido sobre su piel, mientras él murmuraba:

—No, no lo creo. No lo creo porque estimo que lo que cuentas es verdad. Por eso he venido. Quiero hacerte alguna pregunta acerca de esa criatura de que hablas, de esa que dices haber visto cubierta de humo y luz. ¿Estás seguro de que no se trata de una alucinación, Williams?

—Lo he visto con mis ojos —aseguró David.

—¿Cómo sabes que era humano? ¿Te ha hablado en lengua internacional?

—No me ha hablado, pero tenía forma humana. —Los ojos de David recorrieron las facciones de Benson—. ¿Piensa usted que se trataría de un marciano?

Los labios de Benson se plegaron en una sonrisa espasmódica.

—Ah, recuerdas mi teoría. Sí, creo que era un marciano. Piensa, muchacho, ¡piensa! Se están mostrando abiertamente ahora y hasta la mínima información puede ser vital; o sea que nuestro tiempo es muy breve.

—¿Por qué es breve nuestro tiempo? —David se apoyó en un codo.

—Es que no sabes lo que ha ocurrido desde tu partida de aquí. Te aseguro, Williams, que todos nos hallamos sumergidos en la desesperación, ahora. —Le indicó el objeto similar a un revólver y preguntó, lleno de amargura—: ¿Sabes qué es esto?

—Se lo he visto a usted antes de ahora.

—Es mi arpón de muestras; lo he diseñado yo. Lo llevo conmigo cuando voy a los depósitos de grano en la ciudad. Dispara una pelotilla hueca unida por un cordel metálico al cañón del revólver. Digamos que debo coger una muestra de cereal; unos momentos después del disparo se abre en la pelotilla un orificio que permite que los granos penetren en ella y la llenen. A continuación la pelotilla se cierra y yo la recupero y retiro la muestra tomada al azar. Si varío el tiempo después del cual se abre la pelotilla, puedo coger muestras a diversas profundidades del depósito.

—Muy ingenioso —dijo David—, pero ¿por qué lo lleva usted ahora?

—Porque pienso arrojarlo en la unidad de eliminación de basura, una vez que haya salido de aquí. Era mi única arma contra los envenenadores; hasta el presente no me ha servido de nada y en el futuro, sin duda tampoco me servirá.

—¿Qué ha ocurrido? —David se aferró al hombro de Benson, con fuerza—. Dígame.

El científico reprimió una mueca de dolor.

—Cada miembro del sindicato de horticultores ha recibido una nueva carta de quienquiera que sea el que está detrás de esto del envenenamiento. Es indudable que las cartas y el envenenamiento son obra de los mismos hombres o entidades. Las cartas lo admiten ahora.

—¿Y qué dicen?

Benson se encogió de hombros.

—¿Qué importancia tienen los detalles? Pero lo que exige es una completa rendición por parte nuestra, o el ataque se multiplicará por mil próximamente. Creo que esto se puede hacer y que se hará, y si así sucede, la Tierra y Marte, y todo el sistema solar estarán poseídos por el pánico.

Antes de proseguir, Benson se puso de pie.

—Les he dicho a Makian y Hennes que creo en tu palabra, que tu Ranger del espacio es la clave de todo este asunto, pero no me han creído. Hasta me parece que Hennes sospecha que estoy complicado contigo.

Y quedó absorto en sus propios problemas.

David preguntó:

—¿Cuánto tiempo nos resta, Benson?

—Dos días. No, fue ayer. Ahora tenemos treinta y seis horas. ¡Treinta y seis horas!

David se vería obligado a trabajar de prisa. Muy de prisa. Aunque quizá el tiempo bastara. Sin saberlo, Benson le había presentado la pieza perdida del enigma.