11

LA TORMENTA

Más profunda y pausada, una voz se concretó en la mente de David:

—Te doy la bienvenida, criatura. El que… te ha dado es un buen nombre.

La voz femenina dijo:

—Te cedo el lugar…

Con la pérdida de la sensación de un débil contacto sobre su mente, David comprendió, sin posibilidad de error, que la dueña de la voz femenina ya no estaba en comunicación mental con él. Giró, con alguna inquietud, una vez más bajo la ilusión de que esas voces provenían de algún lugar; su mente, no preparada, aún intentaba interpretar según sus habituales métodos algo de lo que nunca antes había tenido conocimiento. La voz no tenía dirección, por supuesto; estaba dentro de su mente.

El nombre del oficio del nuevo ser había sido una expresión sin significado para David; no obstante, percibió el inconfundible aire digno y responsable que emanaba del marciano. A pesar de ello, dijo con firmeza:

—Preferiría que permanecieras fuera de mi mente.

—Tu discreción —dijo la voz profunda— es comprensible y digna de encomio. Pero te aseguro que mi inspección se limitará exclusivamente a datos externos; con toda escrupulosidad evitaré inmiscuirme en tu ámbito privado.

David se sintió tenso, pero era inútil. Durante largos minutos no ocurrió nada. Incluso el ilusorio y suavísimo contacto con su mente, que experimentara cuando la poseedora de la voz femenina lo había investigado, estuvo ausente en esta nueva y experta inspección. Sin embargo, el joven era sabedor, aunque ignorara por cuál vía, de que los compartimientos de su mente eran abiertos con delicadeza y luego cerrados: todo sin dolor ni desasosiego.

La voz profunda le dijo:

—Te doy las gracias. Prontamente serás puesto en libertad y devuelto a la superficie.

—¿Qué has hallado en mi mente? —El tono de David fue casi de desafío.

—Lo bastante como para compadeceros. Nosotros, los de Vida Interior, hemos sido alguna vez como vosotros, y así es que poseemos un alto grado de comprensión de vuestra vida. Tu gente no guarda equilibrio con el universo. Vuestra mente es inquisitiva e intenta comprender lo que sólo con vaguedad puede sentir, ya que no posee los más veraces y profundos sentidos, los únicos que os revelarían la realidad. En vuestra vana búsqueda entre las sombras que os cercan, viajáis por el espacio hasta los límites exteriores de la Galaxia. Así os veo… te ha puesto el nombre adecuado. Vosotros sois, realmente, Rangers del espacio.

»¿Y de qué valen vuestros viajes? La verdadera victoria es la victoria interior. Para comprender el universo material debéis, primero, estar separados de él como nosotros lo estamos. Nos hemos apartado de las estrellas para volcarnos hacia nosotros mismos. Nos hemos retirado a las cavernas de nuestro único mundo y hemos abandonado nuestros cuerpos. Ya no hay muerte entre nosotros, excepto cuando una mente se retira a descansar; ni tampoco nacimientos, excepto cuando una mente se ha retirado a descansar y debe ser remplazada.

—A pesar de todo —dijo David— no os bastáis por entero. Algunos de vosotros sufrís de curiosidad. El ser que habló antes conmigo deseaba saber sobre la Tierra.

—… ha nacido recientemente. Sus días no alcanzan a cien revoluciones del planeta en torno al Sol; su control de esquemas de pensamiento es imperfecto aún. Los que somos maduros concebimos con facilidad los muy distintos modos en que se ha desarrollado la historia terrestre. Pocos de ellos os serían comprensibles a vosotros mismos y ni siquiera a través de una infinidad de años nosotros lograríamos agotar los pensamientos posibles en cuanto a vuestro mundo, y cada pensamiento llegaría a mostrarse tan atractivo y estimulante como el pensamiento único que en realidad representa… aprenderá, con el tiempo, que esto es así.

—Pero tú mismo te has ocupado de examinar mi mente.

—A fin de cerciorarme de lo que antes sólo había sospechado. Tu raza tiene capacidad de crecimiento. Bajo circunstancias favorables, dentro de un millón de revoluciones de nuestro planeta (un instante en el curso vital de la Galaxia), podríais alcanzar la Vida Interior. Y será para bien. Mi raza tendrá compañía en la eternidad y esa situación de compañerismo será de mutuo beneficio.

—Has dicho que podríamos alcanzarla —dijo David, interrogante.

—Tu especie posee ciertas tendencias que mi gente jamás ha tenido. A partir de tu mente, me resulta fácil deducir que hay tendencias contrarias al bienestar general.

—Si te refieres a cosas como el crimen y la guerra, verás en mi mente que la amplia mayoría de los humanos luchamos contra las tendencias antisociales y que, aunque lentos, nuestros progresos en este campo son firmes.

—Lo he visto. Y veo más aún. Veo que tú mismo estás ansioso por el bienestar de todos. Tienes una mente vigorosa y saludable, cuya esencia yo vería con gusto integrada a una de nuestras mentes. Me complacería brindarte alguna ayuda.

—¿Cómo? —preguntó David.

—Tu mente está otra vez colmada de sospechas. Recházalas. Mi ayuda no implicará interferencia personal en las actividades de tu raza. Tal interferencia sería incomprensible para vosotros e indigna para mí. Permíteme indicarte los dos errores que tú ya conoces, en tu fuero interno.

»En primer lugar, por estar compuesto de elementos inestables, eres una criatura perecedera. No sólo llegarás a la descomposición y te disolverás en unas pocas revoluciones del planeta, sino que si antes te ves sujeto a cualquiera de mil distintos accidentes, morirás. En segundo lugar, crees que puedes trabajar mejor en secreto; no ha transcurrido mucho desde que un congénere tuyo reconoció tu verdadera identidad y, sin embargo, has seguido pretendiendo una identidad distinta. ¿Es verdad lo que te he dicho?

—Es verdad —dijo David—, pero ¿qué puedes hacer tú en este sentido?

La voz profunda anunció:

—Ya está hecho y en tu mano.

Y algo suave se corporizó en la mano de David Starr. Sus dedos estuvieron a punto de dejar caer el objeto, antes de que él percibiera su presencia. Era un trozo, casi sin peso, de… ¿de qué?

La voz profunda respondió al pensamiento no explicitado, con placidez:

—No es gasa, ni fibra, ni plástico, ni metal. No es materia, tal como tu mente la concibe. Es… Póntelo sobre los ojos.

David hizo lo que le ordenaban y el objeto brincó de sus manos como si poseyera vida propia, plegándose, suave y tibio, contra cada sinuosidad de su frente, ojos y nariz, pero sin entorpecer su respiración o el movimiento de los párpados.

—¿Qué cambio se ha operado? —inquirió.

Antes de haber dicho las palabras, vio un espejo ante sí, hecho de energía, con tanta velocidad y silencio como los del pensamiento mismo. Y allí vio su imagen, aunque turbia. Su vestimenta de horticultor, desde las botas altas hasta el cuello del mono, aparecía difusa, como fuera de foco, a través de una niebla oscura que cambiaba sin cesar, como si manara un humo tenue que no alcanzaba a desvanecerse. Desde su labio superior hasta el cabello todo se perdía en un resplandor luminoso que brillaba sin cegar y sin permitir la visión de lo que había por detrás. Mientras David observaba la imagen, el espejo se desvaneció, convertido nuevamente en energía almacenada, de la que se había desprendido por un instante.

Inseguro, David preguntó:

—¿Así me verán los demás?

—Sí, si poseen sólo el equipo sensorial que tú tienes.

—Y me es posible verlo todo con claridad. Lo que significa que los rayos de luz penetran en el escudo. ¿Por qué no lo cruzan también, en sentido contrario, y dejan ver mi rostro?

—Sí lo hacen, pero cambian de trayectoria y sólo dejan ver lo que se ha reflejado en el espejo. Para explicártelo con propiedad tendría que utilizar conceptos que están fuera del alcance de tu mente.

—¿Y el resto? —las manos de David se movieron con lentitud por encima del humo que lo envolvía. No sintió nada.

La voz profunda respondió, una vez más, al pensamiento no verbalizado:

—Tú no sientes nada. Y lo que se te muestra como humo es una barrera resistente a radiación de onda corta e infranqueable para objetos materiales de tamaño mayor que el molecular.

—¿Es decir que se trata de un escudo personal de fuerza?

—Bien, es una burda descripción, sí.

David estalló:

—¡Gran Galaxia, es imposible! Se ha probado definitivamente que ningún campo de fuerza tan pequeña como para proteger a un hombre de la radiación y de la inercia material puede ser generado por una máquina que el hombre pueda llevar consigo.

—Y así es para la ciencia que tus congéneres están en condiciones de desarrollar. Pero la máscara que llevas no es una fuente de energía, sino un equipo de almacenaje de energía que, por ejemplo, puede ser renovada por unos pocos instantes de exposición a las radiaciones de un Sol poderoso como lo es el nuestro, desde la distancia de este planeta. Y más aún: es un mecanismo que libera esa energía por deseo mental. Ya que tu propia mente es incapaz de controlar el poder, ha sido adaptada a las características de tu mente y operará en forma automática y en la medida de lo necesario. Ahora quítate la máscara.

David llevó su mano hasta los ojos y, respondiendo otra vez a su deseo, la máscara se separó de su rostro y se convirtió en un leve trozo como de gasa en la mano.

Por última vez la voz profunda habló:

—Y ahora debes abandonarnos, Ranger del espacio.

Con suavidad inimaginable, David Starr perdió el sentido.

No hubo transición, casi, en su recuperación del sentido, que fue completa, pues ni siquiera experimentó la menor inseguridad en cuanto al lugar en que se hallaría; en ningún momento se preguntó dónde se hallaba.

Supo con certeza que estaba de pie sobre sus dos buenas piernas sobre la superficie de Marte; que nuevamente llevaba la mascarilla y que respiraba a través de ella; que detrás de él estaba el exacto lugar del borde de la fisura donde había anclado la escala de cuerda para iniciar el descenso; que a su izquierda, semioculta entre las rocas, estaba la plataforma que Bigman le dejara allí.

Hasta supo el modo especifico en que lo habían devuelto a la superficie. No era memoria; era información deliberadamente implantada en su cerebro, tal vez como recurso final para impresionarlo con el poder de los marcianos sobre las interconversiones materia-energía. Sus huéspedes habían abierto un túnel hacia la superficie, para él, y lo habían elevado a velocidad de cohete, convirtiendo la roca sólida en energía, por delante de él, y luego la energía en roca, tras su paso, hasta que por fin se halló de pie sobre la corteza exterior marciana.

En su interior perduraban palabras que no había oído conscientemente. Sonaban en la voz femenina de la caverna y eran palabras sencillas: «¡No temas, Ranger del espacio!»

Comenzó a marchar; ya no estaba en el entorno tibio y similar al terrestre que había sido preparado para él allá abajo, en la caverna. Por contraste, sintió más que nunca el frío y el viento le pareció el más fuerte que soportara en Marte. El Sol estaba naciendo, por el este, tal como cuando inició su descenso a la fisura. ¿Habría sido en el día anterior? No tenía medio de determinar cuánto tiempo había transcurrido durante sus intervalos de inconsciencia, pero estimaba con certeza que no debía haber sido un lapso mayor de dos días.

El cielo aparecía distinto. Era más azul, y el sol más rojizo. Intrigado, David frunció el entrecejo; luego se encogió de hombros. Se estaba habituando al paisaje marciano, eso era todo; se le había tornado familiar y, por la fuerza de la costumbre, lo interpretaba de acuerdo con los antiguos esquemas terrestres.

Lo mejor sería iniciar en seguida el regreso hacia la cúpula del huerto. La plataforma no era, por supuesto, ni tan veloz ni tan cómoda como un arenauto. Cuanto menor fuese el tiempo que transcurriese sobre ella, más confortable estaría.

Como un experto conocedor de Marte, echó una mirada de reconocimiento a las formaciones rocosas cercanas. Los horticultores hallaban sus caminos en un desierto sin rutas apelando a un método simple; buscaban una roca que semejaba «un melón en un sombrero», se dirigían hacia ella hasta llegar a otra que se veía «como una nave espacial con dos tanques arriba»; por entre ambas se encaminaban hacia una tercera «que parecía una caja desfondada». Era un método primitivo, pero no requería más instrumental que una cierta memoria e imaginación pictórica, y los horticultores disponían de buena cantidad de ambos elementos.

David avanzaba por la ruta que Bigman le había recomendado para un regreso más breve, con menos posibilidades de errar el camino que si se guiaba por formaciones rocosas menos reconocibles. La plataforma se sacudía, sorteando a brincos las rocas mayores y entre nubes de polvo al girar. David la conducía con firmeza, los talones asentados en las cavidades de apoyo, empuñando en cada mano uno de los cables metálicos que hacían las veces de timón. Y no se preocupaba por moderar su velocidad: aún cuando el vehículo sufriera un vuelco, no llegaría a ser demasiado el daño que sufriría, dadas las condiciones de gravedad marciana.

Pero, de pronto, otra circunstancia lo detuvo: un gusto extraño en la boca, una comezón en las mandíbulas y en la línea de la nuca. Experimentaba una sensación leve, arenosa, en el paladar. Observó con desagrado la nube de polvo que se expandía a su espalda, como la estela de un cohete. Era desusado que se extendiera hacia los lados por delante, como para colmarle la boca.

¡Hacia los lados y por delante! ¡Gran Galaxia! La idea que en ese instante irrumpió en su mente le hizo el efecto de una garra helada en el corazón y en la garganta.

Aminoró la velocidad de la plataforma y se dirigió hacia un grupo de rocas donde su paso no podía producir polvo; interrumpida la marcha, aguardó a que el aire se aclarase. Pero no sucedió así. Con la lengua recorrió el interior de la boca, inquieto por la creciente aspereza que provenía del finísimo polvo en suspensión. Observó el sol más rojo y el cielo más azul, ahora con clara idea de lo que estaba ocurriendo. El polvo que flotaba en el aire favorecía la dispersión de la luz, extrayendo el azul del sol y adicionándolo al cielo en general. Sus labios se resecaban y la comezón ya no se limitaba a mandíbulas y nuca.

No cabía ninguna duda. Con decisión firme se instaló en la plataforma y apuró la marcha, hasta el máximo de velocidad, por entre rocas, pedruscos y polvo.

¡Polvo!

¡Polvo!

Aun en la Tierra los hombres poseen un hondo conocimiento de las tormentas marcianas de polvo, que sólo en cuanto a sonido se asemejan a las tormentas de arena de los desiertos terrestres. La marciana es conocida como la más mortífera de las tormentas del sistema solar habitado. Ningún hombre, cogido como David Starr, sin arenauto que lo protegiese, a kilómetros del refugio más cercano, jamás en la historia de Marte, había sobrevivido a una tormenta de polvo. Muchos hombres habían rodado entre las angustias de la muerte a menos de dos metros de una cúpula, incapaces de cubrir la distancia, en tanto que, desde dentro, los que observaban la escena no se atrevían, ni podían intentar el rescate sin un arenauto.

David Starr sabía que sólo le restaban unos pocos minutos para arribar a esa misma agonía. El polvo, despiadado, ya se insinuaba por debajo de su mascarilla y contra la piel de su rostro. Lo percibía dentro de sus ojos lacrimosos y parpadeantes.